—¿Hong Yee en nuestro apartamento? No puedo creerlo —confesó Pam.
—¡Que sí! ¡Que sí! —gritó Sue, cogiendo de la mano a su hermana y tirando de ella—. ¡Corre! ¡Ven!
A la imaginación de todos los niños acudieron mil ideas extrañas y diferentes. ¿Tal vez Hong Yee había reaccionado y acudía a devolverles la nota? ¿O le habría sucedido algo terrible a Hootnanny Gandy?
Al pasar al apartamento inmediato, Pete y Pam se detuvieron en seco, totalmente atónitos.
El hombre que estaba en la sala, hablando con su madre, no era el Hong Yee que habían visto en Shoreham, ni en el barrio chino, aunque se parecía mucho a la persona que tanto empeño había demostrado por anular los esfuerzos de los Hollister en la resolución del misterio.
—Niños —dijo la señora Hollister—, quiero presentaros al verdadero señor Hong Yee. Es de San Francisco.
Pete, muy cortés, saludó al visitante, diciendo:
—¿Cómo está usted, señor? —Y añadió—: Pero, mamá, ¿qué quiere decir eso del «verdadero» señor Hong Yee?
—El hombre a quien conocéis como Hong Yee es un impostor —hizo saber el visitante—. Quiere aprovechar mi personalidad.
—¡Ooh! —exclamaron los hermanos Hollister.
El señor Hong Yee estrechó la mano y se inclinó ligeramente ante cada uno de los niños que le iban presentando. Luego habló unas palabras en chino con Jim y Kathy.
—El señor Yee tiene algo interesante que deciros —notificó la señora Hollister.
El visitante chino tomó asiento y los niños se sentaron en el suelo, con las piernas cruzadas, para escucharle.
—Ante todo —dijo el hombre—, el señor Hong Yee que os ha estado molestando no es chino en absoluto.
—¡Entonces, Kathy y Jim tenían razón! —exclamó Pam, explicando luego, al visitante, que sus dos amiguitos chinos habían observado algo de eso.
—No habéis sido vosotros los únicos a quienes ha engañado el experto maquillaje de ese hombre —dijo Hong Yee—. Su verdadero nombre es Ralph Jones. Me he enterado por la compañía de la cual importó jade desde Singapur. Jones estuvo escondido en la China cierto tiempo, porque le reclamaba la policía de los Estados Unidos. Allí aprendió a hablar en chino lo bastante para resultar convincente. Como os ha dicho vuestra madre, yo vivo en San Francisco. Cuando supe que el banco estaba pagando cheques que yo no había firmado, pero que llevaban mi nombre, comprendí que alguien aprovechaba mi personalidad.
—¡Qué acto más vergonzoso! —comentó Pam.
—Sí —recordó el chino—. La policía de Shoreham me dio pista de Ralph Jones. Éste dijo a un empleado, en una tienda de Shoreham, que procedía de San Francisco. Pero el empleado sintió sospechas más tarde, cuando vio al supuesto chino conduciendo un coche con matrícula de Nueva York. De modo que lo notificó a la policía.
—Todo eso va a terminarse en cuanto le descubramos —dijo Pete, muy decidido—. ¿Querrá ayudarnos a dar con él, señor Hong Yee?
—Naturalmente —replicó el chino—. Ralph Jones es una persona peligrosa. Me robó unos documentos de identidad. No me di cuenta de ello hasta pasado un tiempo. Cuanto antes le atrapemos, mejor.
Cuando la señora Hollister fue a la cocina, a preparar té para su visitante, Pete fue tras ella. El muchachito preguntó a su madre si podía contar al señor Hong Yee todos los detalles relativos al misterio.
La señora Hollister dijo que sí y añadió que había examinado el carnet identificativo del visitante y le parecía que era una persona honrada.
—Además, el oficial Cal es quien le ha enviado.
Pete volvió a la sala y dijo:
—A lo mejor le gustaría a usted ayudarnos a solucionar un misterio.
—Me encantará hacerlo.
Detalle por detalle, Pete fue contando cuanto les había sucedido a los Felices Hollister, desde el día en que compraron el libro «Los Túneles Secretos de Nueva York», en la biblioteca del colegio. Cuando llegó a lo relativo a la estatua de Kuan Yen, el chino comentó:
—Ah, sí. Kuan Yen, la diosa de la misericordia.
Y añadió que desde varias generaciones atrás, algunos orientales habían usado a la diosa para guardar ciertos secretos.
A Pete empezó a latirle con fuerza el corazón. ¿Sería la estatua misma la que guardaba el tesoro?
Hong Yee explicó a los niños que algunas estatuas de Kuan Yen tenían complicadas tallas interiores y que, a menudo, las ocultaba un botón secreto. Al oprimirlo, el botón ponía en marcha un intrincado mecanismo que permitía que algún trecho de la imagen se abriera. Detrás estaba siempre el lugar oculto.
—Pues, por favor, acompáñenos en seguida, a ver si podemos encontrar ese botón —pidió Pete.
—Lo siento —repuso el chino, poniéndose en pie—. Tengo una cita importante con unos comerciantes de jades y no podré ver la estatua hasta mañana por la mañana. Pero acudiré, os lo prometo. Me gustaría mucho encontrar un tesoro, pero lo que más quisiera es detener a ese impostor. ¡A Ralph Jones!
Pete, que deseaba que se consiguieran las dos cosas, se lo dijo así al chino.
—Eso es lo que deseo, sinceramente —respondió Hong al salir del apartamento. Sonriendo a los gemelos Foo, deseó—: «Ho-sai-ki».
—Buena suerte también a usted, señor Hong Yee —dijo Pam, sonriendo, maliciosamente.
El señor Hong Yee se mostró complacido.
—Veo que has aprendido algo de chino. ¡Muy bien, muy bien!
Las horas del atardecer transcurrieron muy lentamente. Ninguno de los Hollister podía olvidarse del misterio. Estaban preocupados por Hootnanny Gandy y, por fin, Pam, decidió telefonear a la policía. Le dijeron que no había la menor pista del anciano.
—Os informaremos, en cuanto tengamos la menor noticia —prometió el oficial de guardia.
Pero no hubo noticias y, por la noche, al meterse en la cama, los Hollister dijeron una plegaria más, pidiendo por la seguridad del viejo cavador de túneles.
Fiel a su palabra, Hong Yee se presentó en el apartamento a la mañana siguiente, poco después del desayuno. Ya estaban allí los gemelos Foo. Cuando le presentaron al chino, el señor Hollister dijo, sonriendo:
—¿Tuvo usted una entrevista afortunada con los comerciantes de jades?
—Sí. Gracias. Y espero que mi buena suerte continúe hoy.
—También nosotros lo deseamos —dijo Pete—. ¿Está usted preparado, señor?
Cuando el chino dijo que sí, todos los niños salieron con él. Sue había suplicado que la dejasen acompañar a los mayores y su madre accedió. Al salir con los demás, Sue gritó, entusiasmada:
—¡Hay que ir muy «di» prisa! ¡Que no nos adelante el malo!
El mismo pensamiento inquietante pasó por la mente de Pete, mientras, adelantándose a los otros, corría por Pell Street y entraba en la tienda de la señorita Helen.
Ralph Jones, el impostor, era inteligente. ¡Cualquiera sabía si no habría encontrado ya el tesoro! ¡Entonces, todo el trabajo de los Hollister habría sido en vano!
Pero, ante la alegría de todos, la serena imagen de madera de la diosa resultó estar intacta. Pam, a toda prisa, contó a la señorita Helen las últimas noticias.
—Éste es el verdadero señor Hong Yee —añadió la niña presentándoles—. Él cree que en la estatua puede haber algún escondite, que se abra apretando un botón.
—Ah, ya veo —dijo Hong Yee, aproximándose a la estatua del fondo de la tienda—. Es un magnífico ejemplar.
La vendedora se mostró asombrada, mientras los finos dedos de Hong Yee recorrían la superficie de la estatua. En todas las hendiduras y salientes se posaron los dedos del chino. Al fin dijo:
—El botón secreto está bien oculto. ¿Queréis ayudarme a buscar, niños?
Al momento, las ávidas manos de los pequeños examinaron la bella talla. Pete, como era el más alto, buscó con gran cuidado en la cabeza. Hasta la chiquitina Sue tomó parte en la búsqueda. Sus dedos gordezuelos recorrieron repetidamente los pies de Kuan Yen.
—¡Pobre Kuan Yen! Tiene un chichón —dijo, de pronto.
—¿Un chichón? —preguntó Pam—. ¿Dónde, Sue?
—Aquí. En el piececín.
Pam se inclinó a examinar lo que su hermana señalaba. En el pie derecho de la estatua había un minúsculo bulto, no mucho más grande que la picadura de un mosquito. Pam apretó allí, y esperó, sin atreverse ni a respirar, a ver qué sucedía.
De pronto, todos quedaron inmóviles, como electrocutados, al oír un chasquido y una especie de zumbido. Al propio tiempo, Kuan Yen empezó a separarse de la pared. Todos observaron, fascinados. Un momento después, la estatua de la diosa volvía a quedar inmóvil.
El señor Hong Yee fue el primero en hablar:
—Hay que confesar que Sue tiene una vista muy buena. Bien. Ahora debemos averiguar qué es lo que esto nos revela.
Pero todos quedaron desencantados al ver que la estatua estaba intacta y nada se había escondido entre Kuan Yen y la pared.
—¡Canastos! ¡No hay ningún tesoro! —casi protestó Ricky.
—Ni ningún túnel —añadió Kathy.
Pero, como ninguno estaba dispuesto a darse por vencido tan fácilmente, empezaron a examinar la pared. Era de madera y no se encontraban indicios de muescas ni aberturas secretas que pudieran conducir a un túnel.
—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Jim.
Mientras él hablaba, se abrió la puerta de la tienda.
¡Y por ella entró Hootnanny Gandy!
—¿Está usted bien? ¡Cuánto me alegro! —exclamó Pam, al tiempo que ella y los demás corrían al encuentro del anciano.
—Hola, niños —saludó éste alegremente.
—¡Hootnanny! —gritó Pete—. ¿Dónde ha estado? ¿Cómo ha podido volver?
El viejo cavador de túneles dijo que se había encontrado, sin saber cómo, paseando por una callecita de Green Village. Los hombres que le secuestraron le habían llevado a pasar la noche a un sótano. Intentaron forzarle para que hablase sobre el túnel secreto.
—Claro que yo no lo hice —dijo Hootnanny—. No podía recordar ni un detalle. Luego, me golpearon con fuerza y sentí como si mi cerebro se llenaba de telarañas. Pero cuando las telarañas desaparecieron… ¡entonces recordé!
—¿El túnel? —preguntó Pete, esperanzado.
—Sí. Lo tenéis delante de la nariz.
El anciano señalaba la pared que había aparecido detrás de Kuan Yen. Hootnanny se acercó y palpó con sus manos. En la parte baja, a mano derecha, señaló un par de letras, toscamente grabadas en la madera. Eran las iniciales H. G.
—Mi marca —dijo el viejo cavador, sonriendo—. El túnel se encuentra detrás de esta pared.
—¡Hurra! ¡Hurra! —gritó Ricky.
—¿Podemos derribar esta pared, señorita Helen? —preguntó Pete.
—Sí, sí. Hacedlo —contestó la señorita Helen—. ¡Oh! ¡Nunca en mi vida había estado tan emocionada!
Sonrojados por la tensión, Hong Yee y los chinos empezaron a arrancar tiras de madera de la pared. Suponiendo que el tesoro estuviese dentro, ¿qué sería?
Pete no podía dominar su nerviosismo. Y de repente, oyó algo que le hizo escalofriarse.
—¡Escuchad!
Hootnanny y los demás quedaron inmóviles durante unos momentos, mientras acercaba el oído a la pared. Los sonidos se producían al otro lado. ¡Rae, rae, rae!
—¡Alguien está cavando ahí! —gritó Pete.
—Será Ralph Jones —opinó Pam.
—Si lo es, ¡está intentando encontrar el tesoro antes que nosotros! —dijo Pete, muy agobiado.