Comenzó un segundo curso escolar.
Rudy y yo éramos cada vez más íntimos. Como diferíamos en todo —edad, estatura, preocupaciones, actitud—, cada una de nuestras diferencias, lejos de separarnos, nos hacía sentir hasta qué punto nos apreciábamos. Yo lo ayudaba a aclarar sus ideas confusas, mientras que él me protegía de las peleas por su estatura y, sobre todo, por su reputación de mal alumno. «No se puede sacar nada de él», repetían sus profesores; «tiene la cabeza más dura que jamás se haya visto». La total impermeabilidad de Rudy para los estudios nos parecía admirable. De nosotros, los enseñantes conseguían siempre «sacar algo», lo que revelaba nuestra naturaleza vil, corrompida, proclive sospechosamente a los compromisos. Pero de Rudy no sacaban nada. Perezoso perfecto, puro, inalterable, íntegro, les oponía una resistencia absoluta. Se convertía en el héroe de otra guerra: la que enfrenta eternamente a los alumnos contra sus profesores. Y las sanciones disciplinarias se abatían con tanta frecuencia sobre él, que su cabeza huraña y desgreñada se aureolaba con un mérito suplementario: la palma del martirio.
Una tarde en que estaba castigado, mientras le pasaba por la ventana un pedazo de pan robado, le pregunté por qué a pesar de los castigos seguía mostrándose dócil pero inquebrantable y se negaba a aprender. Él, entonces, se sinceró conmigo:
—Somos siete en mi familia: mis padres y cinco hijos. Todos intelectuales salvo yo. Mi padre, abogado; mi madre, famosa concertista de piano que tocaba con las mejores orquestas; mis hermanos y hermanas licenciados a los veinte años. Grandes cerebros todos… ¡Y todos detenidos! ¡Obligados a amontonarse en un camión! No creían que eso pudiera ocurrirles a ellos; por eso no se habían escondido. ¡Unas personas tan inteligentes, tan respetables…! Lo que me salvó a mí fue que no me encontraba ni en la escuela ni en casa. Correteaba por las calles. O sea que escapé porque estaba haciendo novillos. Así que los estudios…
—¿Piensas que hago mal en estudiar mis lecciones?
—No, tú no, Joseph. Tú tienes los medios, y toda una vida por delante…
—Rudy…, ¡que tú no tienes más que dieciséis años…!
—Sí, pero ya es demasiado tarde…
Yo no quería decir nada más, pero me daba cuenta de que él también se sentía furioso con los suyos. Aunque hubieran desaparecido, aunque nunca nos respondieran, nuestros padres seguían desempeñando un importante papel en nuestra existencia en Villa Amarilla. ¡Yo los odiaba! Los odiaba por ser judío, por haberme hecho judío, por habernos expuesto al peligro. ¡Dos inconscientes! ¿Mi padre? Un don nadie. ¿Mi madre? Una víctima. Víctima por haberse casado con mi padre, por no haber sabido medir su profunda debilidad, víctima por no ser más que una mujer tierna y entregada a los suyos. Pero, si despreciaba a mi madre, no por ello dejaba de perdonarla, porque no podía evitar quererla. Con respecto a mi padre, en cambio, aún alentaba en mi interior un odio profundo. Me había forzado a ser su hijo, sin mostrarse capaz de asegurarme un futuro decente. ¿Por qué no era yo hijo del padre Pons?
Una tarde de noviembre de 1943, encaramados en las ramas de un viejo roble que dominaba la campiña que extendía sus campos bajo nuestros ojos, estábamos Rudy y yo ocupados en distinguir en la corteza los nidos en que hibernaban las ardillas. Nuestros pies tocaban casi el alto muro que rodeaba el parque, de tal manera que, si lo hubiéramos querido, habríamos podido escapar, saltar al sendero que bordeaba el recinto, y huir. Pero ¿para ir adonde? Nada podía equipararse con la seguridad que nos daba Villa Amarilla. Así que limitábamos nuestras aventuras a su recinto. Entonces, mientras Rudy se encaramaba aún más arriba y yo me sentaba a horcajadas en la primera bifurcación de una rama, creí distinguir desde allí a mi padre.
Un tractor bajaba por la carretera. Iba a pasar cerca de nosotros. Lo conducía un hombre que, aunque sin barba y vestido como un campesino, se parecía lo suficiente a mi padre para que lo reconociera. Y lo cierto es que lo reconocí.
Me quedé paralizado. Yo no deseaba aquel encuentro. «¡Con tal que no me vea!». Contuve la respiración. El tractor soltó un par de falsas explosiones bajo nuestro árbol y siguió su camino hacia el valle. «¡Uf…, no me ha visto!». Sin embargo, no estaba más que a diez metros y yo todavía podía llamarlo, correr a su encuentro…
Con la boca seca, conteniendo la respiración, aguardé a que el vehículo se volviera minúsculo e inaudible en la lejanía. Cuando estuve seguro de que había desaparecido, volví a la vida: respiraba con fuerza, guiñaba los ojos, me agitaba. Rudy se dio cuenta de mi turbación.
—¿Qué te ocurre?
—Me ha parecido ver en el tractor a alguien que conocía.
—¿A quién?
—A mi padre.
—¡Pobre Joseph…! ¡Eso no puede ser!
Sacudí la cabeza para vaciar mi cráneo de todos aquellos pensamientos necios.
—Evidentemente, es imposible…
Deseando que Rudy me compadeciera, puse cara de niño decepcionado. Aunque, en realidad, estaba encantado de haber podido evitar a mi padre. Por otra parte, ¿era él realmente? Rudy debía de estar en lo cierto. ¿Cómo íbamos a estar viviendo sin saberlo a unos pocos kilómetros los unos de los otros? ¡Era inverosímil! Al llegar la noche, yo ya estaba convencido de haberlo soñado. E hice desaparecer de mi memoria aquel episodio.
Varios años después descubrí que, en efecto, era mi padre quien había pasado rozándome. Mi padre, al que yo rechazaba; mi padre, al que yo prefería ausente o muerto… Ya puedo yo justificar aquella reacción monstruosa, aquel desprecio voluntario, alegando mi fragilidad y el pánico que sentía entonces: continúa siendo una acción cuya vergüenza seguiré sintiendo —intacta, cálida y ardiente— hasta el último instante de mi vida.
Cuando nos reuníamos en su sinagoga secreta, el padre Pons me daba noticias de la guerra.
—Desde que las tropas alemanas luchan en Rusia y los americanos han entrado en combate, pienso que Hitler va a perder. Pero ¿a qué precio? Aquí, los nazis están cada vez más nerviosos, persiguen a los resistentes con un furor insólito, con la energía de la desesperación. Tengo miedo por nosotros, Joseph, mucho miedo.
Olfateaba una amenaza en el aire, como el perro cuando huele al lobo.
—Vamos, padre… Todo irá bien. Sigamos trabajando.
Con el padre Pons, al igual que con Rudy, tendía a mostrarme protector. Los quería tanto a los dos que, para aliviar su inquietud, aparentaba un optimismo inquebrantable y tranquilizador.
—Explíqueme más claramente la diferencia entre judío y cristiano, padre.
—Los judíos y los cristianos creen en el mismo Dios, el que dictó a Moisés las Tablas de la Ley. Pero los judíos no reconocen en Jesús al Mesías anunciado, el enviado de Dios que esperaban; no ven en él más que a otro sabio judío. Te haces cristiano cuando piensas que Jesús es ciertamente el Hijo de Dios, que Dios se encarnó en Él, murió y resucitó.
—Entonces, para los cristianos eso ha ocurrido ya; y, para los judíos, aún está por suceder.
—Así es, Joseph. Los cristianos son los que recuerdan y los judíos los que aún siguen esperando.
—Entonces, ¿un cristiano es un judío que ha dejado de esperar?
—Sí. Y un judío es un cristiano de antes de Jesús.
Me divertía mucho pensar en mí como un «cristiano de antes de Jesús». Entre el catecismo católico y la iniciación clandestina a la Torah, la historia sagrada cautivaba más mi imaginación que los cuentos infantiles sacados de la biblioteca. Aquélla se revelaba más carnal, más íntima, más concreta. Después de todo, ¡trataba de mis antepasados, Moisés, Abraham, David, Juan Bautista o Jesús! Por mis venas corría sin duda la sangre de uno de ellos. Y sus vidas no eran anodinas, no más que la mía: habían sido vencidos, habían gritado, llorado, cantado, se habían arriesgado a perderse en cada instante. Lo que no me atrevía a contarle al padre Pons era que yo lo había incorporado a esa historia. Porque no lograba imaginarme a Poncio Pilato, el prefecto romano que se lavaba las manos, más que con los rasgos del propio padre: me parecía normal que el padre Pons estuviera allí, en los Evangelios, muy cerca de Jesús, entre los judíos y los futuros cristianos, como un intermediario desconcertado, un hombre honrado que no sabía elegir.
Notaba al padre Pons turbado por los estudios que se imponía en atención a mí. Como muchos católicos, antes conocía muy mal el Antiguo Testamento y se maravillaba al descubrirlo, así como al leer algunos comentarios rabínicos.
—Hay días, Joseph —me decía, con los ojos brillantes de excitación—, en que me pregunto si no sería mejor que me hiciera judío.
—No, padre, siga siendo cristiano. No se da usted cuenta de la suerte que tiene.
—La religión judía insiste en el respeto, la cristiana en el amor. Pues bien, me pregunto si no será el respeto algo más fundamental que el amor. Y más realizable, también… Amar a mi enemigo, como propone Jesús, y presentar la otra mejilla, me parece admirable, pero impracticable. Sobre todo en estos momentos. ¿Tú le ofrecerías la otra mejilla a Hitler?
—¡Jamás!
—¡Yo tampoco! Bien es verdad que no soy digno de Cristo. Toda mi vida no me bastará para imitarlo… Pero el amor, ¿puede ser un deber? ¿Puede uno mandar sobre su corazón? No lo creo. Según los grandes rabinos, el respeto es superior al amor. Es una obligación continuada. Eso sí me parece posible. Puedo respetar a los que no amo o a los que me resultan indiferentes. Pero ¿amarlos? Por otra parte, ¿tan necesario es que los ame, si los respeto? El amor es difícil; uno no puede controlarlo ni provocarlo, ni obligarlo a ser duradero. Mientras que el respeto…
Y se rascaba su liso cráneo.
—Me pregunto si nosotros, los cristianos, no somos solamente unos judíos sentimentales…
Así proseguía mi existencia, jalonada por los estudios, las reflexiones sublimes sobre la Biblia, el temor a los nazis, las acciones de los resistentes, cada vez más numerosos y audaces, los juegos con mis camaradas y mis paseos con Rudy. Si los bombardeos no respetaban Chemlay, los aviadores ingleses evitaban Villa Amarilla, sin duda porque estaba lejos de la estación… Y sobre todo porque el padre Pons había tomado la precaución de izar en el pararrayos una bandera de la Cruz Roja. Paradójicamente, a mí me encantaban aquellas alarmas. Jamás bajaba a los refugios con mis camaradas, sino que, en compañía de Rudy, asistía al espectáculo desde el tejado. Los bólidos de la Royal Air Forcé volaban tan bajo, que podíamos ver a los pilotos y hacerles señales de amistad.
En tiempos de guerra, el mayor de los peligros es la costumbre. Y, particularmente, la de acostumbrarse al peligro.
Y dado que en Chemlay decenas de individuos despreciaban al ocupante nazi en la clandestinidad, y a la larga acabaron subestimándolo, el anuncio del desembarco en Normandía nos costó muy caro.
Cuando se supo que las tropas americanas, numerosas y bien armadas, acababan de poner el pie en el continente, la noticia nos embriagó. Aunque teníamos que callar, la sonrisa afloraba en nuestros rostros. El propio padre Pons caminaba como si no pisara el suelo, como Jesús sobre las aguas, con la alegría irradiando de su frente.
Aquel domingo estábamos impacientes por ir a misa, impacientes por compartir lo que casi era una victoria con los habitantes del pueblo, intercambiando por lo menos con ellos miradas de complicidad. Todos los alumnos se agruparon en fila en el patio un cuarto de hora antes de la hora fijada.
Por el camino, los campesinos endomingados nos guiñaban el ojo. Una señora me tendió un caramelo, otra me puso una naranja entre los dedos. Y otra deslizó en mi bolsillo un trozo de pastel.
—¿Por qué siempre a Joseph? —gruñó uno de mis compañeros.
—Es natural, ¡es el más guapo de todos! —gritó Rudy de lejos.
En todo caso, el regalo venía bien: yo tenía el vientre perpetuamente vacío a fuerza de seguir creciendo.
Estaba esperando el momento en que pasaríamos por delante de la farmacia, pues sin duda la señorita Marcelle, que con el padre Pons había salvado y protegido a tantos niños, estaría radiante ese día. ¿Y si, de contenta, se decidiera a lanzarme caramelos?
Pero la persiana de hierro ocultaba el escaparate de la farmacia.
Nuestro grupo fue el primero en llegar a la plaza del pueblo, y allí todos nos detuvimos en seco, niños y aldeanos, delante de la iglesia.
Por las grandes puertas abiertas salía una música marcial proyectada por los tubos del órgano, que resoplaba a toda potencia. Reconocí, estupefacto, el estribillo: ¡La Brabanconne!
La multitud estaba estupefacta. Tocar La Brabanconne, nuestro himno nacional, en las mismas narices de los nazis, era el ultraje supremo. Equivalía a decirles: «Marchad, largaos, habéis perdido, ¡ya no pintáis nada aquí!».
¿Quién podía atreverse a tamaña insolencia?
Los primeros que la vieron murmuraron enseguida a los demás: ¡Condenación! La señorita Marcelle, con las manos en los teclados y los pies accionando los pedales, había entrado en una iglesia por primera vez en su vida para dar a entender a los nazis que iban a perder la guerra.
Eufóricos, entusiasmados, nos situamos alrededor de la iglesia como si asistiéramos a algún brillante y peligroso número circense. Condenación tocaba extraordinariamente bien, mucho mejor que el anémico organista que se encargaba de hacerlo durante los oficios. Bajo sus dedos, el instrumento sonaba como una bárbara fanfarria, roja y oro, con cobres deslumbrantes y tambores viriles. La catarata de sonidos que descargaba sobre nosotros toda su fuerza hacía que vibrara el suelo y temblaran los vidrios de las tiendas.
De repente, un chillido de neumáticos. Un coche negro frenó delante de la iglesia, y saltaron de él cuatro matones.
Los policías de la Gestapo prendieron a la señorita Marcelle, que dejó de tocar pero empezó a insultarlos a gritos:
—¡Estáis derrotados! ¡Acabados! ¡Podéis tomarla conmigo, pero eso no cambiará nada! ¡Miserables! ¡Maricones! ¡Impotentes!
Los nazis la metieron sin más en el vehículo, que arrancó.
El padre Pons, más lívido que nunca, se persignó. Yo tenía los puños crispados: habría querido correr tras el coche, darle alcance, emprenderla a golpes con aquellos cerdos. Agarré la mano del padre: la tenía helada.
—No dirá nada, padre. Nunca. Estoy seguro de que no dirá nada.
—Lo sé, Joseph, lo sé. Condenación es la más valiente de todos nosotros. Pero ¿qué le harán?
No tuvimos tiempo de aguardar la respuesta. Aquella misma noche, a las once, Villa Amarilla fue invadida por la Gestapo.
Aunque la torturaron, la señorita Marcelle no había dicho ni una palabra. Pero los nazis, al registrar su domicilio, habían descubierto los negativos de las fotos que figuraban en nuestros falsos documentos.
Estábamos desenmascarados. Ni siquiera hacía falta que nos bajáramos los pantalones. Los nazis no tenían más que mirar nuestros papeles para identificar a los impostores.
En cuestión de veinte minutos, todos los niños judíos de Villa Amarilla fueron reunidos en el mismo dormitorio.
Los nazis estaban exultantes. A nosotros nos abrumaba el terror. Yo sentía una angustia tal, que no era capaz de pensar. Obedecía dócilmente sin ni siquiera darme cuenta.
—¡Contra la pared, con las manos arriba! ¡Rápido!
Rudy se colocó a mi lado, pero aquello no me tranquilizó: tenía los ojos desorbitados por el pavor.
El padre Pons se lanzó a la batalla.
—Señores, ¡estoy escandalizado! ¡Ignoraba su identidad! No imaginaba siquiera que estos niños pudieran ser judíos. Me los habían traído como arios, auténticos arios. Me han engañado, se han burlado de mí, han abusado de mi buena fe.
Aunque yo no entendí de inmediato la actitud del padre, no pensé que tratara de proclamarse inocente para evitar ser detenido.
El jefe de la Gestapo le preguntó brutalmente:
—¿Quién le trajo a estos niños?
El padre Pons vaciló. Pasaron diez largos segundos.
—No le mentiré: todos los que se encuentran aquí fueron traídos por la señorita Marcelle, la farmacéutica.
—¿Y no le llamaba la atención?
—Siempre me ha confiado huérfanos. Desde hace quince años. Desde mucho antes de estallar la guerra. Es una buena persona. Estaba vinculada a un grupo de bienhechores que se ocupan de la infancia desvalida.
—¿Y quién pagaba su pensión?
El padre se puso lívido.
—Mensualmente llegaban sobres para cada niño, a su nombre. Puede verificarlo usted mismo a través de la contabilidad.
—¿De dónde procedían esos sobres?
—De benefactores… ¿De quién iba a ser? Está indicado en nuestros registros. Allí encontrará todas las referencias.
Los nazis le creían. A su jefe se le hacía la boca agua sólo ante la idea de poder meter mano en aquellos registros. De pronto, el padre atacó sin contemplaciones.
—¿Adónde los llevan?
—A Malinas.
—¿Y después?
—Eso no lo concierne.
—¿Será un viaje largo?
—Seguramente.
—Pues entonces permítame recoger sus cosas, llenar sus maletas, vestirlos, darles algo para comer durante el trayecto. Comprendan ustedes que no se puede tratar de esta forma a unos niños. Si me hubieran encomendado ustedes a sus hijos, ¿aceptarían que los dejara partir así?
El jefe, un hombre de manos regordetas, vacilaba. El padre se precipitó por aquella brecha:
—Ya sé que ustedes no les desean ningún mal. Así que voy a organizado todo; vengan ustedes a buscarlos al amanecer.
Atrapado en aquel chantaje afectivo, casi incómodo por la ingenuidad del cura, el jefe de la Gestapo tenía ganas de demostrarle que no era un mal bicho.
—A las siete en punto, mañana por la mañana, estarán limpios, vestidos, desayunados y formados en fila en el patio con sus equipajes —insistió suavemente el padre Pons—. No me hagan quedar mal. Me ocupo de ellos desde hace años… Cuando ponen a un niño a mi cargo, se puede confiar en mí.
El jefe de la Gestapo echó un vistazo a la treintena de niños judíos en pijama, recordó que no dispondría de un camión antes de la mañana, pensó en que tenía sueño…, se encogió de hombros y gruñó:
—De acuerdo, padre. Confío en usted.
—Puede hacerlo, hijo mío. Vayan en paz.
Los hombres de negro de la Gestapo abandonaron el internado.
En cuanto el padre se hubo asegurado de que ya estaban lejos, se volvió hacia nosotros.
—Niños… Nada de gritos, ni de pánico: id a buscar vuestras cosas en silencio y a vestiros. Luego, huiréis.
Un profundo suspiro de alivio nos recorrió a todos. El padre Pons llamó a los vigilantes de los otros dormitorios, cinco jóvenes seminaristas, y los encerró en la misma sala en que estábamos.
—Hijos míos, os necesito.
—Cuente con nosotros, padre.
—Quiero que mintáis.
—Pero…
—Tenéis que mentir. En nombre de Cristo. Mañana diréis a la Gestapo que unos resistentes enmascarados invadieron la Villa poco después de que se hubieran ido ellos. Afirmaréis que os dejaron inconscientes. Por lo demás, os descubrirán atados a estas camas para probar vuestra inocencia. ¿Aceptáis que sea yo quien os ate?
—Puede darnos también algunos golpes, padre…
—Gracias, hijos míos. En cuanto a los golpes, no lo veo mal…, a condición de que os los deis vosotros mismos.
—¿Y qué va a hacer usted?
—Yo no puedo quedarme con vosotros. Mañana, la Gestapo ya no me creerá. Necesitarán un culpable. Voy a escapar con los niños. Naturalmente, vosotros les revelaréis que fui yo quien avisé a la Resistencia, a mis cómplices.
En los minutos que siguieron tuvo lugar el espectáculo más increíble que yo haya podido ver: los jóvenes seminaristas se pusieron a golpearse con aplicación, seriedad, precisión; aquél en la nariz, aquel otro en la boca, el de más allá en los ojos…, y cada uno pedía a su camarada que repitiera el golpe si no le parecía lo suficientemente magullado. Después el padre Pons los ató muy fuerte a los pies de las camas y les embutió un trapo en la boca.
—¿Podéis respirar?
Los seminaristas asintieron con la cabeza. Algunos tenían la cara tumefacta, otros sangraban por la nariz y a todos se les saltaban las lágrimas.
—Gracias, hijos míos —dijo el padre Pons—. Y, para manteneros hasta la mañana, pensad en Nuestro Señor Jesucristo.
Dicho lo cual, comprobó que todos lleváramos un equipaje ligero y, en el mayor de los silencios, nos hizo bajar por la escalera y salir por la puerta de atrás.
—¿Adónde vamos? —murmuró Rudy.
Aunque yo fuera, sin duda, el único que tenía una idea al respecto, me la callé.
Cruzamos el parque hasta el claro. Una vez allí, el padre nos detuvo.
—Hijos, tanto peor si os parece que me he vuelto loco, pero ¡no iremos más lejos!
Y nos expuso su plan, que nos dedicamos a poner en práctica durante el resto de la noche.
La mitad de nosotros fue a descansar en la cripta de la capilla. La otra mitad —entre la que me contaba— consagró las horas siguientes a borrar los auténticos indicios y a crear otros falsos. La tierra, empapada por la lluvia reciente, se hundía bajo nuestros pies con un ruido de agua: nada era más sencillo que marcar huellas perfectas en el suelo.
Nuestro grupo atravesó, pues, el claro y salió del parque por la puerta pequeña. Después, pisando bien el humus removido con nuestros talones, rompiendo ramitas y perdiendo incluso intencionadamente algunos objetos, bajamos por entre los campos a la orilla del río. Y allí el padre nos guió hasta un embarcadero.
—Veréis… Pensarán que un barco nos estaba aguardando aquí… Y ahora rehagamos el trayecto, pero caminando hacia atrás, hijos míos, para hacer creer que éramos el doble y para evitar dejar huellas en el otro sentido.
El regreso fue lento y laborioso; no podíamos más; el esfuerzo se sumaba al temor y al cansancio. Una vez en el claro, nos quedó aún ejecutar lo más difícil: borrar las huellas de nuestros pasos hacia la capilla desafectada y golpear la tierra mojada con follaje.
Despuntaba el alba cuando nos reunimos con nuestros camaradas, dormidos en el fondo de la cripta. El padre Pons cerró cuidadosamente las puertas y la trampilla sobre nuestras cabezas, dejando encendida sólo una vela.
—Dormid, hijos míos. Mañana no habrá hora fija para levantaros.
No lejos de donde yo me había dejado caer, despejó un lugar entre montones de libros, que puso a su alrededor como si fueran una pared de ladrillos. Cuando vi que me miraba, le pregunté:
—¿Puedo ir a su cuarto, padre?
—Ven, pequeño Joseph.
Me deslicé hasta él y apoyé mi mejilla en su delgado hombro. Apenas me dio tiempo de adivinar su mirada enternecida cuando me dormí.
Por la mañana, la Gestapo invadió Villa Amarilla, cayó sobre los seminaristas atados, armó un gran escándalo, siguió nuestras pistas falsas hasta el río y nos buscó aún más lejos: no imaginó ni por un segundo que no habíamos huido.
No había ninguna posibilidad para el padre Pons de mostrarse en la superficie. Tampoco de que nosotros permaneciéramos en la sinagoga secreta acondicionada bajo la capilla. Aunque todavía seguíamos vivos, nuestra vida planteaba ahora multitud de problemas: hablar, comer, orinar, ir de vientre… Ni siquiera el sueño nos servía de refugio, pues dormíamos en el suelo y siguiendo cada uno ritmos diferentes.
—Ya ves, Joseph —me decía el padre Pons con humor—, el crucero en el arca de Noé no debió de ser muy divertido.
Muy pronto la red de resistentes vino a buscarnos y se nos llevó uno a uno para ocultarnos en otro lugar. Rudy partió entre los primeros, sin duda porque ocupaba demasiado espacio. El padre Pons no me señalaba nunca a los compañeros que se nos llevaban. ¿Lo hacía intencionadamente? Yo me atrevía a pensar que deseaba tenerme con él el mayor tiempo posible.
—¿Podría ser que los aliados ganaran la guerra antes de lo previsto? ¿Nos liberarán pronto? —me decía guiñándome el ojo.
Aprovechó aquellas semanas para mejorar conmigo su conocimiento de la religión judía.
—Vuestras vidas no son sólo vuestras vidas: son portadoras de un mensaje. Me niego a dejar que os exterminen, así que trabajemos.
Un día, cuando ya no éramos más que cinco en la cripta, le señalé al padre a mis tres camaradas dormidos.
—¿Sabe, padre? No me gustaría morir con ellos.
—¿Por qué?
—Porque, aunque estemos conviviendo, no son mis amigos. ¿Qué comparto con ellos? Sólo el hecho de ser una víctima.
—¿Por qué me dices eso, Joseph?
—Porque preferiría morir con usted.
Apoyé mi cabeza en sus rodillas y le confié los pensamientos que me agitaban.
—Preferiría morir con usted porque es a usted al que prefiero. Preferiría morir con usted porque no quiero verle llorar y todavía menos que usted llore por mí. Preferiría morir con usted porque así sería usted la última persona que vería en el mundo. Preferiría morir con usted porque el cielo, sin usted, no me va a gustar, e incluso hará que me sienta angustiado.
Justo en aquel momento sonaron unos gritos en la puerta de la capilla.
—¡Bruselas ha sido liberada! ¡Hemos vencido! ¡Los ingleses han liberado Bruselas!
El padre se puso en pie de un salto y me tomó en sus brazos.
—¡Libres! ¿Lo oyes, Joseph? ¡Somos libres! ¡Los alemanes se marchan!
Los otros niños se despertaron.
Los de la Resistencia nos sacaron de la cripta y nos pusimos a correr, a saltar y a reír por las calles de Chemlay. De las casas salían gritos de alegría, los fusiles disparaban al cielo, se desplegaban banderas fuera de las ventanas, se improvisaban bailes, salían a la luz botellas de alcohol escondidas durante cinco años.
Hasta la noche no me moví de los brazos del padre. Al comentar los acontecimientos con cada aldeano, se le escapaban lágrimas de alegría, que yo le enjugaba con mis manos. Puesto que era un día de regocijo, yo tenía derecho a tener nueve años y mantenerme como un niño sobre los hombros del hombre que me había salvado; tenía el derecho de besar sus mejillas rosadas y con sabor a sal, el derecho de reír a carcajadas sin ningún motivo. Y así, radiante, no me bajé de él hasta la noche. Y, aunque ya pesara lo mío, él en ningún momento se quejó.
—¡La guerra acabará pronto!
—Los americanos se dirigen a Lieja.
—¡Vivan los americanos!
—¡Vivan los ingleses!
—¡Vivan los nuestros!
—¡Hurra!
Desde aquel 4 de septiembre de 1944, siempre he creído que Bruselas había sido liberada porque yo, de pronto y sin rodeos, le había declarado mi amor al padre Pons. Eso me ha marcado para siempre. Desde entonces he esperado que explotaran petardos y se desplegaran banderas cada vez que confesaba mis sentimientos a una mujer.