DOS CAMORRISTAS Y UN FANTASMA

El señor Hollister aceptó de una manera más serena la desaparición de las niñas.

—¿Habéis telefoneado ya a casa de sus amigas? —preguntó.

—Sí. A todas, menos a casa de los Hunter.

Jeff Hunter, de ocho años, y su hermana Ann, de diez, eran unos de los mejores amigos de los Hollister.

La señora Hollister volvió al interior de la casa y marcó el número de la casa de los Hunter. Contestó la señora de la casa.

—No. Ni Holly ni Sue están aquí. Y mi Ann lleva fuera de casa mucho rato ya. Empiezo a estar preocupada. Puede que las tres estén juntas.

—Pero ¿dónde? —preguntó la señora Hollister.

La madre de los Hunter contestó que no tenía la menor idea, pero que inmediatamente empezaría a buscar.

Cuando su madre colgó, Ricky dijo:

—Yo sabía que las niñas estaban preparando una sorpresa para ti, mamá. Y he visto a Sue saliendo con «Mimito».

—Muy interesante, pero no nos ayuda en nada a encontrar a las niñas —dijo el señor Hollister.

Pam propuso:

—Hagamos que «Zip» las busque por el olor. —Corrió a buscar un zapato de Sue y otro de Holly—. Huele, «Zip». ¡Huele! Y busca a las niñas.

El hermoso perro levantó la cabeza hacia los zapatos. Luego, bajó el morro al suelo y olfateó el patio durante un minuto, antes de volverse y correr, calle abajo. Pam y su madre corrieron tras el animal, mientras Pete, Ricky y su padre buscaban en dirección opuesta.

—«Zip» va hacia la casa de los Hunter —observó Pam—. Sue y Holly habrán ido allí a buscar a Ann y las tres se marcharían juntas.

«Zip» fue hasta el patio trasero de los Hunter en el momento en que la señora de la casa acudía a reunirse con los Hollister. El perro avanzó entre dos hileras de rosales, inmediatas al garaje con cabida para dos coches. De pronto, todos vieron saltar a un gatito, que huyó hacia una planta de magnolias.

—¡Es «Mimito»! —exclamó Pam, echando a correr delante de las dos mujeres. Y pronto, de las ramas más altas del magnolio descolgó al gatito.

Al mismo tiempo, «Zip» empezó a dar zarpazos en la puerta del garaje, al tiempo que aullaba.

—¿Es posible? —exclamó la señora Hunter—. ¿Creen que las niñas han estado todo este tiempo en el garaje?

Pam abrió la puerta y «Zip» se precipitó al interior. La repentina entrada asombró a las tres niñas, que estaban muy ocupadas trabajando en una cocina eléctrica de juguete.

—¡Sue! ¡Holly! ¡Ann! Así que ¿era aquí donde habéis estado escondidas? —exclamó Pam.

—No estábamos escondidas —se defendió Holly—. Sue y yo estamos haciendo una cena sorpresa en la cocina de Ann.

La linda y morenita Ann se echó a reír, al decir:

—Nunca adivinaríais lo que es. Díselo, Sue.

—Es… es chino. Lo vamos a llamar: «Triturado de Casa de Pájaro a lo Suey».

—¡Cómo! —exclamaron Pam y las dos señoras a un tiempo.

—Tenía que haberse llamado Sopa de Nido de Pájaro, pero no hemos encontrado ningún nido de pájaro que estuviera limpio y bien —se lamentó Holly.

—¿Y mamá tiene que comerse eso? —preguntó Pam, mirando con desconfianza la cazuelita que hervía en la cocina de juguete—. ¿De qué está hecho?

Holly explicó cómo Sue y ella habían recogido los tallos de judías del jardín. Y cuando su madre contuvo una exclamación, se apresuró a añadir que ya habían plantado otras semillas. También se habían llevado cebollas y apio de la cocina de los Hollister. Como adición, Ann había llevado unos trocitos de salchicha de cerdo de su nevera. Todo ello lo habían hecho pedacitos para mejorar el sabor de la sopa.

—Y también hemos añadido un chorrito de salsa de soja —hizo saber Ann, con aires de un gran «chef» de cocina.

—¿Y por qué lo habéis bautizado con ese nombre tan cómico? —preguntó Pam—. «Triturado de Casa de Pájaro a lo Suey»…

Como respuesta, Holly sacó de la cazuela una ramita. Riendo, dijo que la habían sacado de un nido, abandonado y roto, que encontraron en el magnolio.

—¡Aggg!

Pam no pudo evitar aquella exclamación, acompañada de un gesto de asco.

—Lo hemos lavado muy bien —declaró Sue, ofendida.

—Y estoy segura de que habéis preparado un plato chino delicioso —dijo la señora Hollister, sonriendo. Cogió una cucharada de la mezcla, se la llevó a los labios y estuvo soplando para enfriarla. Luego la probó—. Muy buena. ¡Pero que muy buena!

—¿Aunque no tenga nido de pájaro? —preguntó Sue, complacida.

—¡No ha sido poca suerte que no lo hayáis encontrado! —rió la señora Hollister—. Bien. Ahora tenemos que irnos.

Utilizando un pequeño agarra-cazuelas, levantó el recipiente del pequeño fogón, vertió el contenido en un pequeño recipiente de aluminio perteneciente a la señora Hunter, y se marchó a casa con las niñas. El señor Hollister y los chicos no tardaron en regresar y se mostraron muy contentos al ver a las pequeñas.

Todos rieron alegremente al tener noticia del «Triturado de Casa de Pájaro a lo Suey», que fue servido, como primer plato, por Holly y Sue.

Durante el resto de la cena se habló principalmente del misterio chino. El señor Hollister dijo que celebraba saber que el oficial Cal se había ocupado de buscar la pista del forastero procedente de Nueva York.

Luego, mientras la señora Hollister servía el postre, consistente aquella noche en un rosado y dulce pudín, Pete preguntó si podía leer en voz alta algunos pasajes interesantes del libro «Los Túneles de Nueva York».

—Nos gustará escucharte —dijo su madre.

—Aquí hay algo muy divertido —anunció Pete, abriendo el libro—. Hace años, un poste de electricidad de la Avenida Amsterdam, súbitamente empezó a hundirse en el pavimento. La policía investigó y, bajo el poste, encontraron a un hombre que cavaba un túnel desde su casa a un almacén que se encontraba en frente.

—¡Asombroso! ¿Y por qué hacía eso? —preguntó la señora Hollister.

—Porque le asustaba el intenso tráfico.

Los Hollister rieron a carcajadas.

—Y ahora leeré lo más misterioso de todo —Pete fue pasando páginas, hasta encontrar la deseada. Entonces empezó a leer—: «Largo tiempo atrás, hasta los oficiales de policía de la ciudad de Nueva York llegó información de la existencia de un gran túnel subterráneo que comunicaba dos sótanos, situados en los extremos opuestos de la calle Mott, en el barrio chino. Había sido abierto medio siglo atrás y se decía que un esqueleto solía pasearse por aquel túnel. De todos modos, la policía tapió el túnel».

A Ricky le brillaban los ojos.

—¡Canastos! ¡Túneles en el barrio chino! ¿Crees que podríamos resolver nosotros un misterio así?

—No lo creo —respondió Pete—. El libro dice que la mayoría de los túneles secretos de Nueva York han sido tapiados, después de cubrirlos con tierra. Con tanta edificación, se temía que se produjeran socavones en el suelo.

—Nueva York tiene ya bastantes túneles útiles. No le hacen falta los otros —dijo el señor Hollister, y habló entonces de los muchos kilómetros del metropolitano y de los grandes túneles para vehículos que unen Manhattan Island con las áreas circundantes.

Terminada la cena y cuando las niñas estaban recogiendo los utensilios de la mesa, el oficial Cal se presentó en casa de los Hollister. Todos le vieron salir del coche patrulla, recorrer el camino del jardín y llamar a la puerta. Pete salió a recibirle.

—Entre, oficial —invitó el chico—. ¿Hay noticias?

El policía se quitó la gorra, mientras la familia le rodeaba, dijo que tenía más noticias sobre Hong Yee.

—Es importador. Está especializado en joyería de jade. Y no creo, amiguitos, que debáis seguir preocupándoos por él.

—¿Qué quiere decir? —preguntó Pam.

Cal contestó que el forastero, al que había mantenido bajo vigilancia la policía local, había salido de la población y, más tarde, la policía estatal comunicó que había abandonado aquel estado.

—Entonces, será que vuelve a Nueva York —opinó Pete.

—Si era él quien estaba escuchando en el restaurante del señor Chen, puede que se enterase del mensaje misterioso y por eso ahora vuelve al barrio chino —reflexionó Pam, preocupada.

—Podría ser —admitió Cal.

La señora Hollister dijo:

—Gracias, oficial. Nos sentimos mucho más seguros, ahora que ese hombre no está en Shoreham.

Unos minutos después de haberse marchado el oficial Cal, sonó el teléfono. Pete fue a responder. La voz que sonó al otro extremo de la línea era suave y siseante.

—Soy vuestro amigo misterioso —dijo.

Al instante Pete sintió sospechas. ¿Sería Joey Brill con uno de sus trucos? Por si se trataba de eso. Pete decidió seguir al otro la corriente.

—Supongo que quiere usted el libro —dijo.

—Sí. Déjalo bajo el árbol del patio del colegio, esta noche a las nueve o… ¡Haré caer sobre vosotros una maldición china!

Pete procuró que su voz sonase asustada.

—Está bien… Lo haré. Pero, por favor, no haga nada de esa maldición…

Colgó entonces y, riendo, contó a su familia lo ocurrido.

—¡Ya le enseñaré yo a Joey! —concluyó—. Va a ver ese bobo, cómo se cambian las tornas.

—¿Cómo? —preguntó Ricky.

—Ya pensaré algo.

A solas con su hermano, unos minutos más tarde. Pete bosquejó un plan. Al concluir, Ricky comentó:

—¡Caramba! ¡Será estupendo! Me gustaría verlo.

—Pero es mejor que lo haga solo —respondió el hermano mayor—. Ya te explicaré cómo ha salido todo. Primero, préstame tu pistola de agua, Ricky.

A las ocho de la tarde el sol ya se había puesto y largas sombras empezaban a tender un manto de oscuridad sobre Shoreham. Pete cargó la pistola de agua de su hermano y se la metió en el bolsillo posterior del pantalón. Luego corrió al patio de la escuela, se acercó al gran árbol y se escondió junto a unos grandes matorrales.

Completamente oculto por el espeso follaje, Pete esperó. Media hora transcurrió antes de que oyera voces. Atisbando entre las hojas, pudo descubrir a Joey y Will. Este último llevaba una bolsa marrón entre los brazos.

Joey se ocultó tras el tronco y Will se puso a su lado. Los dos amigos aguardaron.

Pete permaneció un rato observándoles, conteniendo la risa. Por fin oyó que Joey decía:

—Son casi las nueve. ¿Es que no va a venir nunca ese Pete?

—¡Chiits! —advirtió Will—. Si está de camino, puede oírnos.

En silencio, Pete sacó la pistola de agua apuntó entre las hojas y oprimió el gatillo.

¡Flaaass!

—¡Eh! ¿Qué ha sido eso? —siseó Joey.

—Qué ha sido ¿qué…?

—Algo que me ha dado en la cara. Algo como agua.

—Estás soñando.

—No estoy soñando. Tú sujeta bien la bolsa de barro y calla.

De nuevo Pete oprimió el gatillo.

—¡Uff! ¡También yo lo he notado! —dijo Will—. ¡En mi oreja!

Pete aguantó la risa y sacudió las ramas del arbusto, al tiempo que dejaba escapar un ruidillo misterioso.

—¿Qué… qué es eso? —gritó Will.

—Un fa… fa… fantasma —tartamudeó Joey.

Ahora, por primera vez, habló Pete. Con voz chillona, dijo:

—¡Estáis entorpeciendo los planes del mandarín chino! ¡Me apoderaré de vosotros y os daré como alimento al dragón!

Sacudió otra vez las ramas, como si empezase a salir. Joey y Will miraron hacia allí, aterrorizados.

—Sujeta bien la bolsa —balbució Joey.

Y sin más echó a correr. Pero resbaló y cayó.

Will estaba temblando de tal manera que no lograba sostener bien la bolsa. Hasta que, por fin, le resbaló de los dedos.

—¡Cuidado! —gritó.

Pero todo lo que a Joey se le ocurrió fue levantar la cabeza. Y todo el lodo que contenía la bolsa le dio en plena cara, con un sonoro impacto.

—¡Huuuy! —aulló.

El camorrista empezó a escupir y dar saltos, mientras se sacaba el barro de los ojos. Will se inclinó, junto a su amigo, y Pete sacudió las ramas con mayor violencia.

—¡Vámonos de aquí! —cuchicheó Will, con voz tensa, y los dos amigos echaron a correr a la mayor velocidad que nunca viera Pete.

Ahora fue Pete quien salió de su escondite, riendo divertido. Y corrió a casa para contarle a Ricky lo sucedido. Los dos hermanos rieron un buen rato y, cuando se durmieron, quedaron con una feliz sonrisa en los labios.

A la siguiente mañana, a la hora del desayuno, el señor Hollister anunció:

—¡Iremos a Nueva York a ver el Satélite Volante, en el Hobby Show!

—¡Canastos! ¡Qué suerte!

—¡Qué guapo eres, papá! —gritó Holly, abrazando a su padre.

—¡Puede que resolvamos el misterio chino! —comentó Pete.

—Y así ayudemos al pobre Yuen Foo —añadió Pam.

Al mediodía, el señor Hollister telefoneó a casa para decir que ya había hecho las reservas y comprado los billetes de avión. Después de comer, Pete llamó a Dave Meade, su mejor amigo, y le pidió que, mientras estuviera ausente, fuera a ver dos veces al día a «Domingo», el burro.

—Bonito viajecito —dijo Dave—. Veo que estás muy feliz.

—Es verdad. Y tengo dos razones —repuso Pete, que luego explicó a su amigo el episodio de la noche anterior.

—¡Es para morirse de risa! —declaró Dave—. Esos dos latosos han tenido su merecido.

Mientras Pete daba instrucciones a Dave sobre el modo de alimentar y atender a «Domingo», durante los pocos días que él estuviera ausente, a los dos amigos se les ocurrió mirar hacia la calle. En aquel momento vieron pasar, en bicicleta, a Joey y a Will.

—¡Hola, Joey! —saludó Pete.

Joey frenó su bicicleta y también Will se detuvo. Pete y Dave se acercaron al bordillo, dándose cuenta de que los dos malintencionados camorristas estaban un poco tristones.

—¿Qué quieres? —preguntó Joey con voz gruñona.

—Nada importante —dijo Dave—, pero me he enterado de que habéis estropeado los planes de un caballero chino.

Al momento, una expresión extraña se dibujó en el rostro de Joey, que se puso tan rojo como un cohete encendido.

—Pe… pe… pero ¿cómo lo sabes?

Como en respuesta, «Domingo» levantó la testuz y dejó escapar un lastimero rebuzno que se oyó a lo largo de toda la calle. Pete y Dave soltaron una gran carca jada. Sin decir ni una palabra más, Joey y Will se marcharon corriendo.

El resto del día lo pasaron los Hollister haciendo emocionantes planes para su viaje a Nueva York. Toda la familia iba a salir a la tarde siguiente.

—No sé si voy poder esperar tanto tiempo —recalcó Holly.

Y cada uno de sus hermanos aseguró que tampoco ellos estaban seguros de poder resistir una espera tan larga.

Momentos antes de acostarse, llegó un telegrama para el señor Hollister. El mensaje hizo que todos los niños dejaran escapar una exclamación de desencanto.

«Problemas con Satélite Volante. No perfeccionado aún. Preferible pospongan ustedes viaje. Firmado: Charlie Davis».