—¡Un mensaje secreto! —exclamó Pete, mientras los símbolos de la nota misteriosa iban tornándose más negros y visibles en el líquido.
—¡Tenías razón, Pete! —gritó su hermana—. ¡Hay que averiguar en seguida lo que dice!
Al oír las exclamaciones, la señora Hollister acudió a toda prisa a la cocina.
—¡Pete ha resuelto una parte del misterio con los productos del equipo de detectives!
A Pam le resplandecían los ojos, mientras sacaba del líquido el papel húmedo y se lo mostraba a su madre.
—Es sorprendente —afirmó la señora Hollister.
Pam, riendo, comentó:
—Estoy segura de que no es ninguna receta para sopa de nido de pájaro.
Pete secó rápidamente el húmedo papel con un secante.
—Lo llevaremos al señor Chen para que nos lo traduzca —propuso.
Ahora Ricky había entrado en casa y sentía tanta curiosidad como sus hermanos mayores.
—Dejadme ir con vosotros —suplicó.
Los tres salieron a todo correr. Cuando llegaron al restaurante del señor Chen puede decirse que ardían en curiosidad. Encontraron al propietario del establecimiento sentado a una mesa, trabajando con una máquina registradora, a sorprendente velocidad. Tras él, una ventana entreabierta aparecía adornada con un bello jarrón oriental.
Cuando Pam le presentó a Pete y Ricky, el señor Chen levantó la vista de su trabajo, y dijo, sonriendo:
—¿Habéis encontrado otra nota en ese viejo libro?
—No, señor Chen. Es la misma nota, pero con un nuevo mensaje —repuso Pete, pasando el papel al amable chino, y explicándole cómo lo habían descubierto.
—Sois muy buenos detectives —aseguró el señor Chen, empezando a leer el mensaje.
Varias veces repasó lo escrito, sin que ningún cambio de expresión asomase a su plácido continente. Luego, con lentitud, levantó los ojos del papel y miró a los niños que tenía ante sí.
—Es verdaderamente, un misterio chino, y muy peligroso, tal vez…
Los Hollister pusieron ojos de asombro.
¡Peligroso!
Los tres hermanos quedaron en silencio unos minutos, mirándose con perplejidad.
Luego Pam pidió:
—Díganos la traducción, por favor.
El señor Chen movió de un lado a otro la cabeza.
—Tal vez no deba —murmuró, tabaleando el mostrador con los dedos—. No quisiera que por decíroslo os metierais en complicaciones.
—¡No lo haremos! —prometió, atropelladamente, Ricky.
—¿Estáis seguros de que queréis que os lo traduzca? —preguntó, muy serio, el señor Chen.
—¡Sí, sí! —dijo Pete—. Prometemos tener cuidado.
—Eso espero. Bueno. Voy a leéroslo.
Los tres hermanos contuvieron la respiración, mientras el señor Chen les traducía las nuevas palabras aparecidas en la nota.
—«Honorable hijo: estoy en gran peligro. Estoy amenazado a causa del tesoro. No obstante, está bien guardado por Kuan Yen. Mis enemigos nunca encontrarán el gran pájaro».
Durante un momento, después que el señor Chen acabara la lectura, reinó un largo silencio. Por fin, Pete suspiró:
—Este misterio está resultando cada vez más profundo. ¿Quién será ese Kuan Yen?
El señor Chen informó que Kuan Yen era la diosa china de la misericordia.
—Muchos de mis compatriotas tienen una imagen suya en sus hogares.
Después de una pausa, el dueño del restaurante añadió:
—Mis buenos amiguitos, ¿por qué no os olvidáis de este misterio? No sólo es peligroso, sino que sucedió hace muchos años. Yuen Foo, el que escribió esta carta, probablemente no tiene ya ningún problema.
Pam no estaba muy convencida.
—Pero, señor Chen, ¿por qué ese forastero está tan interesado en conseguir un mensaje que se escribió hace tantos años?
—Sí —concordó Pete—. Puede que Yuen Foo esté en apuros ahora mismo.
El señor Chen sonrió levemente y en sus ojos se reflejó una expresión de añoranza.
—¿Y cómo esperáis encontrar a Yuen Foo? Nueva York está a mucha distancia de aquí.
—Eso es verdad —asintió Pete—. Pero todos nosotros estamos invitados a ir a la ciudad para ver el nuevo Satélite Volante del señor Davis.
—¿Satélite Volante? —El señor Chen miró con incredulidad a los niños—. ¿No estaréis planeando un viaje a la luna?
—No, no —contestó, riendo, el pecoso—. Es sólo un juguete.
Y Ricky habló a su amigo chino del juguete del señor Davis.
—Si vamos a Nueva York, a ver el Satélite Volante, tal vez podamos trabajar también en ese misterio.
—Pero, si lo hacéis, sed muy…
—¡Mirad! —gritó Ricky, interrumpiéndole. Y señaló la ventana entreabierta, que quedaba detrás del señor Chen. Allí, como por arte de magia, había aparecido y desaparecido, en un santiamén, la silueta de un hombre.
—¡Alguien que nos vigilaba! —exclamó Pam—. ¡Quería oír lo que decíamos!
Pete corrió hacia la ventana, por un lado, y Ricky por el otro. En el camino de Pete estaba el bello jarrón chino. El muchacho creyó que lo esquivaría, desviándose un poco, pero en su prisa lo golpeó con el codo. La hermosa vasija se tambaleó y cayó al suelo.
—¡Ooooh! —murmuró Pete, contemplando los añicos a que había quedado reducido el jarrón—. ¡Cuánto lo siento!
—No te preocupes —le dijo el afable chino—. ¿Quién estaba en la ventana?
Ricky miró a todas partes, sin poder ver a nadie.
—Puede que se haya ido por la parte de detrás —sugirió el chico.
Inmediatamente, los tres hermanos salieron del restaurante y corrieron por una calleja lateral del edificio. No había nadie allí.
Ricky se metió en el patio trasero. Era un pequeño recinto con hierba verde, con dos cornejos en el centro y una hilera de lirios que bordeaban la cerca del fondo. Ricky corrió hasta aquella cerca y pudo ver dos huellas profundas en la tierra blanda.
—¡Pete! ¡Pam! —llamó.
Mientras los dos mayores se aproximaban, empezaron a sonar ladridos en los patios de la Tienda de Animales de Jack.
Ricky señaló las huellas, diciendo:
—Alguien ha saltado la cerca por aquí. ¡Si nos damos prisa, podemos alcanzarle!
Pete pasó una pierna sobre la cerca y saltó al otro lado, con cuidado de no pisar ninguno de los bordes de las perreras. Ricky hizo lo mismo. Los animales prorrumpieron en una ensordecedora barahúnda de ladridos. Pam dijo que se quedaría donde estaba, vigilando, por si el hombre misterioso huía por otra parte.
—Muy bien. Sígueme, Ricky —dijo Pete, abriéndose paso entre las hileras de jaulas con perros.
Pero cuando llegó a la entrada de la trastienda, una mujer gritó desde la puerta:
—¡Quietos donde estáis! ¡No deis ni un paso más!
Los dos chicos quedaron anonadados al oír aquella voz agria.
—Es que estamos persiguiendo a alguien —explicó, torpemente, Pete.
—¡Tenemos que alcanzarle! —añadió, más decidido, Ricky, echando a andar por el pasillo que daba a la calle.
—¡Nada de eso! —gritó la mujer—. He visto a vuestro amigo saltar la cerca. Él asustó a mis perros.
—Ese hombre no es nuestro amigo —protestó Pete.
—Entonces, ¿por qué andáis jugando con él?
Pete suspiró, se encogió de hombros y miró a Ricky. Por lo visto, con aquella señora era imposible explicarse.
—Ahora, marchaos por donde habéis venido —ordenó ella, con acritud—. Esto es propiedad privada… ¡Y cuidado con mis perros!
Comprendiendo que habían entrado sin permiso en propiedad ajena, aunque no fuera con deseos de perjudicar, sino por una buena causa, Pete obedeció. Ricky, arrugando el entrecejo, siguió a su hermano hasta la cerca y saltó por ella, mientras los perros continuaban dando ladridos.
Pam les aguardaba.
—¡Qué lástima! —dijo la niña—. Si esa señora os hubiera dejado pasar a lo mejor habríais descubierto al hombre.
—Si quiere averiguar algo, ese hombre volverá —profetizó Pete—. Así que todavía podríamos descubrirle.
Los hermanos, muy desencantados, volvieron al restaurante del señor Chen. Hablaron con el propietario del establecimiento sobre el misterioso merodeador.
—¡Ha sido una pena! —dijo el chino—. Pero puede que esto no esté relacionado con vuestro misterio.
Los Hollister hablaron un ratito más con el señor Chen, que había recogido el jarrón roto. Luego dijeron que tenían que marcharse.
—Y perdóneme por haber roto su jarrón —pidió Pete—. Mi padre hablará de eso con usted.
—A lo mejor le podemos comprar otro en el barrio chino de Nueva York. Esperamos ir allí —dijo Pam.
Una vez más, el señor Chen dijo a los Hollister que no se preocupasen en absoluto por el jarrón.
—La verdadera felicidad se la proporciona a una persona un acto de amistad, no unos pedazos de loza.
El chino hizo una cortés inclinación y deseó a los niños mucha suerte para la resolución del misterio.
—Pero tened cuidado, mucho cuidado —insistió.
En aquel momento sonó un teléfono de pared. El señor Chen contestó y, en seguida, hizo señas a Pam, que ya salía.
—Vuelve. Es para ti.
Pam cogió el auricular.
—Diga… ¡Ah, mamá! —Escuchó unos momentos—. Gracias, mamá. Adiós.
—¿Qué noticias hay? —preguntó Pete.
Pam dijo que el oficial Cal había llamado a casa de los Hollister.
—El coche que vimos con matrícula de Nueva York pertenece a un hombre que se llama Hong Yee. Mamá piensa que tal vez usted conozca ese hombre, señor Chen.
—Nunca había oído ese nombre —respondió el señor Chen.
—Hong Yee vive en Nueva York —añadió Pam.
Como el dueño del restaurante ya no podía darles ninguna información, los Hollister se despidieron definitivamente del señor Chen y salieron camino de su casa. Por el camino hablaron del gran pájaro que nombraba la nota escrita con tinta invisible. Ricky opinó que podía tratarse de un gran periquito, entrenado para que pudiera guardar cosas de valor, porque podría avisar, dando voces, cuando alguien se acercase.
—O podría ser un halcón —sugirió Pete—. Ya sabéis que la cetrería es un deporte oriental.
—Puede que el mismo pájaro sea un tesoro —opinó Pam.
Ricky no estaba de acuerdo con esa idea.
—Si lo hubiera sido —contestó, riendo—, ya estaría muerto, ahora.
Después de comentar desde todos los puntos, las posibilidades de aquel misterio, los tres Hollister llegaron a casa. Era casi la hora de cenar y el tentador olorcillo de la carne fiambre que su madre había preparado, pareció salir a recibirles.
Pam, Pete y Ricky entraron, corriendo, en la cocina y encontraron a su madre llamando a Holly y Sue, que estaban en el patio, o al menos eso había creído ella.
—¿No habéis visto a las pequeñas? —preguntó a los otros tres.
—No, mamá —replicó Pam.
«Zip», el hermoso perro pastor de la familia, al oír que las dos niñas pequeñas habían desaparecido, empezó a olfatear por el patio, como si quisiera descubrir el olor de sus pequeñas amitas.
—Me gustaría saber a dónde han ido —dijo la señora Hollister—. Hace mucho rato que no las veo y estoy preocupada.
—A lo mejor se han escondido con «Domingo» y están esperando a que las encontremos —dijo Pete.
Fue al gran garaje, que se encontraba a un lado de la casa, y abrió la puerta. «Domingo», el burro de los Hollister, se encontraba en su pesebre, ante una pila de paja. Las pequeñas no estaban allí.
—Sue y Holly se han ido después de marchar vosotros —estaba diciendo la señora Hollister, en tono de preocupación—. No me han dicho a dónde iban.
Pam y Pete fueron a mirar por la orilla del Lago de los Pinos, mientras Ricky salía a la calle, llamando a las dos niñas a gritos. Pero, después de quince minutos de búsqueda, Holly y Sue seguían sin aparecer.
—¡Dios mío! ¡Ellas que suelen ser tan puntuales para la hora de la cena! —comentó la señora Hollister, ya más que nerviosa.
En aquel momento llegó el padre en la furgoneta.
—¿Has visto a Holly y Sue? —le preguntó, esperanzada, la señora Hollister.
—No. ¿Pasa algo?
—Eso me temo —contestó la señora Hollister, demostrando ya toda su preocupación—. ¡Creo que las niñas se han perdido!