HO-PANG-YOW

—¡Hong Yee! —exclamó Pete—. ¡Ahora mismo vuelvo a la tienda para averiguar qué es eso!

Los demás esperaron en la acera, mientras Pete entraba en la tienda de regalos.

—Tengo que hacerle una pregunta —dijo Pete.

—¿Qué es?

—¿Es Hong Yee la persona que le compra ese objeto de arte? —preguntó Pete, señalando la abultada figura, oculta por la seda que pendía de la pared del fondo.

La mujer quedó un momento atónita. Pero luego sonrió.

—Me gustaría decirte quién es el comprador, pero el cliente me ha pedido que le guarde el secreto.

—¿No puede decirme si su nombre es Hong Yee?

La señorita Helen negó con la cabeza.

—Lo siento. El comprador no hizo más que darme una paga y señal. Y, si yo revelase su nombre, podría cambiar de idea respecto a la adquisición.

Pete miró fijamente los contornos del objeto oculto. ¿Podía ser una estatua de Kuan Yen? De ser así, se dijo Pete, probablemente el misterioso tesoro se encontraba en aquella misma tienda.

—Muchas gracias, señorita Helen —dijo Pete y volvió a salir para reunirse con los demás.

—¿Qué has averiguado? —le preguntó Pam, impaciente.

—Nada. No quiere decir nada.

Pam, muy desilusionada, confesó:

—Ahora sí quisiera que Ricky hubiera mirado mejor. ¿Qué podemos hacer?

—Por ahora, tendríamos que olvidarnos de la tienda y averiguar más sobre los túneles del barrio chino. Si conociéramos a alguien que pudiera hablarnos de eso…

—¡Ya sé! —exclamó Jim, con los ojos brillantes—. El señor Moy, el director de la escuela china, nos habló algo sobre túneles, cuando yo estudiaba allí.

—¡El señor Moy! —repitió Pam—. ¡Pero si es amigo nuestro!

Los Hollister explicaron a sus amigos chinos cómo habían conocido al director del colegio chino durante el viaje en avión.

—Pero no podemos verle hasta las cinco —recordó Kathy—. Es la hora en que empiezan las clases.

Durante el camino de regreso al apartamiento, los gemelos Foo hablaron de los cursos en la escuela china. Los dos habían obtenido allí un certificado de estudios, el pasado año.

—Era tan divertida la escuela… —rememoró Kathy.

—Y había que estudiar tanto… —añadió Jim—. Kathy y yo hablamos en chino tanto como podemos porque, si no practicamos, se nos olvida mucho.

Los niños comieron los apetitosos platos que la señora Hollister había preparado y jugaron juntos el resto del día. Luego, después de hacer una merienda-cena, salieron en dirección a la escuela china.

—Iremos directamente a la oficina del señor Moy —dijo Jim, conduciendo a los otros a lo largo del corredor.

El señor Moy estaba sentado ante su despacho, enfrascado en las cuentas de un libro de caja. Al levantar la cabeza, reconoció a los niños de inmediato.

—¡Los Hollister, de Shoreham! —dijo—. Sois muy atentos al haber venido a visitarme. Y vosotros, Kathy, Jim, ¿cómo estáis?

Pete estrechó la mano al director y le dijo:

—Nos gustaría visitar su escuela y, además, hacerle unas preguntas sobre el viejo barrio chino.

—Me complacerá ayudaros, si puedo. ¿Queréis hacer una visita a la clase de primer grado?

Ricky, Holly y Sue sonrieron ampliamente.

—Yo «querería» ser una chinita —confesó Sue, riendo.

—Haremos lo que esté en nuestras manos para conseguirlo —dijo el señor Moy—. Seguidme.

Los niños avanzaron por un pasillo y giraron a la derecha. El señor Moy abrió una puerta e hizo señas a los demás para que entrasen.

Los alumnos chinos levantaron las cabezas. La maestra, que era una bonita oriental que se encontraba en el centro del aula, sonrió. Ella y el director hablaron unas frases en su idioma natal y luego el señor Moy dijo a sus visitantes:

—Permitidme que os presente a la señorita Tan, nuestra maestra de primer grado.

La maestra saludó a los Hollister y, con más familiaridad, a Jim y Kathy.

—Esta pequeñita —explicó el señor Moy, acariciando la cabecita de Sue— querría ser china. ¿Puede usted ayudarla?

Sonaron risillas en la clase y todos los alumnos sonrieron amablemente a los visitantes.

La maestra preguntó a los Hollister si querían sentarse con los alumnos. El señor Moy pidió excusas y salió, mientras Jim y Kathy iban a acomodarse en la parte delantera del aula.

—¿Les gustaría a nuestros visitantes aprender unas cuantas palabras en chino? —preguntó la señorita Tan.

Al momento, Sue levantó la mano, pidiendo:

—¿Puedo saber cómo se dice niña china?

La señorita Tan habló a sus alumnos. Luego, niños y niñas chillaron al unísono:

—«Yat-go-noy-seu-hi».

—¡Oh! —se admiró Sue, que tuvo que repetirlas muchas veces antes de recordar bien aquellas sílabas.

También sus hermanos repitieron la frase, en unión de los chinos.

La maestra preguntó a Holly qué le gustaría aprender.

—Pues…, como somos tan buenos amigos Kathy, Jim y nosotros, me gustaría aprender a decir «buenos amigos» en chino.

De nuevo los niños de la clase dijeron una frase al unísono:

—«Ho-pang-yow».

Esto fue más fácil de aprender para los niños americanos, que lo repitieron varias veces.

—¿Algo más? —preguntó la señora Tan, mirando a los Hollister.

—Elige tú, Pete —dijo Pam.

Y su hermano preguntó cómo se decía, en chino, «buena suerte».

Los alumnos dijeron, todos a una:

—«Ho-sai-ki».

Los Hollister repitieron la frase varias veces, hasta que estuvieron seguros de que podrían recordarla. Entonces, Pam considerando que ya habían entretenido bastante a la maestra, se puso en pie y dio las gracias a la señorita Tan.

Cuando ya todos los Hollister salían, Pam añadió, risueña:

—Adiós, «Ho-sai-ki».

Jim y Kathy condujeron a los Hollister hasta la oficina del director. El señor Moy había colgado en la pared un papel de unos dos metros de largo por treinta centímetros de ancho. Estaba cubierto de dibujos de brillante colorido y caracteres chinos.

—¡Qué bonito! —exclamó Pam—. ¿Qué es esto, señor Moy?

—La historia de China.

—¿De verdad? —preguntó Pete.

—Sí —contestó, sonriente, el señor Moy—. Los cinco mil años de historia de China podemos verlos en un momento. Aquí se describe una dinastía tras otra. Ya sabéis que, cuando una familia subía al poder, la dinastía duraba muchos años, muchos.

—¡Cuánta historia se puede aprender! —exclamó Pete.

—¡Canastos! ¡Cinco mil años! —dijo Ricky—. ¡Pero si nuestro país no consiguió la independencia hasta 1776!

El señor Moy tuvo que admitir que los niños chinos tenían que aprender mucho sobre la historia antigua de su país.

—Bien. ¿Queréis decirme ahora, cuál es vuestra pregunta sobre el barrio chino?

Pete le preguntó al señor Moy si sabía algo de viejos túneles secretos que aún se conservasen en dicho barrio.

—¿Recuerda lo que nos dijo usted una vez sobre eso? —dijo Kathy.

—Sí —contestó el señor Moy, pensativo—. Existieron algunos pasadizos secretos, y creo que parte de ellos se conservan aún, pero no sé exactamente dónde están.

Los Hollister, Kathy y Jim se miraron unos a otros, desilusionados.

—Pero, esperad. Creo que conozco a la persona que puede hablaros de eso.

—¿Quién? —preguntó Ricky.

—Se llama Hootnanny Gandy. Es un viejo cavador de túneles. Los cavadores de túneles son obreros valientes y hábiles. De no ser por ellos no tendríamos los túneles Lincoln y Holland, bajo el río Hudson, por no mencionar otros muchos pasos subterráneos de esta gran ciudad.

Pete preguntó cómo los Hollister podían ponerse en contacto con Hootnanny Gandy.

—Ya se ha retirado —replicó el señor Moy—, pero creo que todavía tengo sus señas.

El director del colegio se acercó a un archivador, abrió un cajón y sacó una carta. Luego copió la dirección de Hootnanny en un papel y se lo entregó a Pam.

—Os gustará Hootnanny —afirmó el señor Moy—. Es un gran individuo.

Los niños dieron las gracias al director del colegio y marcharon a casa. Como a la mañana siguiente, los gemelos Foo tenían cosas que hacer, no pudieron acompañar a Pete y Pam a casa del viejo cavador de túneles. La casa no quedaba lejos del barrio chino y la señora Hollister dio permiso a sus dos hijos mayores para que fuesen solos.

Pam y su hermano salieron al día siguiente, poco después del desayuno. Cuando llegaron a las señas que les diera el señor Moy, comprobaron que se trataba de una casa de huéspedes.

Llamaron a la puerta. Cuando salió a abrir la dueña de la casa, Pete le preguntó por Hootnanny.

—¿Hootnanny Gandy? —repitió ella—. Ya no vive aquí.

—¿Sabe usted a dónde se ha trasladado? —preguntó Pam.

—No. Pero supongo que su sobrino sí lo sabe. —La señora dijo que el apellido del sobrino era también Gandy, aunque ignoraba el nombre pila del muchacho—. Trabaja para los Servicios de Parques y tiene empleo en la Estatua de la Libertad.

Cuando Pete y Pam volvieron a su apartamiento, hablaron de la última pista conseguida. El señor Hollister alabó a sus hijos por el buen trabajo que estaban llevando a cabo.

—Ya veo que no renunciáis a resolver ese jeroglífico chino —añadió, sonriendo.

—¿Quieres llevarnos a la Estatua de la Libertad en seguida? —pidió Ricky—. Quiero subir a lo alto.

—Os llevaré. ¿Todo el mundo quiere ir esta tarde?

—¡Sí!

—¡Claro!

—¡Papá, te quiero muchísimo! —gritó Holly, echando los brazos al cuello de su padre.

—¿Cómo iremos hasta allí? —quiso saber Ricky.

—Iremos a Battery Park y tomaremos una embarcación hasta Liberty Island —contestó el señor Hollister.

Los niños Hollister no tardaron en enterarse de que Battery Park se encontraba en el extremo meridional de la isla de Manhattan. Desde allí se podían tomar transbordadores que iban y venían a Liberty Island.

Poco después de comer, los Hollister se pusieron en camino hacia la parte baja de la ciudad. Después de aparcar, el padre compró billetes para el viaje en la embarcación transbordadora, hasta la Estatua de la Libertad.

—¡Ya llega nuestra embarcación! —exclamó Pete, viendo acercarse al embarcadero una gran embarcación blanca, con tres cubiertas. Los Hollister observaron, fascinados, como cientos de personas salían del barco, dejándolo libre para que lo ocupasen los siguientes viajeros que aguardaban, formando una interminable fila.

—La estatua de la Libertad es, posiblemente, la estatua más conocida del mundo entero —dijo la señora Hollister a sus hijos, mientras todos iban cruzando la pasarela.

Después de entregar sus billetes al empleado, Holly y Ricky se adelantaron a su familia. Les siguieron Pete y Pam, en tanto que el señor y la señora Hollister quedaban rezagados con Sue.

El pecoso y Holly corrieron hasta la cubierta más alta y se asomaron por la borda, para contemplar la estatua que tan pequeña parecía desde aquella distancia. Cuando la señora Hollister llegó al lado de sus hijos, les habló de aquel gran monumento conmemorativo que los franceses habían dado al pueblo norteamericano.

Frederick Auguste Bartholdi, joven escultor alsaciano, fue enviado a América para estudiar y hablar sobre el proyecto. Al entrar en el puerto de Nueva York, Bartholdi concibió la idea de construir una colosal estatua en la entrada misma del Nuevo Mundo, como representación de la cosa más preciosa para el hombre: la libertad.

—¿Por qué la señorita Libertad es verde? —preguntó Holly, mientras el motor de la embarcación zumbaba, camino del interior de la bahía.

El señor Hollister explicó que la estatua estaba hecha de cobre y el cobre se pone verde con la humedad del ambiente.

La gran estatua pareció ir creciendo a medida que la embarcación iba acercándose a Liberty Island. El interés de Pam se dividía entre la estatua y el pensamiento de encontrar al sobrino de Hootnanny Gandy. Si aquella persona podía darles las señas del viejo cavador de túneles, quizá podrían encontrar una pista que llevase al tesoro oculto en el barrio chino de Nueva York.

—¡Es estupendo este viaje! —dijo Pam, volviendo la vista hacia la ciudad de los rascacielos.

Un poco después, la embarcación iba a detenerse en el muelle de Liberty Island, y los pasajeros desembarcaron. La isla era más grande de lo que los Hollister imaginaran. A la izquierda del muelle había edificios utilitarios. Uno nuevo, recién acabado, tenía aún cerca la mezcladora de cemento que se había utilizado en su construcción.

Al empezar a andar, los Hollister pudieron ver el parque de la isla, que se extendía a la derecha y en cuyo extremo se levantaba hacia los cielos, mayestática, la famosa estatua.

Los niños se separaron de sus padres, adelantándose, y entraron por la puerta del pie del monumento.

—¡De prisa, papá, mamá! Hay un ascensor que nos llevará hasta mitad del trayecto —llamó Ricky.

La familia entró en el pequeño ascensor que les subió al piso décimo, hasta un observatorio. Al salir del ascensor, los niños vieron a tres hombres uniformados, del Park Service, que acompañaban a los visitantes por la estrecha escalera de caracol, a lo alto de la estatua, doce pisos más arriba.

—¿Trabaja aquí el señor Gandy? —les preguntó Pam.

Un hombre robusto, de mediana edad, sonrió y avanzó unos pasos.

—Yo soy Henry Gandy.

—¿Es usted sobrino de Hootnanny? —preguntó Pete.

—Exactamente.

—Y ¿sabe dónde vive ahora su tío? —siguió indagando Pam.

—Sí. En Greenwich Village.

Cuando los niños dijeron que deseaban tener las señas exactas, el señor Henry Gandy las escribió en un papel, que luego entró a Pete.

—Queremos que él nos ayude a encontrar un túnel que tiene algo que ver con un misterio chino —informó Ricky.

—Mi tío os ayudará con mucho gusto en todo lo que tenga relación con viejos túneles —afirmó Henry Gandy que, prosiguió, riendo—: ¡Una vez empiece, lo que os costará trabajo es que deje de hablar!

Los niños dieron las gracias al empleado y, acompañados de sus padres, subieron por la escalera de caracol a la parte alta de la estatua.

—¿En qué parte estamos de la señorita Libertad? —preguntó Holly, asomándose por las pequeñas ventanas desde donde se veía la bahía.

—Estamos, precisamente, bajo la corona de su cabeza —replicó la señora Hollister.

—Pero yo no puedo ver más que barcos y barcos —se lamentó Holly.

Su madre dijo que se tenía mucho mejor perspectiva desde la plataforma de observación de abajo. Cuando bajaron las escaleras volvieron a encontrar al señor Gandy, el cual salió con ellos al parapeto de observación. El guía les dijo que la estatua descansaba sobre un pedestal de granito, construido sobre los cimientos del viejo Fort Wood.

—Este lugar se conocía antes como Bedloe Island, pero luego le cambiaron el nombre por el de Libertad.

Los Hollister se enteraron de que la estatua tenía 152 pies (más de 45 metros) de altura, y el pedestal casi 150 pies.

Sue movió de un lado a otro su cabecita y, como si lo que oía no le pareciese posible, dijo, risueña:

—Es la muñeca más grandísima de todo el mundo.

—Creo que tienes razón —rió el señor Gandy—. La señorita Libertad goza de una dedicatoria que le dedicó el presidente Grover Cleveland el 28 de octubre de 1886.

Con el viento azotándoles el rostro, los Hollister levantaron la vista hacia la señorita Libertad y luego contemplaron el magnífico horizonte de Manhattan. Por fin, después de decir adiós al señor Gandy, toda la familia bajó en el ascensor.

—Me estoy muriendo de hambre —declaró el tragón de Ricky.

—¡Y yo! ¡Y yo! —aseguró Holly.

El señor Hollister, con su aire de mozalbete, admitió que también a él le había despertado el apetito la larga excursión.

—Veo allí un pequeño restaurante —dijo, señalando los edificios bajos—. Iremos a comer algo.

Cuando acabaron, Ricky declaró que podía comerse otro buen bocadillo de salchichas, pero su padre negó con la cabeza. El último barco de pasajeros estaba a punto de salir. Mientras la familia corría al embarcadero, el padre dijo:

—Iremos todos a la cubierta superior.

Al pasar junto a un empleado, Ricky preguntó:

—¿Alguna vez se ha quedado un visitante en la isla durante la noche?

El hombre sonrió.

—No, hijo. Nunca ha podido suceder, ni sucederá. Registramos la isla palmo a palmo antes de que salga la última embarcación.

La multitud de visitantes se agolpó en la entrada y los Hollister se vieron separados al subir a bordo. Pero fueron encontrándose en la cubierta superior, hasta estar de nuevo reunidos todos, menos Ricky.

—¿Dónde está el pequeño? —preguntó, inquieta, la señora Hollister.

—Estará en el mostrador del bar, comiéndose otro bocadillo —opinó Pete.

—¿Quieres ir a ver? —pidió la madre al mayor de sus hijos.

Pete bajó las escaleras hasta la cubierta del centro, pero Ricky no estaba en el mostrador del bar. Pete recorrió toda la embarcación, pero fue incapaz de localizar a su hermano.

Por fin Pete volvió con el resto de la familia a decir lo que ocurría. El señor Hollister se apresuró a hacer preguntas a diferentes personas, entre ellas el personal del barco.

¡Nadie había visto al pelirrojo y pecoso Ricky Hollister!