Todo había empezado en un tranvía.
Mamá y yo cruzábamos Bruselas, sentados en la parte de atrás de un vagón amarillo que escupía chispas y lanzaba rugidos de chapa metálica. Yo creía que eran las chispas del techo las que nos daban velocidad. En las rodillas de mi madre, envuelto en su perfume dulzón, arrebujado contra su cuello de zorro, lanzado a toda velocidad en mitad de la ciudad gris, yo tenía tan sólo siete años, pero me sentía el rey del mundo: ¡atrás, villanos!, ¡dejadnos pasar! Y los coches se apartaban, las carretas salían en desbandada, los peatones escapaban corriendo mientras el conductor nos llevaba a mi madre y a mí como si fuéramos una pareja en carroza imperial.
No me preguntéis a qué se parecía mi madre: ¿acaso es posible describir el sol? De mamá venían el calor, la fuerza, la alegría. Recuerdo sus efectos mucho más que sus rasgos. Junto a ella reía, y jamás me podía suceder nada malo.
De modo que, cuando subieron los soldados alemanes, yo no me inquieté. Me contenté con hacer mi papel de niño mudo, como había convenido con mis padres, que temían que el yiddish me delatara, y me prohibí a mí mismo hablar en cuanto aparecían soldados con uniformes de color gris verdoso o abrigos de piel negros. Aquel año de 1942 se suponía que todos debíamos llevar estrellas amarillas, pero mi padre, que era un sastre hábil, había encontrado la manera de confeccionarnos abrigos que permitían escamotear la estrella y hacerla reaparecer en caso de necesidad. Mi madre las llamaba nuestras «estrellas fugaces».
Mientras los militares conversaban sin fijarse en nosotros, noté que mi madre se ponía tensa y temblaba. ¿Era su instinto? ¿Habría oído alguna frase reveladora?
Se levantó del asiento, me tapó la boca con la mano y, en la parada siguiente, me hizo bajar apresuradamente los peldaños de la plataforma. Una vez en la acera, le dije:
—¡Estamos aún lejos de casa! ¿Por qué hemos bajado aquí?
—Pasearemos un rato, Joseph. ¿Te apetece?
Por mi parte, yo quería todo lo que quisiera mi madre, aunque con mis piernas de siete años me costaba seguir sus pasos, sobre todo ahora que su andar era más vivo y menos sosegado que de costumbre.
Por el camino, me propuso:
—Vamos a visitar a una gran dama, ¿quieres?
—Sí. ¿Quién es?
—La condesa de Sully.
—¿Y cuánto mide?
—¿Cómo dices?
—Me has dicho que era una gran dama…
—Quería decir que es noble.
—¿Noble?
Y mientras me explicaba que un noble era una persona de alta cuna, descendiente de una antiquísima familia y a la que, por su misma nobleza, había que mostrarle mucho respeto, me condujo hasta el vestíbulo de un espléndido palacete, donde nos recibieron unos domésticos.
Allí me llevé la primera decepción, pues la mujer que vino luego hacia nosotros no se correspondía con lo que había yo imaginado: aunque surgida de una «antiquísima» familia, la condesa de Sully tenía todo el aspecto de ser muy joven y, aunque «gran» dama de «alta» cuna, su estatura no era mucho mayor que la mía.
Conversaron las dos rápidamente en voz baja, y después mi madre me besó y me pidió que la esperara allí hasta su regreso.
La pequeña, joven y decepcionante condesa me llevó a un salón, donde me sirvió unas pastas y té, y tocó para mí unas melodías al piano. Ante la altura de los techos, la abundancia de la merienda y la belleza de la música, acepté reconsiderar mi postura y, mientras me hundía cómodamente en un sillón acolchado, admití que en verdad podía ser una «gran dama».
Al cabo de un rato dejó de tocar, miró el reloj suspirando y después se acercó a mí, con la frente nublada por una preocupación.
—Mira, Joseph…, no sé si entenderás lo que voy a decirte, pero nuestra sangre no tolera que ocultemos la verdad a los niños.
Si se trataba de una costumbre entre los nobles, ¿por qué me la imponía a mí? ¿Creía que yo lo era también? ¿O acaso lo era ya sin saberlo? ¿Noble yo? Tal vez… ¿Por qué no? Si, como en su caso, no había que ser alto ni viejo…, aún tenía posibilidades.
—Joseph…, tus padres y tú corréis un grave peligro. Tu madre ha oído decir que se van a producir detenciones en vuestro barrio. Ha ido a avisar a tu padre y al mayor número de personas posible. Y te ha confiado a mí para que te proteja. Espero que vuelva. Sí. Espero realmente que vuelva.
Bueno…, lo cierto es que prefería no ser noble todos los días: la verdad resultaba más bien dolorosa.
—Mamá vuelve siempre. ¿Por qué no habría de volver ahora?
—Puede que la detenga la policía.
—¿Qué ha hecho?
—No ha hecho nada. Es sólo que…
En este punto a la condesa se le escapó del pecho un profundo suspiro, que hizo que entrechocaran las perlas de su collar. Se le humedecieron los ojos.
—¿Qué es? —pregunté.
—Es judía.
—Sí, claro. En mi familia todos somos judíos. Yo también, ya lo sabes.
Y, puesto que tenía razón, me besó en las mejillas.
—¿Y tú? ¿Tú eres judía, madame?
—No. Soy belga.
—Como yo.
—Sí, como tú. Y cristiana.
—¿Cristiano es lo contrario de judío?
—Lo contrario de judío es nazi.
—¿No detienen a los cristianos?
—No.
—Pues, entonces…, ¿es mejor ser cristiano?
—Depende de para qué. Ven, Joseph… Te enseñaré mi casa mientras esperamos que vuelva tu mamá.
—¡Ah! ¿Ves como sí volverá?
La condesa de Sully agarró mi mano y me llevó por las escaleras que subían a los pisos para admirar jarrones, cuadros, armaduras. En su habitación descubrí una pared completamente llena de vestidos colgados de perchas. También en nuestra casa, en Schaerbeek, vivíamos entre trajes, hilos y telas.
—¿Haces trajes, como papá?
Se echó a reír.
—No. Yo compro los vestidos que hacen los sastres como tu papá. Tienen que trabajar para alguien, ¿no crees?
Asentí con la cabeza, pero no me atreví a decirle a la condesa que sin duda no había elegido sus vestidos entre los nuestros, porque yo no había visto jamás prendas tan lindas entre las de papá; aquellos terciopelos bordados, aquellas sedas luminosas, aquellos encajes en los puños y todos aquellos botones que centelleaban como joyas.
Llegó el conde y, después de que la condesa le hubo explicado la situación, me observó inquisitivamente.
El conde sí que se parecía mucho más al retrato de un noble. Alto, flaco, viejo —en todo caso, su bigote le daba un aspecto venerable—, me observaba tan desde arriba, que comprendí que habían colocado los techos de la casa tan altos en consideración a su estatura.
—Ven a comer con nosotros, pequeño —me dijo.
¡Su voz sí era de noble, seguro! Una voz fuerte, densa, grave, del color de las estatuas de bronce que iluminaban los candelabros.
Durante la comida, respondí educadamente a todas las preguntas que me hicieron, aunque estaba todo el rato intrigado por una cuestión que me tenía perplejo: ¿era yo noble o no? Si los Sully se mostraban dispuestos a ayudarme y a recogerme en su hogar, ¿sería porque yo pertenecía a su mismo linaje? ¿También yo era noble?
Hubiera podido expresar en voz alta mis dudas en el momento en que pasábamos al salón para beber una tisana de flores de naranjo, pero, por temor a una respuesta negativa, preferí vivir aún algún tiempo más con esa duda halagadora…
Seguramente me había quedado dormido cuando sonó la campanilla. En el momento en que, desde el sillón en que me había adormilado, vi aparecer a mi padre y a mi madre en el descansillo del vestíbulo, me di cuenta por primera vez de que eran diferentes. Con los hombros cargados bajo sus ropas tristes y con las maletas de cartón en la mano, hablaban con mucha inseguridad, con preocupación, como si temieran tanto la noche de la que procedían como a los brillantes señores que los recibían y los escuchaban. Me pregunté si mis padres no serían pobres.
—¡Una redada! Detienen a todo el mundo. También a las mujeres y a los niños. La familia Rosenberg. La familia Meyer. Los Laeger. Los Perelmuter. Todos…
Mi padre lloraba. No me gustaba que mi padre viniera a llorar —él, que no lloraba jamás— a casa de unas personas como los Sully. ¿Qué significaba esa familiaridad? ¿Que éramos nobles? Inmóvil en el sillón en que me creían dormido, yo lo observaba y escuchaba todo.
—¡Irnos…! Irnos, ¿adónde? Para llegar a España tendríamos que atravesar primero Francia, que ya no ofrece ninguna seguridad. Y sin papeles falsos…
—¿Ves, Mishke? —decía mi madre—. Teníamos que haber acompañado a la tía Rita a Brasil.
—¿Y abandonar a mi padre enfermo? ¡Nunca!
—Ahora está muerto. Que Dios lo tenga en su gloria.
—Sí, ya es demasiado tarde.
El conde de Sully puso un poco de orden en la discusión.
—Yo me ocuparé de ustedes.
—No, señor conde. Nuestra suerte, lo que nos pueda ocurrir a nosotros no tiene importancia. Es a Joseph a quien hay que salvar. A él primero. Y sólo a él, si así ha de ser.
—Sí —encareció mi madre—, es Joseph quien necesita que lo protejan.
A mi entender, tantas prevenciones confirmaban mi intuición de que yo era noble. En todo caso, que lo era a ojos de los míos.
El conde los tranquilizó de nuevo.
—Por supuesto que me ocuparé de Joseph. Y me ocuparé de ustedes también. Sin embargo, tendrán que aceptar verse separados de él provisionalmente.
—¡Mi pequeño Joseph…!
Mi madre se hundió en los brazos de la condesita, que le dio amablemente unas palmadas en los hombros. A diferencia de las lágrimas de mi padre, que me habían turbado, las de mi madre me desgarraban.
Si yo era noble, ¡no podía seguir fingiéndome dormido! Y así, como un caballero, salté de mi sillón para consolar a mamá. Sin embargo, no sabría decir qué me ocurrió al llegar junto a ella; ocurrió lo contrario de lo que yo pretendía: me abracé a sus piernas y prorrumpí en unos sollozos aún más fuertes que los suyos. O sea, que en una sola tarde los Sully iban a ver llorar a la familia entera. Vamos, como para hacer creer luego que, a pesar de todo, nosotros también éramos todos nobles.
Entonces, buscando una maniobra de distracción, mi padre abrió sus maletas.
—Tenga usted, señor conde —dijo—. Como no voy a poder pagarle nunca, le doy todo cuanto poseo. Aquí llevo los últimos trajes que he confeccionado.
Y levantó, sosteniéndolos por las perchas, las chaquetas, chalecos y pantalones que había hecho. Los mostraba con el dorso de la mano, con aquel característico gesto que empleaba en la tienda, que era casi como una caricia para valorar la mercancía haciendo hincapié en su excelente caída y la suavidad del tejido.
Me sentí aliviado de que mi padre no hubiera visitado conmigo la habitación de la condesa, ahorrándose así la contemplación de sus hermosos vestidos; si no, se habría muerto en el acto, fulminado por la confusión de atreverse a exponer unas prendas tan corrientes a personas tan refinadas.
—No quiero que me lo pague de ninguna manera, amigo mío —dijo el conde.
—Insisto…
—No me humille usted. No obro por interés. Guarde usted sus preciosos tesoros, se lo ruego. Podrán serle útiles.
¡El conde había calificado de «tesoros» los trajes de mi padre! Había algo que se me escapaba… ¿Tal vez estaría yo equivocado?
Nos hicieron subir al piso más alto del palacete y nos instalaron en una habitación abuhardillada.
Yo me sentía fascinado por el campo de estrellas al que se abría la ventana, recortada en mitad del techo. Jamás había tenido la ocasión de observar así el cielo, pues desde nuestro apartamento en un sótano lo único que podía entrever por el respiradero eran zapatos, perros y capazos. La bóveda del universo, con aquel terciopelo profundo tachonado de diamantes, me parecía el lógico remate de una morada noble, donde en cada piso relumbraba la belleza. Así, los Sully no tenían sobre sus cabezas un espléndido edificio de seis plantas y su progenie, sino el cielo y los astros ingrávidos. ¡Me gustaba mucho ser noble!
—Mira, Joseph —me dijo mamá esa noche—. ¿Ves esa estrella? Es la nuestra, tuya y mía.
—¿Cómo se llama?
—La gente la conoce como la estrella del Pastor, pero nosotros la llamaremos «la estrella de Joseph y de mamá».
Mi madre tenía la costumbre de rebautizar las estrellas.
Me tapó los ojos con sus manos. Me hizo dar media vuelta y, después, me indicó el firmamento.
—¿Dónde está? ¿Me la puedes mostrar?
En la inmensidad, yo ya había aprendido a identificar con certeza «la estrella de Joseph y de mamá».
Estrechándome contra su pecho, mi madre canturreaba una canción de cuna en yiddish. Al concluir la canción, me pedía que le mostrara de nuevo nuestra estrella. Y después volvía a cantarla. Yo me resistía a caer en el sueño, deseoso de vivir intensamente aquel momento.
Mi padre, en el fondo de la habitación, inclinado sobre sus maletas, arreglaba una y otra vez sus trajes, mascullando malhumorado en voz baja. Entre dos versos susurrados por mi madre, encontré fuerzas para preguntarle:
—Papá, ¿me enseñarás a coser?
Desconcertado, tardaba en responder.
—Sí —insistí—. A mí también me gustaría hacer tesoros. Como tú.
Se acercó a mí, y él, que con frecuencia se mostraba severo y distante, me estrechó en un abrazo contra sí.
—Te enseñaré todo lo que sé, Joseph. E incluso lo que no sé.
Su barba negra, prieta e hirsuta, debía de dolerle, pues a menudo se restregaba las mejillas y no permitía que nadie se la tocara. Aquella noche no debía de hacerle daño, sin duda, pues me autorizó a tocarla con curiosidad.
—Es suave, ¿no? —murmuró mamá sonrojándose, como si me hiciera una confidencia.
—Vamos, no digas tonterías —gruñó papá.
Aunque había dos camas en la habitación, una grande y una pequeña, mamá insistió en que me acostara con ellos en la grande. Mi padre apenas se opuso. Realmente había cambiado mucho desde que éramos nobles.
Y allí, con la mirada fija en las estrellas que cantaban en yiddish, me dormí por última vez en brazos de mi madre.