UNA CURIOSA EQUIVOCACIÓN

La nota china salió, arrastrada por el viento, de lo alto del Empire State, y acabó desapareciendo abajo, entre dos grupos de edificios.

«¿Qué pasará si el mensaje misterioso llega a manos de alguien con malas intenciones?», se preguntó Pam, con verdadera angustia. «Entonces habrá alguien más buscando el tesoro de Yuen Foo».

Cuando habló de sus temores con el señor Davis, él intentó animarla.

—Puede que nadie encuentre la nota. Posiblemente, irá a parar a un cubo de basura sin que la lea ni una sola persona.

De todos modos, Pam continuó preocupada el resto del día. Sus padres la llevaron a ella y a sus hermanos al Museo de Historia Natural, a ver un dinosaurio prehistórico. La tarde se dedicó a una visita colectiva al Centro Rockefeller, concluyendo con la revista en el Music Hall de Radio City, y la cena en uno de los famosos restaurantes de la Plaza Rockefeller. Pero ni todo aquello fue bastante para hacer que Pam olvidase su preocupación por la perdida nota china.

Antes de acostarse, aquella noche, Pete y ella estuvieron hablando del misterio.

—Yo creo que tendríamos que empezar a buscar a Yuen Foo mañana por la mañana —dijo la niña.

—¿Hablas de ir directamente al barrio chino?

—Sí, Pete. Tenemos que darnos prisa, por si alguien ha encontrado la nota.

El señor y la señora Hollister atendieron, como siempre, los deseos de sus hijos.

—Yo tengo que ir a ver al señor Davis, a las nueve —dijo el padre—. De modo que mamá os acompañará al barrio chino.

Después del desayuno, a la mañana siguiente, el señor Hollister anunció que tenía una sorpresa para la familia. Les condujo hasta la calle y, delante del hotel, señaló un reluciente coche.

—Lo he alquilado para nosotros —dijo—. Somos demasiados. Hollister para ocupar un solo taxi, y no me gusta tener que alquilar siempre dos.

—¡Gracias, John! —dijo la señora Hollister, dando un beso en la mejilla a su marido, antes de entrar en el vehículo y sentarse al volante.

El señor Hollister y Pete se sentaron junto a ella, y los demás niños detrás.

El edificio del Empire State se encontraba cerca. El señor Hollister bajó allí y los demás siguieron hacia el sur, en dirección a Manhattan Island. Como Pete iba consultando el plano, la señora Hollister no tuvo dificultades para conducir hasta Canal Street, virar a la derecha y continuar hasta Bowery.

—El barrio chino está a nuestra derecha —dijo Pete, cuando ya empezaban a verse tiendas, con letreros orientales a lo largo de Canal Street.

Después de efectuar un giro en Bowery, Pete indicó a su madre que girase, de nuevo, a la derecha, para entrar en Pell Street. Y, de pronto, los Hollister se encontraron en el mismo corazón del barrio chino.

—¡Es como entrar en un mundo diferente! —exclamó Pam, mirando a su alrededor con perplejidad.

Diminutas tiendas aparecían a ambos lados de la estrecha calle. Sus escaparates, de vistoso colorido, intrigaban a los visitantes, cuyo coche avanzaba lentamente para que los pasajeros pudiesen ir contemplando restaurantes, tiendas de curiosidades y almacenes de todas clases.

Pete pidió a su madre que se detuviera, para que él pudiese ir a hacer preguntas sobre el señor Yuen Foo. Cuando salió del coche, la primera persona a quien encontró fue a un chino de mediana edad, que iba corriendo por la calle.

—Perdone, señor —le abordó Pete—. ¿Podría indicarme cómo encontrar a Yuen Foo?

El hombre pareció sorprendido y empezó a hablar en mal inglés. Pete escuchó con atención todas las explicaciones que el hombre le daba.

Por fin dio las gracias al hombre y volvió al coche con una expresión de gran extrañeza.

—Ese hombre conoce a Yuen Foo —dijo—, pero me ha dado instrucciones para ir al East River.

—Puede que viva allí —dijo la señora Hollister.

Siguiendo las instrucciones de Pete, la madre condujo a todos fuera del barrio chino y atravesó la parte baja de Manhattan. Pronto llegaron a un amplio paseo, que se extendía a lo largo del East River.

Y no tardaron en observar el macizo edificio rectangular que vieran desde el Empire State el día anterior. En su base se veía una hilera de mástiles de bandera, que en su extremo superior sostenían las banderas de las diferentes naciones del mundo.

De repente la señora Hollister se echó a reír.

—¿Qué pasa, mamá? —preguntó Holly.

—¡Qué confusión tan original! —exclamó—. Ese hombre te dio indicaciones para ir al edificio de las Naciones Unidas.

—¡Zambomba! ¡Es verdad! —asintió Pete—. Éste es el edificio de las Naciones Unidas. Lo he visto en fotografías.

—Pero no entiendo… —confesó Sue.

—Cuando decimos en inglés las iniciales de Naciones Unidas, es decir U. N., las pronunciamos igual que se pronuncia Yuen, puesto que decimos «iu» por la U y «en» por la N —explicó la señora Hollister.

Y sus hijos se echaron a reír, dándose cuenta de la confusión.

—Bien. Ya que estamos aquí, vamos a detenernos —decidió la señora Hollister.

Aparcó y llevó a sus hijos a una vasta extensión, frente a la entrada para visitantes.

—¡Es fantástico! —declaró Pete, mientras entraban en el inmenso edificio.

Pam acudió, inmediatamente, al mostrador de Información. Allí preguntó si, aquel día, se celebraba alguna conferencia internacional.

—Sí —respondió la joven que estaba en aquella sección.

Y añadió que se estaba celebrando unas conversaciones, relativas a la ayuda que podía prestarse a los niños de tierras extranjeras. A continuación, entregó a Pam pases para toda la familia.

Los Hollister recorrieron un largo y amplio pasillo, hasta llegar a la sala de conferencias. Después de mostrar sus entradas al ujier, entraron en el anfiteatro de una gran sala.

—Es igual que un teatro —cuchicheó Holly, hablando con Pam.

Doce hombres y dos mujeres se sentaban al fondo de la sala, en torno a una mesa circular. Cada uno tenía un micrófono delante de sí. Uno de los hombres hablaba un idioma extraño.

—Creo que es ruso —dijo la señora Hollister, mientras iban a ocupar sus asientos.

Pete fue el primero en descubrir el juego de auriculares que se encontraba en un brazo de su butaca. Los tomó y se los ajustó a la cabeza. Luego, mientras miraba a Pam, una expresión de incredulidad se dibujó en su rostro.

—¿Qué pasa? —le preguntó su hermana.

—Ese señor habla ruso, pero por aquí todo se oye en inglés.

Pam se apresuró a colocarse sus auriculares. Y también ella quedó muy sorprendida.

—Pues por aquí se escucha en español.

Al oír aquello, los demás hermanos se apresuraron a probar sus respectivos auriculares. Y así descubrieron que las palabras del conferenciante iban siendo traducidas en cinco idiomas diferentes: francés, español, inglés, ruso y chino.

—Está dispuesto así para que todo el que escuche pueda entender lo que se está diciendo —explicó la madre.

Pete y Pam estaban muy interesados en conocer lo que los conferenciantes decían sobre la ayuda a los niños de países extranjeros: se proyectaba enviar libros, maestros y hasta grupos de escolares americanos al extranjero para promover la comprensión y la amistad. Pero Holly, Ricky y Sue empezaron a ponerse nerviosos y a moverse. Hasta que la señora Hollister les hizo señas y salieron de la sala al vestíbulo.

—Tengo entendido que en este edificio hay bonitas tiendas abajo —dijo la madre—. ¿Os gustaría verlas?

—¡Sí, sí! —repuso Holly.

Y Sue añadió:

—Me gustará verlas si venden muñecas.

Pasando por el mostrador dé recepción, los niños y su madre descendieron hasta el piso inferior.

—¡Qué bonito! —se admiró Pam, cuando se aproximaban a una serie de tiendas donde se exhibían productos de todo el mundo.

A Sue, Holly y Pam les intrigaron mucho las muñecas procedentes de diversas naciones, y en cambio fueron las tallas en marfil de elefante de la India lo que más atrajo la atención de Pete y Ricky.

Por fin la chiquitina Sue se cansó de las muñecas. Había visto algo mucho más interesante. Entre los artículos expuestos por la India había un gran gong de bronce, pendiente de la pared. Junto al gong, estaba una especie de palo.

«Me gustaría saber qué ruidín hace, si le doy un golpecito», dijo para sí la pequeña, encaminándose al gong y agarrando el palo para golpearlo.

Al principio, Sue dio un golpecito suave, que no produjo más que una especie de zumbido. Luego, retrocedió y blandió el palo con fuerza.

¡GOINGGG!

El estrépito sobresaltó a todos los visitantes, y una señora que estaba cerca estuvo a punto de dejar caer al suelo una vasija griega que estaba examinando.

Siguieron sonando ecos del gong, mientras la señora Hollister corría al lado de su hija menor.

—¡Sue! —gritó—. ¿Qué estás haciendo?

Varios visitantes sonrieron cuando la señora Hollister tomó a la pequeña de la mano. Al momento, una china muy bonita, que llevaba una falda oriental, abierta de arriba abajo por un lado, se acercó a la familia y dijo en voz baja:

—La pequeña no ha hecho ningún daño. Por favor, no la riñan.

—No me gusta que mis hijos causen molestias —contestó la madre de Sue.

—A mi modo de entender, sus hijos tienen muy buenos modales —dijo, sonriendo, la señora china. Y después de presentarse como la señora Tai, empleada en aquellas tiendas de la O. N. U., dijo que había reparado hacía rato en los jóvenes visitantes de Shoreham—. Es muy hermoso ver a una familia numerosa, gozando de su viaje a Nueva York —concluyó la señora Tai, acariciando la cabecita de Sue.

Pete no pudo resistir la tentación de contarle a la señora Tai la curiosa equivocación que les había llevado al edificio de las Naciones Unidas.

—Claro, claro. Qué curioso juego de palabras —comentó la china. En seguida añadió—: Tal vez mi marido pueda ayudaros a encontrar a ese Yuen Foo.

—Sería estupendo —opinó Ricky—. ¿Trabaja en el barrio chino?

La señora Tai contestó que su esposo era propietario de un restaurante en el sector chino.

—Conoce a mucha gente, allí. Si os detenéis en el restaurante «Capullo de Loto», de Mott Street, y preguntáis por él, estoy segura de que procurará ayudaros.

El nombre de «Capullo de Loto» sorprendió mucho a Pete, que miró a Pam. Pero los dos fueron discretos y no dijeron nada sobre el forastero sospechoso y la cajita de cerillas que encontraron en Shoreham.

Después de dar las gracias a la señora Tai, los Hollister subieron las escaleras y salieron del edificio, para instalarse en el coche.

—El restaurante «Capullo de Loto» —murmuró Pam, pensativa—. Mamá, ¿tú crees que debemos ir allí?

—Si el señor Tai puede ayudarnos, sí.

—Pero ¿y si nos encontramos con ese «tirrible» Hong Yee? —objetó Sue.

—No te preocupes —la tranquilizó Pete—. Nosotros somos bastantes para poder ocuparnos de él.

La señora Hollister condujo de nuevo al barrio chino y allí dejaron aparcado el coche. Después de andar un trecho por Mott Street, llegaron al restaurante. Al entrar, Pam y Holly dirigieron miradas asustadas a su alrededor, por si se encontraba allí Hong Yee, pero no le vieron por parte alguna.

Encontraron, en cambio, al señor Tai. Era un hombre atractivo, elegantemente vestido, de nariz recta y con el resto de las facciones orientales. Cuando le preguntaron por Yuen Foo, respondió que no conocía a tal persona, pero que, tal vez, el anciano señor Shing, oficial de la Asociación China, pudiera ayudarles.

El señor Tai envió a los visitantes a las oficinas de la asociación, situadas media manzana más allá. Ocupaba el segundo piso de un edificio con balcones de hierro forjado.

—Pero, antes de ir —añadió, cortésmente, el señor Tai—. ¿querrán hacerme el honor de ser mis invitados a una comida cantonesa?

Ricky cuchicheó a su madre:

—¡Me estoy muriendo de hambre!

—Yo también —susurró Holly.

La señora Hollister, en un principio, rehusó, pero acabó aceptando la gentil invitación del señor Tai. Muy pronto, toda la familia estuvo sentada en tomo a una mesa del restaurante. La comida consistió en cilindros de huevo, rellenos de verdura triturada y pedacitos de carne de cerdo. A esto siguió una humeante fuente de pollo «chow mein».

Terminada la comida, los Hollister dieron las gracias a su anfitrión y marcharon hacia la Asociación China. Pete empujó la puerta, que estaba abierta, y quedó a la vista un tramo de escaleras, mal iluminadas, que llevaban al primer piso. Una vez arriba, el chico llamó a otra puerta. Salió a abrir un anciano de barba rala.

—¿El señor Shing? —preguntó Pete.

—Sí. Yo soy.

Dicho esto, el anciano invitó a los Hollister a que pasasen a una gran estancia. En el centro había una mesa redonda y, en torno a las paredes, hileras de sillas. En la parte que daba a la calle, dos puertas vidrieras daban salida a un balcón desde donde se dominaba Mott Street.

Después de haberse presentado todos, Pam hizo preguntas al señor Shing sobre Yuen Foo. El anciano quedó silencioso durante unos momentos, como si estuviera buscando en su memoria.

Pete, Pam y su madre esperaron, pacientemente, la respuesta. Pero Ricky, Holly y Sue salieron al balcón para contemplar la actividad reinante abajo, en la calle.

Por fin el señor Shing sonrió y repuso:

—Sí. Yuen Foo vivió aquí, en Pell Street, pero.

En aquel momento, un grito de Holly interrumpió al señor Shing. El primero en ponerse en pie y correr al balcón fue Pete, que cruzó las vidrieras a tiempo de ver como Ricky, que caminaba por el borde de la barandilla, se ladeaba hacia el exterior.

—¡Basta! —gritó el hermano mayor, precipitándose hacia Ricky.