Nunca nos dijimos adiós. ¿Se debió quizá al confuso encadenamiento de las circunstancias? ¿O tal vez fue algo deliberado por su parte? Sin duda no querían vivir esa escena, y todavía menos hacérmela vivir a mí… El hilo se rompió sin que yo fuera consciente de la ruptura: se ausentaron los dos al día siguiente, poco después del mediodía, y ya no volvieron.

Cada vez que yo preguntaba al conde o a la menuda condesa dónde se hallaban mis padres, la respuesta era invariablemente la misma: «En el refugio».

Y yo me contentaba con ella, porque mi energía estaba ocupada por completo en el descubrimiento de mi nueva vida: mi vida de noble.

Cuando no estaba solo explorando los rincones de la habitación, cuando no asistía a la danza de las doncellas ocupadas en sacar brillo a la plata, en sacudir las alfombras o ahuecar cojines, me pasaba horas en el salón con la condesa, que perfeccionaba mi francés y me prohibía emplear la más mínima expresión en yiddish. Mi docilidad era tanto mayor cuanto que me atiborraba de golosinas y de valses al piano. Y, sobre todo, porque estaba convencido de que la adquisición definitiva de mi condición de noble requería el dominio de esa lengua, aburrida y de difícil pronunciación, mucho menos pintoresca y divertida que la mía, pero dulce, mesurada, distinguida.

Delante de las visitas, tenía que dirigirme al conde y a la condesa como «tío» y «tía», pues me hacían pasar por uno de sus sobrinos holandeses.

Había llegado ya a creer que aquello era cierto cuando una mañana la policía rodeó la casa.

—¡Policía! ¡Abran! ¡Policía!

Dos hombres llamaban violentamente a la puerta, como si la campanilla no les bastara.

—¡Policía! ¡Abran a la policía!

Con su bata de seda, la condesa irrumpió en mi cuarto, me tomó entre sus brazos y me llevó a su cama.

—No temas, Joseph. Y responde siempre en francés, como yo.

Mientras los policías subían por la escalera, se puso a leer tranquilamente, apoyados los dos en las almohadas, como si no ocurriera nada de particular.

En cuanto entraron, nos lanzaron una mirada furibunda.

—¡Esconden ustedes a una familia judía!

—Registren todo lo que quieran —replicó ella con altivez—, peguen los oídos a las paredes, descerrajen los baúles, deshagan las camas…; de todas formas, no encontrarán nada. Pero, en cambio, puedo garantizarles que a partir de mañana oirán hablar de mí.

—Ha habido una denuncia, señora.

Sin mostrar desconcierto, la condesa se indignó de que pudiera darse crédito a un cualquiera, previno de que la cosa no pararía allí, sino que llegaría hasta el propio palacio real, por su amistad con la reina Isabel, y anunció finalmente a los funcionarios que ya podían dar por seguro que aquella falta de criterio iba a costarles su carrera.

—¡Y ahora registren todo! ¡Registren deprisa!

Ante tanta seguridad e indignación, el jefe de los policías esbozó casi una retirada.

—¿Puedo preguntarle quién es este niño, señora?

—Mi sobrino. El hijo del general Von Grebels. ¿Necesita que le muestre mi árbol genealógico? ¡Está usted suicidándose, joven…!

Tras un registro infructuoso, los policías se marcharon balbuceando excusas, chapuceros, avergonzados.

La condesa saltó de la cama. Vencida por los nervios, se echó a llorar y a reír al mismo tiempo.

—Has descubierto uno de mis secretos, Joseph, una de mis artes de mujer.

—¿Cuál?

—Acusar en lugar de justificarte. Atacar cuando uno sospecha de ti. Morder en vez de intentar defenderte.

—¿Y eso está reservado a las mujeres?

—No. Tú también puedes utilizarlo.

Al día siguiente por la mañana, los Sully me anunciaron que no podría quedarme en su casa, porque su mentira no resistiría una investigación.

—El padre Pons vendrá a ocuparse de ti. No puedes estar en mejores manos. Tendrás que dirigirte a él llamándolo «padre».

—Muy bien, tío.

—Pero no lo llamarás «padre» para dar a entender que es tu papá, como me llamas a mí «tío». Al padre Pons todo el mundo lo llama «padre».

—¿Vosotros también?

—También nosotros. Es un sacerdote. Nosotros lo llamamos «padre» cuando nos dirigimos a él. También lo hacen los policías. Y los soldados alemanes. Todo el mundo. Incluso los que no son creyentes.

—¿Incluso los que no creen que es su padre?

—Incluso los que no creen en Dios.

Me impresionaba mucho estar a punto de conocer a alguien que era el «padre» del mundo entero, o que pasaba por serlo.

—¿El padre Pons tiene algo que ver con la piedra pómez[1]? —pregunté.

Yo pensaba en aquella piedra suave y liviana que, desde hacía unos días, la condesa me traía al baño para que me frotara con ella los pies y quitar así las pieles muertas y callosas. Aquel objeto, en forma de ratón, me fascinaba por su facultad de flotar —algo que uno no espera de una piedra— y de cambiar de color una vez mojada, pues pasaba del blanco agrisado al negro antracita. Los Sully soltaron una carcajada.

—No veo por qué os burláis —dije yo, molesto—. Podría muy bien ser el descubridor…, o el inventor…, de la piedra pómez. Después de todo, alguien ha tenido que hacerlo.

Los Sully dejaron de burlarse y movieron la cabeza.

—Tienes razón, Joseph: podría ser él. Sin embargo, no tiene ninguna relación con la piedra.

No importa. Cuando llamó a la puerta y a continuación entró en la residencia de los Sully, adiviné inmediatamente que se trataba de él.

Era un hombre alto y enjuto, que daba la impresión de estar formado por dos partes sin relación entre ellas: la cabeza y el resto. Su cuerpo parecía inmaterial: una tela carente de relieve, un traje talar negro tan plano como si estuviera colgado de una percha, del que sobresalían dos botines brillantes que no parecían hallarse ceñidos a ningún tobillo. En cambio, la cabeza destacaba sonrosada, carnosa, viva, fresca, inocente…, como la de un bebé recién salido del baño. A uno le daban ganas de besarla, de tomarla entre sus manos.

—Buenos días, padre —le dijo el conde—. Éste es Joseph.

Lo observé intentando entender por qué su rostro no sólo no me sorprendía apenas, sino que también parecía confirmarme algo. ¿Confirmarme qué? Por detrás de los finos círculos de las gafas, sus ojos negros me miraban con afecto.

De pronto se hizo la luz.

—¡Usted no tiene pelo! —exclamé.

Él sonrió, y en aquel instante comencé a quererlo.

—He perdido mucho. Y el poco que me queda, me lo afeito.

—¿Por qué?

—Para no perder el tiempo peinándome.

Me partía de risa. ¿Así que tampoco él sabía la razón de su calvicie? Aquello tenía mucha gracia… Los Sully me miraban con cara de extrañeza. ¿Tampoco lo entendían ellos? ¿Se lo diría? ¡Pero si era evidente! El padre Pons tenía el cráneo tan liso como un guijarro porque debía parecerse a su nombre: ¡Piedra Pómez!

Ante su persistente asombro, sentí que había que callarse. Resignarme a pasar por un tonto…

—¿Sabes montar en bici, Joseph?

—No.

No me atrevía a confesar la razón de esta impericia mía: desde que comenzó la guerra, mis padres, prudentes, no permitían que me entretuviera en la calle. En cuestiones de juego, pues, iba muy atrasado en relación con los chicos de mi edad.

—Entonces, yo te enseñaré —dijo el padre—. Ahora trata de mantenerte detrás de mí. Sujétate bien.

En el patio de la casa, tratando de merecer la fama de valentía de los Sully, necesité varios intentos para conseguir sostenerme en el portaequipajes.

—Probemos ahora en la calle.

Cuando lo logré, el conde y la condesa se acercaron. Los dos se apresuraron a besarme.

—Hasta pronto, Joseph. Iremos a hacerte una visita. Tenga cuidado con el Gordo Jacques, padre.

Apenas había tenido tiempo de comprender que se trataba de una despedida, cuando el padre y yo rodábamos ya por las calles de Bruselas. Con la atención centrada en mantener el equilibrio, no pude abandonarme a mi pena.

Bajo una lluvia fina que transformaba el asfalto en un espejo aceitoso, avanzábamos rápidamente, agitados, vacilando sobre algunos centímetros de tubulares.

—Si nos encontramos con el Gordo Jacques, apóyate en mí y charlemos como si nos conociéramos de toda la vida.

—¿Quién es el Gordo Jacques, padre?

—Un judío traidor que circula en un coche de la Gestapo. Señala a los nazis a los judíos que reconoce, para que los detengan.

Precisamente, yo acababa de percatarme de que un vehículo negro y lento venía siguiéndonos. Eché un vistazo por encima del hombro y vi detrás del parabrisas, entre unos hombres con capotes oscuros, un rostro pálido y sudoroso que escrutaba rápidamente con ojos huidizos los callejones de la avenida Louise.

—¡El Gordo Jacques, padre!

—Rápido, ¡cuéntame cualquier cosa! ¡Seguro que sabes cosas muy divertidas, Joseph!

Sin tratar de elegir las mejores, me puse a soltar todo mi arsenal de ocurrencias. Jamás hubiera pensado que divertirían tanto al padre Pons, que las reía a carcajada limpia. De pronto, movido por aquel éxito, me puse a reír yo también y, cuando el coche llegó a nuestra altura, me sentía ya demasiado eufórico por mi éxito como para prestarle atención.

El Gordo Jacques nos observó con cara de pocos amigos, mientras se enjugaba las fofas mejillas con un pañuelito blanco doblado, y, luego, mortificado por nuestra alegría, hizo señas al chófer para que acelerara.

Poco después, el padre Pons tomó por una calle lateral, y el automóvil desapareció de nuestra vista. Yo quería continuar con mi carrera de cómico, hasta que el padre Pons exclamó:

—Te lo suplico, Joseph, para ya. Me haces reír tanto que ni siquiera puedo pedalear.

—¡Qué pena! Se quedará usted sin saber la historia de los tres rabinos que probaban una moto.

A la caída de la noche, todavía seguíamos rodando. Habíamos dejado la ciudad hacía rato y ahora atravesábamos el campo, donde los árboles se transformaban en siluetas negras.

El padre Pons no jadeaba, pero apenas hablaba y se contentaba con preguntar de cuando en cuando: «¿Qué tal?», «¿Vas bien?», «¿No te cansas, Joseph?». Sin embargo, a medida que avanzábamos, yo tenía la sensación de que nos familiarizábamos más el uno con el otro, sin duda porque mis brazos rodeaban su cintura, mi cabeza reposaba en su espalda y yo sentía que, a través de la gruesa tela, el calor de aquel cuerpo enteco me penetraba suavemente. Al fin, un letrero indicó Chemlay, el pueblo del padre Pons, y éste frenó. La bici rechinó y yo caí en la cuneta.

—¡Bravo, Joseph, has pedaleado muy bien! ¡Treinta y cinco kilómetros! ¡Para ser la primera vez, es una marca notable!

Me levanté sin atreverme a desengañar al padre Pons. Porque, de hecho, para mi vergüenza, yo no había pedaleado durante el viaje: había dejado que mis piernas se movieran en el vacío.

¿Tendría otros pedales la bicicleta, cuya existencia yo ni siquiera hubiera notado?

El padre Pons dejó la bici sin darme tiempo para verificarlo y me agarró por la mano. Atajamos por los campos hasta llegar a la primera casa en la linde de Chemlay: una construcción baja y maciza. Allí me indicó que guardara silencio, evitó la entrada principal y llamó a la puerta de la bodega.

Apareció una figura.

—Entren. Dense prisa.

La señorita Marcelle, la farmacéutica, se apresuró a cerrar la puerta y nos hizo bajar los pocos escalones que conducían a su bodega, iluminada por una avara lamparilla de aceite.

La señorita Marcelle asustaba a los niños y, cuando se inclinó hacia mí, no dejó de causar su efecto habitual: por poco grito de repulsión. ¿Era la penumbra? ¿La iluminación desde abajo? Lo cierto es que la señorita Marcelle parecía ser cualquier cosa menos una mujer; por ejemplo, una patata sobre un cuerpo de pájaro. Su rostro de facciones confusas, mal formadas, con los párpados arrugados, la tez oscura, irregular, apagada y rugosa, recordaba un viejo tubérculo partido por la binadera de un campesino: un golpe con la azada había trazado en él una boca delgada y dos pequeñas excrecencias sugerían los ojos; unos pocos cabellos dispersos, blancos en la raíz y rojizos en las puntas, parecían indicar un eventual rebrote para la primavera. Plantada sobre sus flacas piernas, doblado el cuerpo hacia delante y el tronco pegado por completo al vientre como un petirrojo panzudo, abombada desde el cuello hasta las ingles, con las manos en jarras y los codos echados hacia atrás en posición de levantar el vuelo, me observaba antes de empezar a picotearme.

—Judío, ¿no es así? —preguntó.

—Sí —dijo el padre Pons.

—¿Cómo te llamas?

—Joseph.

—Eso está bien. No hará falta cambiar el nombre. Sirve tanto para un judío como para un cristiano. ¿Y tus padres?

—Mamá: Lea. Papá: Michael.

—Lo que pregunto es tu apellido.

—Bernstein.

—¡Oh, menuda catástrofe! Bernstein… Te llamaremos Bertin. Voy a hacerte unos papeles a nombre de Joseph Bertin. Por aquí, sígueme para la fotografía.

En un rincón de la estancia me esperaba un taburete, colocado ante un decorado pintado que representaba un cielo por encima de un bosque.

El padre Pons me peinó, alisó mis ropas y me pidió que mirara al aparato: una voluminosa caja de madera con fuelles sobre un trípode casi de la estatura de un hombre.

En el mismo instante, un relámpago recorrió la estancia, tan vivo y tan desconcertante que creí haber soñado.

Cuando aún estaba restregándome los ojos, la señorita Marcelle introdujo otra placa en el acordeón, y el mismo fenómeno luminoso volvió a reproducirse.

—¡Otro más! —reclamé.

—No, bastarán dos. Las revelaré esta noche. Espero que no tengas piojos, ¿eh? Pero, por si acaso, te pondremos esta loción. ¿Y sarna? De todas maneras, te pasaré un cepillo con azufre. ¿Alguna otra cosa? Veamos, señor Pons…, dentro de unos días se lo devuelvo. ¿Le va bien?

—Me va bien.

A mí no me iba bien en absoluto: la idea de quedarme solo con ella me aterrorizaba. Pero, como no me atrevía a decirlo, pregunté a mi vez:

—¿Por qué lo llamas señor Pons? Has de llamarlo «padre».

—Lo llamo como me da la gana. El señor Pons sabe muy bien que detesto a los curas, que me caen gordos desde que nací y que vomito la hostia. Soy farmacéutica, ¡la primera mujer farmacéutica de Bélgica! ¡La primera licenciada en farmacia! Tengo estudios, conozco la ciencia. Así que eso de «padre»…, ¡que vayan a contárselo a otros! Por lo demás, el señor Pons no me lo reprocha.

—No —dijo el padre—, sé que es usted una buena persona.

Ella se puso a rezongar como si aquello de «buena» le oliera demasiado a sacristía.

—No soy buena: soy justa. No me caen bien los curas, no me caen bien los judíos, no me caen bien los alemanes, pero no soporto que se ataque a unos niños.

—Ya sé que usted quiere a los niños.

—No, tampoco me caen bien los niños. Pero, en cualquier caso, son seres humanos.

—Entonces… ¡eso significa que usted ama a la humanidad!

—¡Ah, señor Pons! ¡Deje ya de empeñarse en que siento amor por algo! Realmente, habla usted como un cura. Pero yo no amo nada ni a nadie. Mi oficio es el de farmacéutica: de ayudar a las personas a seguir vivas. Hago mi trabajo, eso es todo. Ande, lárguese, déjeme espacio libre. Me encargaré de devolverle a este chico en buen estado, cuidado, limpio y con unos papeles que servirán para que lo dejen en paz, ¡condenación!

Giró sobre sus talones para huir de la discusión. El padre Pons se inclinó hacia mí y me confió, sonriendo:

—«Condenación» es como la apodan en el pueblo. Dice aún más tacos que su padre, que era coronel.

Condenación me trajo comida, me arregló una cama y me ordenó, con voz que no admitía réplica, que descansara. Al dormirme esa noche, no pude evitar sentir cierta admiración por una mujer que decía «¡condenación!» con tanta naturalidad.

Pasé varios días con la intimidante señorita Marcelle. Todas las noches, delante de mí, tras una jornada en su oficina, situada encima de la bodega, se ocupaba sin la menor vergüenza en prepararme unos papeles falsos.

—¿Te importa que te ponga seis años en lugar de siete?

—Pronto tendré ocho —protesté.

—Entonces, ahora tienes seis. Es más prudente. No se sabe cuánto tiempo durará esta guerra. Cuanto más tardes en hacerte adulto, mejor te irá.

Cuando la señorita Marcelle planteaba una pregunta, era inútil responderle, pues sólo se la hacía a sí misma y no esperaba más respuesta que la suya.

—Dirás también que tus padres han fallecido.

De muerte natural. Veamos, ¿qué enfermedad habría podido llevárselos?

—¿Dolor de barriga?

—¡La gripe! Una variedad fulminante de gripe. Veamos, cuéntame tu historia.

Cuando se trataba de repetir lo que había inventado ella misma, la señorita Marcelle se transformaba de pronto en una atenta oyente.

—Me llamo Joseph Bertin, tengo seis años, nací en Amberes y mis padres han muerto de gripe el invierno pasado.

—Está bien. Anda, toma un caramelo de menta.

Cuando la había complacido, tenía gestos de domador: me lanzaba un caramelo, que debía atrapar al vuelo.

Todos los días venía a vernos el padre Pons, que no disimulaba las dificultades que tenía para encontrarme un hogar de acogida.

—En las granjas de los alrededores, todas las personas «seguras» han acogido ya a uno o dos niños. Además, los posibles candidatos tienen dudas: se enternecerían más por un bebé. Joseph ya es mayor, tiene siete años.

—Tengo seis, padre —exclamé.

Para felicitarme por mi intervención, la señorita Marcelle me metió un caramelo en la boca y después vociferó dirigiéndose al cura:

—Si usted lo desea, señor Pons, yo podría amenazar a los reticentes.

—¿Cómo?

—¡Condenación! Negándoles medicinas si no aceptan a sus refugiados. ¡Que se mueran como perros!

—No, señorita Marcelle… Es preciso que las personas acepten voluntariamente asumir ese riesgo. Pueden caer en prisión por complicidad…

La señorita Marcelle se volvió hacia mí.

—¿Te gustaría vivir como interno en el colegio del padre Pons?

Como sabía que era inútil responder, no dije nada y dejé que ella prosiguiera.

—Llévelo con usted a Villa Amarilla, señor Pons. Es el primer lugar que irán a registrar buscando niños escondidos. Pero ¡condenación!, con los papeles que le he hecho…

—¿Cómo lo mantendré? No puedo pedir ni un solo sello más de racionamiento suplementario a las autoridades. Y, como usted sabe, los niños de Villa Amarilla están mal alimentados.

—Bah, ¡eso no es un problema! El burgomaestre viene esta noche a que le ponga su inyección. Yo me encargo de eso.

A la noche, después de haber bajado la persiana de hierro de su farmacia, provocando el mismo estrépito que si volara un tanque, la señorita Marcelle bajó a buscarme a la bodega.

—Joseph, quizá te necesitaré. ¿Quieres subir y esconderte sin rechistar en el armario de los abrigos?

Viendo que yo no respondía, se picó.

—¡Te he hecho una pregunta! ¡Condenación!, ¿te has vuelto tonto o qué?

—Sí que quiero.

Cuando sonó la campanilla, me escondí entre las ropas colgadas impregnadas de naftalina, mientras la señorita Marcelle hacía pasar al burgomaestre a la parte trasera de la tienda. Lo libró de su gabardina, que apretó luego contra mi nariz.

—Tengo cada vez más problemas para conseguir insulina, señor Van der Mersch…

—¡Ah, son tiempos duros…!

—La verdad es que no sé cómo voy a poder administrarle su inyección la semana que viene. ¡Penuria! ¡Interrupción! ¡Punto final!

—¡Dios mío…! Entonces…, mi diabetes…

—No hay forma, señor burgomaestre. A menos que…

—¿A menos que qué, señorita Marcelle? Dígame. Estoy dispuesto a todo.

—A menos que me dé usted algunos sellos de racionamiento de alimentos. Yo podría cambiarlos por su medicina.

El burgomaestre respondió con una voz dominada por el pánico:

—Eso es imposible…, me vigilan…, la población del pueblo ha aumentado mucho en estas últimas semanas…, y usted sabe por qué… No puedo pedir más sin atraer la atención de la Gestapo sobre nosotros…, y eso… eso recaería sobre nuestras cabezas… ¡Sobre las cabezas de todos!

—Sujete este algodón y apriételo fuerte. ¡Todo lo que pueda!

Mientras importunaba así al burgomaestre, se acercó a mí y me soltó, entreabriendo los dos batientes del armario con voz rápida y baja:

—Regístrale la gabardina y quítale las llaves; el llavero de hierro, no el que está forrado de cuero.

Creí haberla entendido mal. ¿Se dio cuenta ella? El caso es que añadió entre dientes:

—Y espabílate, ¡condenación!

Regresó para terminar el vendaje del burgomaestre, mientras yo, a tientas, lo aligeraba de su llavero.

Después de haberse ido su visitante, me sacó del armario, me envió a la bodega y se perdió en la noche.

Al día siguiente por la mañana, muy temprano, el padre Pons vino a avisarnos.

—¡Zafarrancho de combate, señorita Marcelle! ¡Han robado los sellos de racionamiento en la alcaldía!

Ella se frotó las manos.

—¿Ah, sí? ¿Cómo ha ocurrido?

—Los ladrones han descerrajado los postigos y roto una ventana.

—Ah, ¡vaya! ¿O sea que el burgomaestre ha reventado su alcaldía?

—¿Qué quiere usted decir? ¿Qué es él quien ha robado…?

—No. Lo he hecho yo. Con sus llaves. Pero, cuando las he dejado en su buzón esta mañana, estaba segura de que simularía un robo para que no sospecharan de él. Vamos, señor Pons, tenga usted las hojas de sellos. Este montón es para usted.

Aunque brusca e incapaz de sonreír, en los ojos de la señorita Marcelle brillaba una chispa de gozo.

Me dio un empujón en los hombros.

—¡Vamos! ¡Ahora ya puedes irte con el padre!

El tiempo justo para prepararme un hatillo, para reunir mi documentación falsa, para repetir la historia de mi falsa vida…, y llegar al colegio a la hora del almuerzo de los alumnos.

Villa Amarilla estaba encaramada, como un gigantesco gato hecho un ovillo, en lo alto de la colina. Las patas de piedra de la escalinata conducían a la boca, un vestíbulo pintado antaño de color rosa, donde unos canapés esquilmados sacaban una lengua de dudoso color. En el primer piso, dos grandes ventanales acristalados en forma de párpados ovalados dominaban el edificio y observaban cuanto ocurría en el patio, entre la verja y los plátanos. En el tejado, dos balcones abuhardillados, erizados de hierro forjado, sugerían la imagen de unas orejas, mientras el edificio del refectorio aparecía como redondeado por la cola y apoyado sobre el costado izquierdo.

La casa ya no tenía de «amarilla» nada más que el nombre. Un siglo de mugre, de lluvia, de desgaste y de pelotas chutadas por los niños contra el enlucido habían deteriorado y después marcado el revestimiento, que ahora tendía a un marrón descolorido.

—¡Bienvenido a Villa Amarilla, Joseph! —me dijo el padre Pons—. En el futuro, ésta será tu escuela y tu hogar. Hay tres clases de alumnos: los externos, que se van a almorzar a sus casas; los mediopensionistas, que se quedan a comer a mediodía, y los internos, que se alojan aquí. Tú serás interno: ahora te mostraré tu cama y tu taquilla en el dormitorio.

Pensé en aquellas diferencias inéditas: externos, mediopensionistas, internos… Me gustaba pensar que no se tratara solamente de un orden, sino también de una jerarquía: del simple escolar al estudiante completo, pasando por el alumno mediano. Accedía, pues, de golpe, a la clase superior. Frustrado en punto a nobleza los días precedentes, ahora me contentaba con verme conferida esta distinción suplementaria.

En el dormitorio, me entusiasmó conocer mi taquilla —jamás había tenido ningún armario propio— y, al contemplar sus estantes vacíos, soñé con los numerosos tesoros que guardaría en ellos, sin ser demasiado consciente de que, por el momento, no tenía otra cosa para poner allí que dos billetes de tranvía usados.

—Ahora te presentaré a tu padrino. Todos los internos de Villa Amarilla cuentan con la protección de un alumno mayor. ¡Rudy!

El padre Pons gritó varias veces «Rudy», sin éxito. Los vigilantes repitieron el nombre como un eco. Luego lo hicieron los demás alumnos. Finalmente, después de un rato que me pareció insoportable y que puso patas arriba toda la escuela, se presentó el tal Rudy.

Al proponerme como padrino a un alumno «mayor», el padre Pons no había mentido: Rudy era mayor, alto, interminable. Su estatura era tal que parecía suspendido de un hilo por detrás de los hombros encorvados, mientras los brazos y piernas pendían en el vacío, sin fuerza, desarticulados, y la cabeza subía y bajaba hacia delante, pesada por la presencia en ella de unos cabellos demasiado morenos, demasiado prietos, demasiado hirsutos, como asombrados de encontrarse allí. Avanzaba lentamente para hacerse perdonar por su gigantismo, como un dinosaurio indolente que dijera: «No me tengáis miedo; soy amable, sólo como hierba».

—¿Me llamaba, padre? —preguntó con voz grave pero sin fuerza.

—Sí, Rudy. Quiero presentarte a Joseph, tu ahijado.

—Ah, no, padre… No es una buena idea.

—No discutas.

—Este chico parece un buen muchacho… No se merece eso.

—Sólo te estoy encargando que recorras la escuela con él y le enseñes el reglamento.

—¿Yo?

—A fuerza de castigos, creo que lo conoces mejor que ninguno. Cuando den la segunda campanada, llevarás a tu ahijado a la clase de los pequeños.

El padre Pons se eclipsó. Rudy me miró como un montón de leños que debiera transportar a su espalda y dejó escapar un suspiro.

—¿Cómo te llamas?

—Joseph Bertin. Tengo seis años. Nací en Amberes y mis padres murieron por la gripe española.

Levantó los ojos al cielo.

—No recites tu lección. Si quieres que te crean, aguarda a que te hagan las preguntas.

Mortificado por haberme mostrado tan torpe, apliqué el consejo de la condesa de Sully y ataqué por la directa a mi vez:

—¿Por qué no quieres ser mi padrino?

—Porque tengo la negra. Si hay una piedra en las lentejas, es para mí. Si se va a romper una silla, se rompe bajo mis posaderas. Si cae un avión, me cae encima. Tengo mala suerte, y la contagio. El día que nací, mi padre perdió su empleo y mi madre comenzó a llorar. Si me confías una planta, se muere. Si me prestas una bici, se rompe también. Mis dedos son como los de la muerte. Cuando las estrellas me miran, se echan a temblar. Y en cuanto a la luna, escapa corriendo de miedo. Soy una calamidad universal, un error, una catástrofe, la mala suerte andante, un verdadero schlemazel[2].

Cuanto más encadenaba sus quejas con una voz que iba del grave al agudo bajo el peso de la emoción, más me retorcía yo de risa. Acabé preguntándole:

—¿Hay judíos aquí?

Él se puso rígido.

—¿Judíos? ¿En Villa Amarilla? ¡Ninguno! ¡Jamás! ¿Por qué me haces esa pregunta?

Me agarró por los hombros mirándome fijamente a la cara.

—¿Eres tú judío, Joseph?

Me escrutaba con dureza. Yo sabía que estaba poniendo a prueba mi sangre fría. Pero, por debajo de su mirada severa, había una súplica: «Miente bien, por favor. Cuéntame una buena mentira».

—No, no soy judío.

Me soltó, aflojando su presa, más tranquilo. Yo continué:

—De hecho, ni siquiera sé cómo son…, los judíos.

—Ni yo.

—¿A qué se parecen, Rudy?

—Nariz ganchuda, ojos saltones, el labio inferior caído, las orejas despegadas…

—Se dice incluso que tienen pezuñas en lugar de pies y un rabo entre las nalgas.

—Habría que verlo —dijo Rudy, con aire serio—. Pero, en fin, en este momento un judío es, sobre todo, alguien al que se persigue y detiene. Me alegra mucho que tú no lo seas, Joseph.

—Y tú… Me alegra mucho que tú tampoco lo seas, Rudy. Pero, aun así, pienso que deberías evitar hablar yiddish y emplear palabras como schlemazel en lugar de «desgraciado».

Se sobresaltó. Yo sonreí. Cada uno había penetrado en el secreto del otro, así que en adelante podíamos ser cómplices. Para sellar nuestro acuerdo, me obligó a realizar un rito complicado con los dedos, las palmas y los codos, y a escupir luego al suelo.

—Ven a visitar Villa Amarilla.

Y, con un gesto natural, agarró mi pequeña mano con su enorme manaza caliente y, como si fuéramos hermanos de toda la vida, me llevó a descubrir el universo en el que yo iba a pasar los próximos años.

—Aun así —murmuró entre dientes—, ¿no crees que tengo cara de víctima?

—Si aprendieras a utilizar el peine, eso lo cambiaría todo.

—¿Y mi aspecto desgarbado? ¿Te has fijado en mi aspecto? Tengo los pies grandes como barcazas y dos palas en lugar de manos.

—Eso es porque han crecido antes que el resto de tu cuerpo, Rudy.

—Prolifero, más que crezco. No es ninguna ganga transformarte en blanco de todas las miradas.

—Una buena estatura inspira confianza.

—¿Tú crees?

—Y atrae a las chicas…

—Bueno… ¡Reconocerás que hay que ser un rematado schlemazel para tratarse a uno mismo de eso!

—No es suerte lo que te falta, Rudy, es cerebro. Así empezó nuestra amistad: inmediatamente tomé bajo mi protección a mi padrino.

El primer domingo, el padre Pons me llamó a las nueve a su despacho.

—Me sabe muy mal, Joseph, pero querría que fueras a misa con los otros niños del internado.

—De acuerdo. Pero ¿por qué le sabe mal?

—¿No te resulta violento? Vas a ir a una iglesia, no a una sinagoga.

Le expliqué que mis padres no frecuentaban la sinagoga y que yo sospechaba que a lo mejor ni siquiera creían en Dios.

—No importa —concluyó el padre Pons—. Cree en lo que quieras, en el Dios de Israel, en el Dios de los cristianos o en nada, pero aquí compórtate como todos. Iremos a la iglesia del pueblo.

—¿No a la capilla que está al final del jardín?

—Está desafectada. Además, quiero que todo el pueblo conozca a las ovejas de mi rebaño.

Volví corriendo al dormitorio para prepararme. ¿Por qué me excitaba tanto la perspectiva de ir a misa? Sin duda me daba cuenta de que había una gran ventaja en volverme católico: eso me protegería. Mejor aún: me haría normal. Ser judío, por el momento, significaba tener unos padres incapaces de educarme, llevar un apellido que era preferible remplazar, controlar permanentemente mis emociones y mentir. Entonces, ¿qué interés tenía yo en eso? Así que tenía muchas ganas de convertirme en un huerfanito católico.

Bajamos a Chemlay con nuestros trajes de paño azul, en dos filas por orden decreciente de altura, acompasando nuestros pasos al ritmo de una canción scout. Al pasar por delante de las casas se posaban sobre nosotros miradas amables. Nos sonreían. Nos hacían señas de cordialidad. Formábamos parte del espectáculo de los domingos: los huérfanos del padre Pons.

Sólo la señorita Marcelle parecía a punto de morder cuando cruzamos por delante de su farmacia. Y cuando nuestro cura, que cerraba la marcha, pasó junto a ella, no pudo reprimir un gruñido:

—¡De camino para el lavado de cerebro! ¡Aliméntelos de incienso! ¡Deles su dosis de opio! Usted cree consolarlos, pero esas drogas son puro veneno. ¡Sobre todo la religión!

—Buenos días, señorita Marcelle —respondió el padre Pons sonriendo—, la cólera realza su belleza, como cada domingo.

Sorprendida por el cumplido, la farmacéutica fue a refugiarse, rabiosa, en el interior de su establecimiento, y cerró la puerta con tanta prisa que a punto estuvo de romper la campanilla.

Nuestro grupo franqueó el pórtico con sus inquietantes esculturas, y me hallé ante la primera iglesia que veía en mi vida.

Prevenido ya por Rudy, sabía que tenía que mojar los dedos en la pila, hacer una señal en forma de cruz sobre el pecho y esbozar una rápida genuflexión al tomar el pasillo central. Arrastrado por los que me precedían y empujado por los que venían detrás, vi llegar con espanto mi turno. Temía que, en el instante de tocar el agua bendita, resonara una voz entre los muros, gritando colérica: «¡Este niño no es cristiano! ¡Que se vaya! ¡Es un judío!». Pero, en lugar de eso, el agua tembló cuando la toqué, abrazó mi mano y fue a correr, fresca y pura, por mis dedos. Animado, me apliqué a dibujar sobre mi torso una cruz perfectamente simétrica y después doblé la rodilla donde lo habían hecho mis camaradas, antes de ir a sentarme con ellos en nuestro banco.

«Nos hemos reunido en la casa de Dios», dijo una tenue voz. «Gracias por recibirnos en tu casa, Señor».

Levanté la cabeza. Para tratarse de una casa…, ¡menuda casa! No era la de un cualquiera. Una casa sin puertas ni tabiques interiores, con ventanas coloreadas que no se abrían, pilares que no servían para nada y techos arqueados. ¿Por qué tenía esos techos curvos? ¡Y tan altos! ¿Y por qué no ponían lámparas? ¿Por qué habían encendido en pleno día todas aquellas velas alrededor del cura? Una ojeada a mí alrededor me permitió ver que había asientos suficientes para todos nosotros. Pero ¿dónde se sentaría Dios? ¿Y por qué los trescientos seres humanos encogidos en aquella morada a ras de las baldosas se apiñaban en un espacio tan pequeño? ¿Para qué servía todo aquel enorme espacio que nos rodeaba? ¿Dónde vivía Dios en aquel domicilio suyo?

Vibraron los muros, y sus vibraciones se convirtieron en música: el sonido del órgano. Los agudos me hacían cosquillas en los oídos. Los bajos resonaban en mis tripas. Poco a poco se asentaba la melodía, densa, generosa.

Y en un segundo lo comprendí todo. Dios estaba allí. En todas partes, a nuestro alrededor. En todas partes, encima de nosotros. Él era el aire que temblaba, el aire que cantaba, el aire que se reflejaba en las bóvedas, el aire que se arremolinaba bajo la cúpula. Él era el aire que se bañaba en los tonos de las vidrieras, el aire que brillaba, el aire que seducía, el aire que olía a mirra, a cera de abejas y al jugo dulzón de los lirios.

Y ese aire colmaba mi corazón, daba fuerza a mi corazón. Estaba llenando de Dios mis pulmones, llenándome de Él hasta casi los límites del desmayo.

La liturgia, entretanto, seguía su curso. Yo no entendía nada: contemplaba la ceremonia con perezosa fascinación. Aunque me esforzaba en entender las palabras, el discurso superaba mi capacidad intelectual. Dios, por lo visto, era uno; pero luego eran dos: el Padre y el Hijo; y a veces hasta tres: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. ¿Quién era ese Espíritu Santo? ¿Un primo? Pero, de pronto, me sentí dominado por el pánico: se convertía en cuatro. El párroco de Chemlay acababa de añadir una mujer, la Virgen María. Confuso por aquella súbita multiplicación de dioses, abandoné aquel juego de adivinanzas para lanzarme a las canciones, porque me encantaba sumar a ellas mi voz.

Cuando en un determinado momento el cura habló de distribuir unos dulces redondos, me dispuse espontáneamente a ocupar mi lugar en la cola pero mis camaradas me retuvieron.

—Tú no tienes derecho. Eres demasiado pequeño. Aún no has hecho la comunión.

Aunque decepcionado, dejé escapar un suspiro de alivio: no me lo habían impedido pretextando que yo era judío, así que no debía de notárseme.

De regreso a Villa Amarilla, corrí a reunirme con Rudy para compartir con él mi entusiasmo. Como no había asistido jamás a una representación teatral o a un concierto de música, asociaba a la celebración católica los placeres del espectáculo. Rudy me escuchó con benevolencia, y después inclinó la cabeza.

—Sin embargo, no has visto lo mejor…

—¿Qué?

Subió a buscar algo en su taquilla y me hizo señas de que lo siguiera al parque. Solos bajo el castaño, a salvo de miradas curiosas, nos sentamos en el suelo con las piernas cruzadas y me tendió el objeto.

De un misal encuadernado en piel de color gamuza, cuyo tacto tenía una suavidad irreal, entre las páginas de canto dorado que evocaba los oros del altar y entre las cintas de seda que recordaban la casulla verde del sacerdote, sacó unas estampas maravillosas. Eran imágenes de una mujer, siempre la misma, aunque sus rasgos, su peinado y el color de sus ojos y de sus cabellos cambiaran. ¿En qué se reconocía que se trataba de la misma mujer? En la luminosidad de su frente, en la pureza de su mirada, en la palidez increíble de su tez, que se teñía de rosa en las mejillas, en la sencillez de las largas túnicas con pliegues que vestía, en las que aparecía digna, deslumbrante, soberana.

—¿Quién es?

—La Virgen María. La madre de Jesús. La esposa de Dios.

Sin duda, era de esencia divina. La irradiaba. Por contagio, hasta la cartulina ya no parecía cartón, sino merengue, de un blanco cegador, como de huevos batidos a punto de nieve, con motivos estampados en hueco y en relieve que añadían su encaje a los delicados azules y a los etéreos rosas, con tonos pastel más vaporosos que las nubes acariciadas por el alba.

—¿Tú crees que es oro?

—Por supuesto.

Yo pasaba y volvía a pasar mi dedo por el tocado precioso que rodeaba el apacible rostro. Rozaba el oro. Acariciaba el velo de María. Y la Madre de Dios me dejaba hacer.

Sin que me diera cuenta, los ojos se me llenaron de lágrimas y me dejé caer al suelo. Rudy también. Llorábamos los dos suavemente, con nuestras estampas de comunión sobre el corazón.

Cada uno de nosotros pensaba en su madre. ¿Dónde estaría ahora? ¿Sentiría en ese momento la serenidad de María? ¿Tendría en su rostro el amor que habíamos visto mil veces inclinado sobre nosotros y que ahora encontrábamos en aquellas estampas, o más bien pena, angustia, desesperación?

Me puse a canturrear la canción de cuna materna, elevándola al cielo a través del ramaje. Dos octavas por debajo, Rudy unió su ronca voz a la mía. Y fue así como nos encontró el padre Pons, dos niños canturreando una cancioncilla yiddish y llorando sobre unas ingenuas imágenes de María.

Al advertir su presencia, Rudy escapó corriendo. A sus dieciséis años, temía más que yo el ridículo. El padre Pons se sentó a mi lado.

—¿Te sientes muy triste aquí?

—No, padre.

Me tragué las lágrimas e intenté procurarle una satisfacción.

—Me ha gustado la misa. Y me gustará mucho ir esta semana a la catequesis.

—Tanto mejor —dijo él sin convicción.

—Creo que más adelante seré católico.

Me miró con dulzura.

—Tú eres judío, Joseph, y lo seguirás siendo aunque elijas mi religión.

—¿Qué quiere decir ser judío?

—Haber sido elegido. Descender del pueblo elegido por Dios hace miles de años.

—¿Por qué nos ha elegido? ¿Por qué éramos mejores que los otros? ¿O menos buenos que ellos?

—Ni lo uno ni lo otro. No tenéis ningún mérito ni defecto particular. Su designio recayó sobre vosotros. Eso es todo.

—¿Qué es lo que recayó sobre nosotros?

—Una misión, un deber. Dar testimonio ante los hombres de que no hay más que un solo Dios y, a través de ese Dios, hacer que los hombres respeten a los hombres.

—Tengo la impresión de que eso salió mal, ¿no?

El padre no respondió, y yo insistí.

—Si hemos sido elegidos, ha sido para servir de blanco. Hitler quiere nuestro pellejo.

—¿No será precisamente por ese motivo? ¿Por qué sois un obstáculo para su barbarie? Lo singular es la misión que Dios os ha dado. No vuestro pueblo. ¿Sabes que Hitler querría librarse también de los cristianos?

—No puede. ¡Hay demasiados!

—De momento, se ve impedido para hacerlo. Lo intentó en Austria, pero lo hicieron parar enseguida. Sin embargo, eso es parte de su plan. Los judíos y, después, los cristianos. Ahora se encarniza contra vosotros. Pero acabará persiguiéndonos a nosotros también.

Comprendí que no era sólo la bondad, sino también la solidaridad lo que motivaba la actuación del padre. Y aquello me tranquilizó. Volví a pensar entonces en el conde y en la condesa de Sully.

—Dígame una cosa, padre. Si es verdad que desciendo de una raza que cuenta varios milenios de años, respetable y todo eso, ¿significa que soy noble?

Sorprendido, hizo una pausa y después murmuró:

—Sí, claro que sí. Por supuesto que eres noble.

—Ya me lo parecía.

Aquella confirmación por parte del padre de lo que ya intuía me dejó tranquilo. Pero él prosiguió:

—Para mí, todos los hombres son eso: nobles.

Me desentendí de aquel añadido para no retener más que lo que me satisfacía.

Antes de marcharse, me dio una palmadita en el hombro.

—Tal vez te extrañará, pero no quiero que te intereses demasiado por la catequesis ni por el culto. Conténtate con el mínimo, ¿quieres?

Se alejó, dejándome furioso. Así que, puesto que yo era judío, ¡no tenía realmente derecho al mundo normal! Me lo prestaban para rozarlo con los dedos, pero no debía apropiármelo. ¡Los católicos querían que todo quedara entre ellos, pandilla de hipócritas y de mentirosos!

Fuera de mí, corrí a reunirme con Rudy y di rienda suelta a mi ira contra el padre. Sin tratar de calmarme, Rudy me ayudó a tomar distancia.

—Tienes razón en desconfiar. Ese fulano no es agua clara. Yo he descubierto que tenía un secreto.

—¿Qué secreto?

—Otra vida. Una vida oculta. Vergonzosa, seguramente.

—¿Qué?

—No, no debo decir nada.

Tuve que importunar a Rudy hasta la noche antes de que, agotado, acabara por confiarme lo que había descubierto.

Cada noche, después de haberse apagado todas las luces, cuando los dormitorios estaban cerrados, el padre Pons bajaba las escaleras sin hacer ruido, con las precauciones propias de un desvalijador descorría el cerrojo de la puerta trasera y salía al parque del colegio, para no regresar hasta dos o tres horas más tarde. Durante el tiempo que duraba su ausencia, dejaba arder una lamparilla en su aposento para hacer creer que se encontraba en su interior.

Rudy había advertido y después comprobado esas idas y venidas cuando él mismo escapaba del dormitorio para ir a fumar en los lavabos.

—¿Adónde va?

—No sé nada. A nosotros no nos dejan salir de la Villa.

—Pues yo le seguiré.

—¿Tú? ¡Pero si sólo tienes seis años!

—Siete, en realidad. Casi ocho.

—Te expulsarán.

—¿Crees que me devolverán a mi familia?

Aunque Rudy se negaba con vivas protestas a convertirse en mi cómplice, conseguí que me dejara su reloj de pulsera y aguardé la noche con impaciencia, sin ni siquiera tener que luchar contra el sueño.

A las nueve y media, me escurrí por entre las camas hasta el pasillo, desde donde, escondido tras la gran estufa, vi bajar al padre Pons deslizándose en silencio como una sombra a lo largo de las paredes.

Con una rapidez endiablada, descorrió los gruesos cerrojos de la puerta trasera y salió al exterior. Retrasado por el minuto que necesité para empujar la hoja sin que chirriara, por poco pierdo la pista de su fina silueta huyendo entre los árboles. ¿Era el mismo hombre, aquel digno cura salvador de niños, el que escapaba a paso vivo bajo una luna tuerta, más ágil que un lobo, evitando los arbustos y los tocones en los que tropezaban mis pies descalzos? Temía que me dejara atrás. Peor aún: temía que desapareciera en aquella noche en que se revelaba como una criatura maléfica, dada a los sortilegios más extraños.

Aminoró el paso en el claro donde acababa el parque y donde se alzaba el muro del recinto. Allí tan sólo había una salida: la pequeña puerta de hierro que daba a la carretera, al lado de la capilla desafectada. Para mí, allí concluiría la persecución: nunca me atrevería a seguirlo en pijama, con los pies helados, por la oscuridad de unos campos que no conocía. Pero entonces se acercó a la estrecha iglesia, sacó del interior de su sotana una enorme llave, abrió la puerta y una vez dentro volvió a cerrarla con dos vueltas.

O sea que… ¿aquél era el enigma del padre Pons? ¿Que por las noches iba a rezar solo, sin hacer ruido, en la capilla del fondo del jardín? Me sentía decepcionado. ¿Qué podía haber más insignificante? ¿Qué podía haber menos novelesco? Tiritando de frío y con los dedos de los pies mojados, no podía hacer más que volver.

Pero, de repente, se abrió una rendija en la puerta oxidada y un intruso, llegado de fuera, entró en el recinto con un saco en la espalda. Con decisión, se dirigió a la capilla y dio varios golpes discretos en la puerta, acompasados, que sin duda se ajustaban a un código.

El padre abrió la puerta, intercambió unas palabras en voz baja con el desconocido, metió dentro el saco y se encerró inmediatamente de nuevo. El hombre se marchó por donde había venido sin esperar.

Yo seguía detrás de mi tronco, aturdido. ¿A qué clase de trapicheos se dedicaba el padre? ¿Qué recogía en aquel saco? Me senté en el musgo, con la espalda apoyada en un roble, decidido a esperar nuevas entregas.

El silencio de la noche se llenaba de crujidos por todas partes, como si la consumiera la angustia del fuego. Eran ruidos furtivos que crepitaban, bruscos y sin continuidad, sin explicación, breves desgarrones del silencio, quejas tan incomprensibles como el mudo dolor que seguía. Mi corazón latía demasiado agitado. Sentía en mi cráneo una opresión, como si lo apretara un tornillo de banco. Mi espanto comenzaba a asumir las formas de la fiebre.

Sólo una cosa me tranquilizaba: el tictac del reloj de pulsera. Sujeto en mi muñeca, imperturbable, familiar, el reloj de Rudy no se dejaba impresionar por las tinieblas y continuaba midiendo el tiempo.

A medianoche, el padre salió de la capilla, cerró la puerta con cuidado y se encaminó en dirección a la casa.

Yo por poco no lo detuve al paso, de tan agotado como estaba, pero él se metió tan rápidamente entre los árboles que no tuve tiempo de hacerlo.

Al regreso mostré menos prudencia que a la ida. Pisé ramitas varias veces: a cada chasquido, el padre se paraba, inquieto, y escrutaba la noche. Llegado a Villa Amarilla, se metió en su interior e hizo rechinar los cerrojos tras él.

Encontrarme encerrado en el exterior del internado, ¡eso sí era algo que yo no había previsto! El edificio se alzaba recto, compacto, sombrío, hostil delante de mí. El frío y la vigilia habían agotado mis fuerzas. ¿Qué podía hacer? Sin duda a la mañana siguiente descubrirían que había pasado la noche fuera, pero ¿dónde dormiría ahora? ¿Estaría vivo cuando amaneciera?

Me senté en los escalones y me eché a llorar. Aquello, por lo menos, me hacía entrar en calor. La pena me dictaba una conducta: ¡morir! Sí, lo más digno sería morir, allí mismo, enseguida.

Una mano se posó en mi hombro.

—Vamos, entra, ¡rápido!

Me sobresalté por un movimiento reflejo. Rudy me observaba con expresión triste.

—Cuando no te he visto volver detrás del padre, he sabido que tenías un problema.

Por más que fuera mi padrino, que midiera dos metros de estatura y que yo debiera tratarlo con dureza si quería mantener mi autoridad sobre él, me arrojé en sus brazos y acepté, mientras se me escapaban algunas lágrimas, el hecho de no tener más que siete años.

Al día siguiente durante el recreo le confié a Rudy lo que había descubierto. Él, con aire de saber de qué iba la cosa, pronunció su diagnóstico:

—¡Mercado negro! Como todo el mundo. Se dedica al mercado negro. Es simplemente eso.

—¿Qué es lo que había en ese saco?

—Comida, ¿qué va a ser?

—¿Y por qué no lo trae aquí, el saco, quiero decir?

Rudy tropezó con esa dificultad, y yo continué:

—¿Y por qué se pasa dos horas en la capilla, a oscuras? ¿Qué hace allí?

Rudy trató de encontrar una idea rascándose la cabeza con los dedos.

—No sé qué decir… ¡Tal vez se come lo que hay en el saco!

—¿Que el padre Pons estaría comiendo durante dos horas, flaco como está? ¿El contenido de un saco tan grande? ¿De verdad crees eso?

—No.

Durante el día yo observaba al padre Pons cada vez que tenía ocasión. ¿Qué misterio ocultaba? Simulaba tan bien un comportamiento normal que empezaba a darme miedo… ¿Cómo podía fingir hasta ese extremo? ¿Cómo podía dar el pego de aquella manera? ¡Qué horrible doblez! ¿Y si fuera el mismísimo diablo con sotana?

Antes de la cena, Rudy se acercó a mí dando alegres brincos.

—¡Ya lo tengo! Trabaja para la Resistencia. Debe de tener un emisor de radio oculto en la capilla desafectada. Cada noche recibe informaciones y las transmite.

—¡Tienes razón!

Aquella idea me sedujo de inmediato, porque salvaba al padre Pons, rehabilitando al héroe que había ido a buscarme a la casa de los Sully.

Al llegar el crepúsculo, el padre Pons organizó en el patio un partido de «balón prisionero». Yo renuncié a jugar, para poder admirarlo a mis anchas: libre, amable, risueño, entre todos los niños a los que protegía de los nazis. Nada diabólico emanaba de él: sólo bondad. Una bondad que saltaba a la vista.

Dormí algo mejor los días que siguieron a aquél. Porque, desde mi llegada al internado, temía las noches. En mi cama de hierro, entre las sábanas frías y bajo el imponente techo de nuestro dormitorio, acurrucado en aquel colchón tan delgado que mis huesos tropezaban con los muelles metálicos del somier, y en aquella estancia que compartía con treinta camaradas y un vigilante, me sentía más solo que nunca. Temía dormirme, incluso me lo impedía a mí mismo y, durante aquellos momentos de lucha, mi compañía no me resultaba grata. Peor aún: me repugnaba. Decididamente, yo no era más que un trapo sucio, un piojo, menos que una boñiga de vaca. Me reprendía, me increpaba, me amenazaba con castigos terribles… «Si se te escapa, deberás darle tu canica más preciada, tu ágata de color rojo, al chico al que más detestas. ¡A Fernand, vamos…!». Y sin embargo, a pesar de mis amenazas, yo cedía al sueño una vez más… Y daba igual que hubiera tomado mis precauciones, porque por la mañana me despertaba con las caderas pegadas a una mancha caliente, húmeda, con pesados efluvios de heno segado, cuyo olor y contacto hacían que me sintiera cómodo y feliz… hasta el momento en que despuntaba en mí la conciencia, espantosa, de que una vez más ¡me había meado en la cama! Y mi vergüenza era tanto mayor cuanto que hacía ya años que había conseguido no mojar las sábanas. Lo cierto era que Villa Amarilla me había hecho retroceder en ese aspecto sin que yo entendiera el motivo.

Durante algunas noches, tal vez porque, en el momento de quedarme dormido con la cabeza sobre la almohada, soñaba con el heroísmo del padre Pons, había logrado controlar mi vejiga.

Un domingo después del mediodía Rudy se me acercó con aire de conspirador.

—Tengo la llave —me dijo.

—La llave… ¿de qué?

—La llave de la capilla, claro.

Por fin íbamos a poder verificar la actividad de nuestro héroe.

Minutos después, jadeantes pero llenos de entusiasmo, penetrábamos en la capilla.

Estaba vacía.

Ni bancos, ni reclinatorios, ni altar. Nada. Muros enjalbegados. Un suelo polvoriento. Telarañas resecas y envejecidas en los rincones. Nada. Un edificio ruinoso, sin ningún interés.

No nos atrevíamos a mirarnos, temiendo cada uno reconocer en el otro la confirmación de su propia decepción.

—Subamos al campanario. Si hay un emisor de radio, estará arriba de todo.

Ascendimos a toda prisa por la escalera de caracol. Pero arriba sólo nos esperaban algunas cagarrutas de palomas.

—¡No puede ser!

Rudy daba patadas en el suelo. Su hipótesis se desmoronaba. El padre Pons no respondía a lo que pensábamos acerca de él. No conseguíamos sondear su misterio.

Y, lo que era más grave para mí, yo ya no podía seguir convencido de que era un héroe.

—Volvamos.

Al atravesar el bosque de nuevo, agitados por aquella pregunta —¿qué haría el padre, cada noche, a oscuras, entre aquellas paredes vacías?—, no habíamos despegado los labios. Pero yo ya había tomado una decisión: no esperaría un día más para descubrirlo, aunque corriera el riesgo de volver a empapar mi colchón.

La noche. La muerte del paisaje. El silencio de los pájaros.

A las nueve y media yo ya estaba apostado en la escalera de la Villa, más abrigado que la vez anterior, con un pañuelo alrededor del cuello y mis zapatos envueltos en un poco de fieltro robado del taller de bricolaje para no hacer ruido.

La sombra bajó los escalones y se sumergió en el parque, donde la oscuridad ya había borrado todas las formas.

Una vez frente a la capilla, salté al claro y tamborileé el código secreto en la hoja de madera.

Se entreabrió la puerta y, sin aguardar a una reacción, me colé dentro.

—¡Pero…!

Al padre no le había dado tiempo de identificarme: simplemente había visto pasar una silueta más menuda que la acostumbrada. Por un movimiento reflejo, yo había cerrado la puerta detrás de mí. Así que nos encontrábamos los dos inmóviles en la penumbra, sin distinguir bien los rasgos y ni siquiera la silueta del otro.

—¿Quién anda ahí? —preguntó el padre.

Asustado por mi audacia, ni siquiera conseguí responder.

—¿Quién anda ahí? —repitió el padre, esta vez con voz amenazadora.

Sentí ganas de huir. Se oyó un rechinar, algo que se rascaba, y brotó una llama. El rostro del padre Pons se dibujó detrás de una cerilla, alterado, crispado, inquietante. Yo retrocedí. La llama se acercó a mí.

—¿Cómo? ¿Eres tú, Joseph?

—Sí.

—¿Cómo te has atrevido a salir de la Villa?

—Quiero saber qué hace usted aquí.

Y, en una larga frase sin pausas para respirar, le conté mis dudas, mis pesquisas, mis preguntas, lo de la iglesia vacía…

—Vuelve inmediatamente al dormitorio.

—No.

—Obedéceme.

—No. Si no me dice lo que hace, me pondré a gritar y su cómplice sabrá que usted no ha sabido ser discreto.

—Eso es chantaje, Joseph.

En aquel momento sonaron unos golpes en la puerta. Yo me callé. El padre fue a abrir, asomó la cabeza fuera y, tras un breve conciliábulo, recuperó un saco.

Cuando el autor de la entrega clandestina se hubo alejado, yo concluí:

—Ya ha visto…, me he callado. Estoy con usted, no contra usted.

—Yo no tolero a los espías, Joseph.

Una nube dejó libre a la luna, que derramó una luz azulada por la estancia, dando a nuestros rostros un color gris de cemento. De pronto, el padre me pareció demasiado alto, demasiado flaco, un punto de interrogación trazado al carboncillo en la pared, casi la caricatura del malvado judío con que los nazis empapelaban los muros de nuestro barrio, con el ojo inquietante a fuerza de representar su viveza. Sonrió.

—Aunque, después de todo…, ¡ven!

Y asiéndome por la mano me condujo al muro de la izquierda de la capilla, donde desplazó una vieja alfombra apelmazada por la mugre. Apareció una anilla en el suelo. El padre la levantó y se abrió una losa.

Unos escalones se hundían en las negras entrañas de la tierra. En el primero había una lámpara de aceite. El padre la encendió y entró lentamente en la boca subterránea, intimándome a seguirlo.

—¿Qué suele haber debajo de una iglesia, pequeño Joseph?

—¿Una bodega?

—Una cripta.

Habíamos llegado a los últimos peldaños. De las profundidades llegaba un olor fresco a champiñones: ¿el aliento de la tierra?

—¿Y qué hay en mi cripta?

—No sé.

—Una sinagoga.

Encendió unas velas y descubrí entonces la sinagoga secreta que había preparado el padre. Bajo un manto de ricas telas bordadas conservaba un rollo de la Torah, un alargado pergamino que contenía las Sagradas Escrituras. Una foto de Jerusalén indicaba la dirección a la que se debía volver uno al orar, porque es por esa ciudad por donde las oraciones suben a Dios.

A nuestras espaldas había estanterías en las que se amontonaban multitud de objetos.

—¿Qué es todo esto?

—Mi colección.

Me mostraba libros de oraciones, poemas místicos, comentarios de rabinos, candelabros de siete o nueve brazos… Al lado de un gramófono se apilaban discos de cera negra.

—¿Qué son esos discos?

—Música de oraciones, cantos yiddish. ¿Sabes quién fue el primer coleccionista de la historia humana, Joseph?

—¡No!

—Fue Noé.

—No lo conozco.

—Hace mucho tiempo se abatieron sobre el mundo lluvias incesantes. El agua hundía los tejados, agrietaba los muros, destruía los puentes, cubría los caminos, provocaba la crecida de ríos y torrentes. Gigantescas inundaciones arrasaron pueblos y ciudades. Los supervivientes se retiraron a lo alto de las montañas, que, al principio, ofrecían un refugio seguro pero que, por efecto de las afloraciones y del agua infiltrada, comenzaron primero a agrietarse y, después, a partirse en bloques. Un hombre, Noé, presintió que nuestro planeta iba a quedar totalmente cubierto por las aguas. Y entonces empezó su colección. Con la ayuda de sus hijos e hijas, se las arregló para encontrar un macho y una hembra de cada especie viva: un zorro y una raposa, un tigre y una tigresa, una pareja de faisanes, de arañas, de avestruces, de serpientes…, prescindiendo sólo de los peces y de los mamíferos marinos que ya proliferaban en el creciente océano. Entretanto, construyó también un enorme barco y, cuando las aguas se elevaron hasta ellos, cargó en su nave todos los animales y a los seres humanos que quedaban. El arca de Noé estuvo navegando varios meses sin rumbo por la superficie del inmenso mar en que se había transformado la tierra. Pero al cabo cesaron las lluvias. El agua comenzó a bajar lentamente. Cuando Noé temía que no iba a poder seguir alimentando a los habitantes de su arca, soltó una paloma, que regresó con una hoja tierna de olivo en el pico, lo que indicaba que las crestas de las montañas sobresalían por fin por encima de las olas. Comprendió entonces que había ganado su loca apuesta: salvar a todas las criaturas de Dios.

—¿Y por qué no las había salvado el propio Dios? ¿No le importaban? ¿Se había ido de vacaciones?

—Dios ha creado el universo de una vez por todas. Ha concebido el instinto y la inteligencia para que sus criaturas nos las apañemos sin Él.

—Entonces ¿Noé es su modelo?

—Sí. Al igual que él, me dedico a coleccionar. De niño viví en el Congo belga, donde mi padre trabajaba como funcionario. Los blancos despreciaban tanto a los negros, que inicié una colección de objetos indígenas.

—¿Dónde está?

—En el museo de Namur. Hoy, gracias a los pintores, se ha puesto de moda: es lo que llaman el «arte negro». Ahora tengo dos colecciones en curso: mi colección zíngara y mi colección judía. Todo aquello que Hitler quiere aniquilar.

—¿No sería mejor matar a Hitler?

Sin responder, me llevó hacia donde se apilaban los libros.

—Cada noche me retiro aquí para meditar sobre los libros judíos. Y durante el día, en mi despacho, estudio hebreo. Nunca se sabe…

—Nunca se sabe, ¿qué?

—Si continuará el diluvio. Si no quedara ningún judío que hablara hebreo en el universo, yo podría enseñarte. Y tú lo transmitirías a otros.

Asentí con la cabeza. Para mí, dada la hora de la noche, el decorado fantástico de la cripta, auténtica cueva de Alí Baba, vacilante bajo el temblor de las velas, se trataba tanto de un juego como de una realidad. Y alzando la voz, exclamé fervorosamente:

—¡Entonces sí podría decirse que usted era Noé y que yo era su hijo!

Conmovido, se arrodilló delante de mí. Sentí que quería besarme, pero que no se atrevía a hacerlo. Mejor así.

—Vamos a hacer un trato tú y yo, ¿quieres? Tú, Joseph, irás a misa, a la catequesis, aprenderás la historia de Jesús en el Nuevo Testamento… Y yo, por mi parte, te explicaré la Tora, la Mishna, el Talmud, y dibujaremos juntos las letras de la lengua hebrea. ¿Te parece?

—¡Chócala!

—Es nuestro secreto, el mayor de los secretos. Tú y yo moriríamos antes que traicionar ese secreto. ¿Lo juramos?

—Lo juro.

Reproduje entonces el alambicado movimiento que me había enseñado a hacer Rudy a manera de juramento, y escupí al suelo.

A partir de aquella noche, tuve derecho a una doble vida clandestina junto al padre Pons. Le oculté a Rudy mi expedición nocturna, y me las arreglé para que se hiciera menos preguntas a propósito del comportamiento del padre Pons, mediante el recurso de desviar su atención hacia Rosa, la ayudante de la cocinera, una hermosa, rubia e indolente joven de dieciséis años, que ayudaba al ecónomo. Yo le decía a Rudy que ella fijaba su vista en él cuando no la miraba. Con lo que Rudy cayó de bruces en la trampa y acabó obsesionado por Rosa. Le encantaba suspirar por amores fuera de su alcance.

Durante aquel tiempo, yo aprendía el hebreo con sus veintidós consonantes y doce vocales y, sobre todo, descubría, bajo las apariencias oficiales, las auténticas normas que regían nuestro internado. Mediante un ardid en el reglamento, el padre Pons conseguía que respetáramos el shabbat. El descanso era obligatorio el sábado. No podíamos hacer los deberes y estudiar nuestras lecciones hasta el domingo, después de las vísperas.

—Para los judíos, la semana se inicia el domingo; para los cristianos, el lunes.

—¿Cómo es eso, padre?

—En la Biblia (que deben leer tanto los judíos como los cristianos) se dice que Dios creó el mundo, trabajó seis días y el séptimo descansó. Nosotros debemos imitarlo. Según los judíos, el séptimo día es el sábado. Posteriormente, los cristianos, para distinguirse de los judíos, que no querían reconocer a Jesús como el Mesías, aseguraron que ese día era el domingo.

—¿Quién tiene razón?

—¿Y eso qué importa?

—¿No podría Dios decirles a los hombres lo que piensa al respecto?

—Lo importante no es lo que piensa Dios de los hombres, sino lo que los hombres piensan de Dios.

—Bueno…, pero lo que yo estoy viendo es que Dios se atareó mucho durante seis días, y después ¡no ha dado ni golpe!

El padre se reía cada vez que yo me indignaba. Porque yo trataba constantemente de rebajar las diferencias entre las dos religiones para reducirlas a una sola; y él siempre me impedía simplificar.

—Mira, Joseph, a ti te gustaría saber cuál de las dos religiones es la verdadera. ¡Pues no lo es ninguna de las dos! Una religión no es ni verdadera ni falsa: propone simplemente una manera de vivir.

—¿Y cómo quiere usted que yo respete las religiones, si no son verdaderas?

—Si respetas únicamente la verdad, no respetarás gran cosa. Dos y dos son cuatro, ése será el único objeto de tu respeto. Pero, aparte de eso, vas a enfrentarte a elementos inciertos: los sentimientos, las normas, los valores, las opciones, es decir, construcciones frágiles y fluctuantes. Donde nada valen las matemáticas. El respeto no se dirige a lo que está certificado por la evidencia, sino a lo que se nos propone.

En diciembre, el padre urdió un doble juego para que celebráramos a la vez la fiesta cristiana de Navidad y la festividad judía de Hanukka, una duplicidad de la que sólo los niños judíos se percataban. Por una parte, celebrábamos el nacimiento de Jesús, decorábamos el pesebre del pueblo y participábamos en los oficios. Por otra, aprendíamos a preparar mechas, a fundir la cera, a colorearla, a moldear velas. Por la noche encendíamos nuestras obras y las exponíamos en las ventanas: los niños cristianos recibían así la recompensa a sus esfuerzos, mientras nosotros, los niños judíos, podíamos celebrar a escondidas el rito de Hanukka, la fiesta de las Luces, un periodo de juegos y de regalos que exige limosnas y encender velas en el crepúsculo. Nosotros, los niños judíos… ¿Cuántos lo éramos en Villa Amarilla? ¿Y quiénes? Con excepción del padre, nadie lo sabía. Y cuando mis sospechas recaían en algún compañero, me prohibía a mí mismo ir más lejos. Mentir y dejar mentir. Era la clave de la seguridad para todos nosotros.

En 1943, la policía irrumpió varias veces en Villa Amarilla. Cada vez, los componentes de un curso, repartidos por edades, pasaban un control de identificación. Verdaderos o falsos, nuestros documentos resistían el examen. El registro sistemático de nuestras taquillas no aportaba tampoco nada. En ninguna ocasión se detuvo a nadie.

Pero, aun así, el padre se inquietaba.

—De momento no se trata nada más que de la policía belga. Conozco a esos muchachos; si no a ellos, a sus padres por lo menos; así que, cuando me ven, no se atreven a insistir demasiado. Pero me han advertido que la Gestapo suele presentarse inopinadamente…

De todas formas, después de cada alerta la vida recuperaba su curso habitual. Comíamos poco y mal: platos a base de castañas, patatas, sopas en las que había que ir persiguiendo los nabos y, como postre, leche humeante. Los internos solíamos desvalijar la taquilla de aquél a quien el cartero le traía un paquete; y así, a veces recuperábamos una lata de dulces, un tarro de confitura o de miel, que teníamos que consumir lo antes posible, so pena de que algún otro nos lo sustrajera a su vez.

En primavera, durante una clase de hebreo que el padre Pons me daba en su despacho, cerrado con una doble vuelta de llave, me di cuenta de que le costaba concentrarse. Fruncía el ceño y ni siquiera parecía escuchar mis preguntas.

—¿Qué le ocurre, padre?

—Se acerca la época de las comuniones, Joseph. Y estoy intranquilo. Es imposible que los internos judíos que están en edad de tomar la primera comunión la tomen con los cristianos. No tengo derecho a hacer eso. Ni pensando en ellos, ni pensando en mi religión. Es un sacrilegio. ¿Cómo voy a arreglármelas?

Yo no lo dudé ni un segundo.

—Pregúntele a la señorita Marcelle.

—¿Por qué dices eso?

—Si hay alguien que hará lo imposible por impedir una comunión, ésa es Condenación, ¿no?

Sonrió al oír mi propuesta.

A la mañana siguiente se me brindó la oportunidad de acompañarlo a la farmacia de Chemlay.

—¡Qué chico tan guapo! —gruñó la señorita Marcelle al verme—. Toma, ¡atrápalo!

Y me lanzó un caramelo de miel.

Mientras mis dientes se debatían con aquella golosina, el padre Pons le expuso la situación.

—¡Condenación! No se preocupe, señor Pons: le echaré una mano. ¿Cuántos son?

—Doce.

—¡No tiene más que fingir que están enfermos! ¡Hala! Los doce enviados a la enfermería.

El padre reflexionó.

—Se notará su ausencia, y eso los señalará…

—No si se dice que hay una epidemia…

—Aun así. Habrá preguntas.

—Pues, entonces, tendremos que añadir uno o dos chicos que estén por encima de toda sospecha. Eso es: por ejemplo, al hijo del burgomaestre. O, mejor aún, al hijo de los Brognard, esos cretinos que han puesto la foto de Hitler en el escaparate de su quesería.

—¡Me parece bien! Pero no es tan fácil poner enfermos a cuatro muchachos así como así…

—¡Anda ya!, yo me encargo de eso.

¿Qué hizo Condenación? Pues, pretextando una visita médica, se presentó en la enfermería y examinó al grupo de postulantes a la primera comunión. Dos días más tarde, con las tripas sacudidas por los retortijones y la diarrea, el hijo del burgomaestre y el de los Brognard permanecieron en cama y no pudieron asistir a las clases. Condenación acudió a describirle los síntomas al padre, quien pidió a los doce comulgantes judíos que los simularan.

Como la primera comunión estaba prevista para el día siguiente por la mañana, los doce falsos enfermos fueron enviados también tres días a la enfermería.

La ceremonia se celebró en la iglesia de Chemlay: un oficio majestuoso en el que los tubos del órgano resoplaron como nunca. Sentí gran envidia de mis camaradas que participaron en semejante espectáculo vestidos con la sobrepelliz blanca. En el fondo de mi alma, me prometí a mí mismo que algún día yo ocuparía su lugar. Ya podía el padre Pons enseñarme la Torah: nada me emocionaba tanto como el rito católico con sus oros, sus fastos, sus músicas y aquel Dios inmenso y aéreo que nos miraba, benevolente, desde el techo.

De regreso a Villa Amarilla para compartir un frugal banquete que nos pareció pantagruélico por lo hambrientos que estábamos todos, me llevé una sorpresa cuando descubrí a la señorita Marcelle en mitad del vestíbulo. En cuanto la vio el padre, desapareció con ella en el interior de su despacho.

Aquella misma tarde supe por él la catástrofe de la que nos habíamos librado por un pelo.

Durante la comunión, la Gestapo había irrumpido en el internado. Sin duda los nazis habían seguido el mismo razonamiento que el padre Pons: la ausencia en la ceremonia de los niños en edad de hacer la primera comunión los denunciaba.

Por fortuna, la señorita Marcelle montaba guardia en la enfermería. Cuando, tras registrar los dormitorios vacíos, los nazis aparecieron en el último piso, la señorita Marcelle se puso a toser y a expectorar de una forma «repugnante», según su propia descripción. Cuando uno sabía el efecto que causaba la feísima Condenación en su estado natural, daba escalofríos pensar cómo sería cuando exageraba a propósito. Sin poner ninguna objeción a lo que le pedían, les abrió la puerta de la enfermería, previniéndolos de que la enfermedad de los niños era terriblemente contagiosa. A estas palabras añadió un estornudo mal controlado, con el que los rostros de los nazis recibieron una ducha de salivilla.

Tras enjugarse, inquietos, las caras, los de la Gestapo dieron apresuradamente media vuelta y salieron del internado. Tras la partida de los coches negros, la señorita Marcelle había pasado un par de horas retorciéndose de risa en una cama de la enfermería, lo que, según mis camaradas, había provocado al principio un ruido horrible y, después, epidémico, pues la risa se les había contagiado a todos sin excepción.

Aunque no dejaba que se le notara, yo veía cada vez más preocupado al padre Pons.

—Estoy temiendo un examen corporal, Joseph. ¿Qué podría hacer yo si los nazis os obligan a desnudaros para comprobar si estáis circuncidados?

Asentí con la cabeza, añadiendo una significativa mueca para dar a entender que compartía su preocupación. La verdad era, empero, que yo no sabía de qué me hablaba. ¿Los circuncidados? Interrogado por mí al respecto, Rudy se echó a reír con los cloqueos que solía emitir cuando hablaba de la bella Dora, como si golpeara una bolsa de nueces contra su pecho.

—Me tomas el pelo. ¿No sabes lo que es la circuncisión? Supongo que no me dirás que no sabes que tú lo eres.

—¿Qué?

—¡Un circuncidado!

La conversación estaba tomando un cariz que me disgustaba. ¡Así que, por si no me bastara con ser judío, estaba dotado, además, de una particularidad que ni siquiera sabía qué era!

—Tu pito tiene una piel que no baja hasta el extremo, ¿verdad?

—Evidentemente.

—Pues bien, los cristianos lo tienen con una piel que cuelga por debajo. No se les ve el extremo redondo.

—¿Como los perros?

—Sí. Exactamente igual que los perros.

—¡A ver si va a ser verdad que pertenecemos a una raza diferente!

Aquella información me hundió: se volatilizaban mis esperanzas de convertirme en cristiano. Por un trocito de piel que nadie veía, estaba condenado a seguir siendo judío para siempre.

—¡Que no, cretino! —siguió Rudy—. No es nada natural. Se trata de una intervención quirúrgica: se te hizo eso a los pocos días de haber nacido. Fue el rabino quien te cortó la piel.

—¿Por qué?

—Para que fueras como tu padre.

—¿Por qué?

—Pues porque se viene haciendo así desde hace miles de años.

—¿Por qué?

Aquel descubrimiento me dejó estupefacto. Esa misma tarde me retiré a un lugar apartado y dediqué un buen rato a examinar mi apéndice de piel suave y rosada, que no me dijo nada en absoluto. No conseguía imaginar que pudiera tenerse algo diferente. Durante los días siguientes, para asegurarme de que Rudy no mentía, me aposté en los lavabos del patio y dediqué todo el tiempo de recreo a lavarme una y otra vez las manos delante de los urinarios; por el rabillo del ojo, intentaba ver en los urinarios vecinos el sexo de mis camaradas en el momento en que lo sacaban de sus pantalones o lo metían de nuevo. No tardé en comprobar que Rudy no me había mentido.

—¡Es ridículo, Rudy! En el caso de los cristianos la cosa concluye en una piel fina, apretada y con pliegues, que recuerda el extremo de un globo hinchable donde se hace el nudo. Y eso no es todo: pasan más tiempo que nosotros en mear y se sacuden el pito después. Como si lo castigaran. ¿Crees que se castigan?

—No, hacen que caigan las últimas gotas antes de volver a esconderlo. Para ellos es menos fácil que para nosotros tenerlo limpio. Si no van con cuidado, pueden atrapar un montón de microbios que apestan y producen dolor.

—¿Y, aun así, es con nosotros con quienes se meten? ¿Tú lo entiendes?

Pero, en compensación, aquello me había permitido comprender el problema que se le planteaba al padre Pons. Intuí entonces las fórmulas invisibles que regían la ducha semanal: el padre establecía para ella unas listas, que verificaba personalmente al llamarnos y, según las cuales, diez alumnos sin distinción de edades pasaban desnudos del vestuario al cuarto de duchas común, sin más supervisión que la de él. Cada grupo resultaba ser homogéneo. De manera que jamás un no judío tenía la ocasión de ver a un judío, y viceversa, pues aquél era el único lugar donde la desnudez total no estaba prohibida y castigada. De esta forma, en adelante yo podía adivinar fácilmente qué eran cada uno de los internos escondidos en Villa Amarilla. A partir de aquel día, extraje las consecuencias que me atañían y adquirí la costumbre de aliviar mi vejiga detrás de una puerta cerrada, evitando para siempre los urinarios. Probé incluso a corregir la intervención quirúrgica que me había marcado, consagrando mis ratos de soledad a manipular mi piel para que recuperara su aspecto original y recubriera mi glande. ¡Pero en vano! Estirada sin contemplaciones, al final de cada sesión volvía a subir, sin que a fuerza de repetir aquello día tras día se observara un progreso perceptible.

—¿Qué hacer si la Gestapo os obliga a desnudaros, Joseph?

¿Por qué el padre Pons hacía partícipe de sus confidencias al más pequeño de sus internos? ¿Me consideraba más valiente que los demás? ¿Necesitaba romper su silencio? ¿Sufría por tener que cargar él solo con sus angustiosas responsabilidades?

—¿Eh, Joseph? ¿Y si la Gestapo os obligara a bajaros los pantalones?

La respuesta estuvo en un tris de hacer que se nos llevaran a todos durante el mes de agosto de 1943. El colegio, cerrado oficialmente, había sido transformado en colonia de vacaciones para el verano. Los que no tenían familias de acogida, se alojaban en el internado hasta el reinicio del curso. Nosotros, más que abandonados, nos sentíamos príncipes: Villa Amarilla nos pertenecía; la estación, abundante en frutas, calmaba un poco nuestra constante hambre canina. Con ayuda de unos jóvenes seminaristas, el padre Pons podía dedicarnos más tiempo. Y así alternábamos paseos, fuegos de campamento, juegos de pelota y películas de Charlot proyectadas sobre una sábana tensada de noche en el patio. Aunque discretos con relación a nuestros vigilantes, ya no teníamos que tomar precauciones entre nosotros: éramos todos judíos. Y había que ver con qué energía asistíamos, en atención al padre, a la única clase que aún se daba, la de catequesis, con qué entusiasmo cantábamos durante la misa o con qué dedicación construíamos, durante las mañanas lluviosas, el pesebre y las figuritas para las próximas navidades.

Un día que un partido de fútbol había dejado sudorosos a todos los deportistas, el padre ordenó que fueran inmediatamente a la ducha.

Los mayores acababan de pasar, y también los medianos. Quedaba sólo por ducharse el grupo de los pequeños, del que formaba parte yo.

Éramos unos veinte los que estábamos gritando y jugando bajo el agua fresca que salía por las alcachofas de las duchas cuando apareció en el vestuario un oficial alemán.

Al entrar el rubio oficial, los niños se quedaron petrificados, callaron las voces y el padre Pons se puso más pálido aún que las baldosas blancas del alicatado. Todo se inmovilizó, salvo los chorros de agua que, inconscientes y alegres, seguían vertiéndose sobre nuestras cabezas.

El oficial nos observó. Algunos, instintivamente, se taparon su sexo: un gesto de pudor muy normal, pero que era demasiado tardío para no interpretarse como una confesión.

El agua corría. El silencio fluía asimismo a grandes gotas.

El oficial acababa de descubrir nuestra identidad. Un rápido movimiento de sus pupilas indicaba que estaba reflexionando. El padre Pons dio un paso hacia él y preguntó con voz mal timbrada:

—¿Desea usted algo?

El oficial le expuso en francés la situación. Desde el punto de la mañana, sus hombres perseguían a un miembro de la Resistencia que, en su huida, había escalado el muro del parque; estaba buscando si había en la casa algún lugar donde el intruso hubiera podido esconderse.

—Como puede ver usted mismo, su fugitivo no se oculta aquí —dijo el padre Pons.

—Ya lo veo, en efecto —respondió lentamente el oficial.

De nuevo se hizo el silencio, un silencio grávido de temores y de amenazas. Yo intuía que mi existencia iba a detenerse en aquel punto. Unos pocos segundos más, y todos saldríamos en fila, desnudos, humillados, para subir a un camión que nos conduciría Dios sabía a dónde.

Resonaron pasos en el exterior. Ruidos de botas. Hierros golpeando el pavimento. Gritos guturales.

El oficial de uniforme verde grisáceo se precipitó hacia la puerta y la entreabrió.

—No está aquí. Busquen en otra parte. Schnell!

La puerta se estaba cerrando de nuevo y la tropa comenzaba a alejarse.

El oficial miró al padre Pons, cuyos labios temblaban. Algunos chicos comenzaban a llorar. A mí me castañeteaban los dientes.

Pensé al principio que el oficial asía el revólver que llevaba colgado de su cinturón. Pero, en realidad, estaba sacando su cartera.

—Tenga —le dijo al padre Pons tendiéndole un billete—, cómpreles caramelos a los niños.

Y como el padre Pons, petrificado, no reaccionara, el oficial le metió a la fuerza los cinco francos en la mano, nos sonrió guiñando un ojo, dio un taconazo y se fue.

¿Cuánto tiempo duró el silencio después de su partida? ¿Cuántos minutos nos hicieron falta para comprender que nos habíamos salvado? Algunos seguían llorando porque el terror no los abandonaba; otros estaban paralizados, atónitos; a otros, en fin, se les iban los ojos de acá para allá expresando una muda pregunta: «¿Puedes creerlo? ¿Puedes creerlo?».

El padre Pons, con el rostro del color de la cera y los labios blancos, se derrumbó brutalmente en el suelo. Con las rodillas en el suelo de cemento mojado balanceaba el cuerpo de atrás adelante, mientras se le escapaban frases confusas y mantenía la mirada espantosamente fija. Corrí hacia él y lo estreché contra mi cuerpo húmedo, con un gesto protector, como lo habría hecho con Rudy.

Y entonces entendí la frase que repetía sin cesar:

—¡Gracias, Dios mío! ¡Gracias, Dios mío! ¡Gracias por mis niños!

Luego se volvió hacia mí, pareció descubrir entonces mi presencia y, sin contenerse, prorrumpió en sollozos en mis brazos.

Algunas emociones se revelan tan poderosas que, felices o infortunadas, nos destrozan. El alivio del padre nos conmovió tanto que, por contagio, minutos después doce muchachitos judíos, desnudos como gusanos, y un sacerdote ensotanado, nos abrazábamos los unos a los otros, mojados y con los nervios rotos, riendo y llorando a la vez.

Una alegría difusa caracterizó los días siguientes. El padre sonreía continuamente. Me confesó que aquel desenlace había hecho que resurgiera su confianza.

—¿Cree usted de verdad que Dios nos ha ayudado, padre?

Yo aprovechaba mi clase de hebreo para plantearle las preguntas que me atormentaban. El padre me observó con benevolencia.

—Francamente no, mi pequeño Joseph. Dios no interviene en esas cosas. Si me siento bien después de haber visto la reacción de ese oficial alemán es porque me ha devuelto algo de fe en el hombre.

—Pues yo creo que ha sido gracias a usted. Que Dios lo ve con buenos ojos a usted.

—No digas tonterías.

—¿No cree usted que si uno se muestra piadoso, como un buen judío o un buen cristiano, no puede sucederle nada malo?

—¿De dónde has sacado una idea tan boba?

—De la catequesis. El padre Boniface…

—¡Calla! ¡Es una tontería peligrosa! Los seres humanos se hacen daño entre ellos, y Dios no interviene en sus acciones. Ha creado a los hombres libres. Por eso sufrimos y nos reímos con independencia de nuestras cualidades o de nuestros defectos. ¿Qué papel horrible quieres atribuir a Dios? ¿Puedes imaginar por un segundo que el que se libra de los nazis es una persona amada por Dios, mientras que al capturado Dios lo detesta? No, Joseph… Dios no se mezcla en nuestros asuntos.

—¿Quiere decir que, pase lo que pase, a Dios le importa un bledo?

—Estoy diciendo que, pase lo que pase, Dios ha concluido ya su tarea. Que, a partir de ahora, nos toca a nosotros. Que somos responsables de nosotros mismos.