Pete probó a abrir a tirones las esposas para liberar a Ricky, pero no consiguió nada. Lo mismo intentaron Pam y Holly sin mejor suerte.
—Una cosa es segura —declaró Pete—. Son unas buenas esposas.
Y Ricky lloriqueó:
—Demasiado buenas. ¡Canastos! ¿No podéis soltarme? Me duelen los brazos.
—¡Huy, qué «tirrible»! —exclamó Sue, con los ojitos llenos de lágrimas—. El pobrecito Ricky va a tener que pasar aquí toda la noche.
—No. Claro que no —dijo Pam, apaciguadora—. ¡Le soltaremos de algún modo!
Se decidió que Pete iría en una carrera al Centro Comercial, para buscar la llave de otro equipo de detectives. Sue, Holly y Pam se quedaron con Ricky, mientras Pete se alejaba a toda prisa.
Unos minutos más tarde llegaba, sin aliento, al Centro Comercial. Pete abrió la puerta y entró en el moderno establecimiento. Su padre estaba al otro lado del mostrador de juguetes, hablando con otro hombre. El señor Hollister, moreno y de simpático aspecto, se mostró extrañado al ver reaparecer tan pronto a su hijo.
Pete acudió a él, diciendo, muy nervioso:
—¡Ricky está esposado, papá!
Su padre sonrió, contestando:
—Yo creo que para eso son las esposas, hijo. ¿A qué viene tanto nerviosismo?
Pete, a toda prisa, contó a su padre lo que había ocurrido.
—Te daré un duplicado de esa llave —dijo el señor Hollister.
Del mostrador de juguetes tomó otro juego de detectives. Abrió la caja y dio a Pete la llave. Luego se volvió a hablar con el otro señor.
—Señor Davis, quisiera presentarle a mi hijo Pete.
El señor Davis sonrió y estrechó la mano del muchacho. El señor Davis era un hombre bajo y fornido, con el cabello gris en las sienes y una simpática sonrisa, que inmediatamente agradó a Pete.
—¿Cómo está usted, señor? —saludó Pete.
El señor Hollister explicó que el señor Davis era un viejo amigo suyo, fabricante de juguetes en la ciudad de Nueva York.
—Sí —asintió el hombre—. Tengo una idea de la que quiero hablar con tu padre. Confío mucho en su opinión. Pero, antes que nada, deja que te lleve con tu hermano.
—¡Muchas gracias! Adiós, papá.
Pete salió corriendo de la tienda con el señor Davis, cuyo coche estaba aparcado delante de la tienda. A los pocos minutos se detenían ante el poste. Allí seguía el pobre Ricky, semejante a un mono aferrado a un palo.
—Que fea treta la de esos mozalbetes, dejar así a tu hermano y marcharse —comentó el señor Davis.
Pete bajó inmediatamente del coche y abrió las esposas, dejando en libertad a su hermano.
—¡Canastos! Joey ha sido muy rápido —comentó Ricky, riendo y frotándose vigorosamente los brazos.
Pete presentó a sus hermanos al señor Davis.
En aquel momento a todos les llamó la atención una sirena que sonaba al final de la calle. Un coche de la policía llegó a toda velocidad y aparcó tras el coche del señor Davis. Del vehículo salió un joven de buena presencia, uniformado.
—¡Oficial Cal! —exclamaron los Hollister.
Y Sue corrió a abrazarle.
Cal Newberry era un viejo amigo de los Hollister, a quienes había ayudado a resolver varios misterios. Cal y el señor Davis se saludaron con una inclinación de cabeza. Luego el policía dijo:
—Bueno, pequeños. ¿A qué viene tanta actividad?
Cuando Pete le contó la jugarreta de Joey, el oficial dijo:
—¿De modo que era eso? Una señora que pasó por aquí en coche, ha informado que un niño estaba sujeto a un poste. Bien. Me alegro de que estés ya en libertad. Yo haré que Joey me devuelva esa llave.
—Gracias, oficial Cal —dijo Pam—. Pero, antes de irse, a lo mejor puede usted ayudarnos en un nuevo misterio.
El policía sonrió, afablemente.
—¿Otro misterio, dices? ¿Cuál es el de ahora?
—Uno del barrio chino de Nueva York —dijo Ricky.
—Interesante lugar —comentó el señor Davis.
—Y la cosa parece emocionante —añadió el oficial Cal—. Halladme de ello.
Pam relató cuanto había sucedido y al final añadió:
—Me acuerdo del número de licencia del coche.
Y se lo dictó al policía, que lo anotó en su cuaderno.
—Desde luego, puedo averiguar quién es ese forastero, pero no me parece que esto tenga nada que ver con un incumplimiento de la ley, ni nada semejante.
Tras un marcial saludo, el oficial Cal volvió a entrar en su coche. Desde la ventanilla movió la mano, como despedida final, y dijo:
—Si localizo a ese hombre, le vigilaré por vosotros.
Sin más, Cal se marchó y el señor Davis dijo a los niños:
—Subid a mi coche, que os llevaré a casa.
Por el camino, el fabricante de juguetes habló con los niños de lo que le había inducido a visitar Shoreham.
—Tengo un nuevo juguete, ¿sabéis? Se llama el Satélite Volante. He venido aquí para conocer la opinión de vuestro padre sobre ello.
—¿Y vuela por el espacio exterior? —preguntó Ricky.
El fabricante de juguetes se echó a reír y repuso:
—El Satélite Volante no sale, exactamente, al espacio exterior. La verdad es que todavía no está muy perfeccionado.
—Háblenos de ese juguete —pidió Pete, interesado.
El señor Davis dijo, ante todo, que lamentaba no tener un modelo del nuevo juguete consigo, y explicó que consistía en una gran bola, con un caminillo metálico en torno a su circunferencia. También llevaba un pequeño cohete de juguete y una caja de mandos electrónicos.
—La bola representa la luna —continuó el señor Davis—. El camino que la rodea es la órbita para el cohete, que es el satélite.
—¡Debe de ser estupendísimo! —exclamó Ricky—. ¿Y cómo funciona?
El señor Davis repuso que el satélite era lanzado electrónicamente para ir a quedar en órbita de la supuesta luna.
—Un niño puede ocuparse de los mandos, haciendo que el satélite gire y gire…
—¡Estoy seguro de que papá venderá muchos de esos juguetes! —afirmó Pete.
Se aproximaban ya a la casa de los Hollister, cuando el señor Davis añadió:
—Precisamente quería pedirle a vuestro padre que viniese a la ciudad de Nueva York, para ver la primera prueba del Satélite Volante. ¿Qué os parecería venir a visitar mi oficina en el edificio del Empire State?
—¡Canastos! ¡Cómo nos gustaría ir! —casi gritó Ricky.
—Sí. Os divertiríais haciendo un viaje a la ciudad de los rascacielos —afirmó, sonriente, el señor Davis—. Y estando allí, podrías ver el Satélite Volante que está expuesto en el Show Hobby del Coliseum.
El coche se detuvo ante la casa de los Hollister y los niños salieron. Todos aseguraron que les gustaría muchísimo hacer un viaje a Nueva York.
—Y muchas gracias por habernos traído, señor Davis —añadió Pam.
Los cinco hermanos corrieron a su casa a contarle a la madre todo lo relativo al misterioso forastero y a la invitación del señor Davis para que visitasen la gran ciudad. Luego, mientras Pete le enseñaba a su madre el nuevo equipo para jóvenes detectives, Sue y Holly salieron al jardín.
Unos minutos más tarde hacía otro tanto Ricky, que encontró a las dos pequeñas inclinadas ante una hilera de plantas de judías. Sue sostenía en sus manos una cazuela en la que Holly iba echando los tallos tiernos que iba sacando.
—¿Qué estáis haciendo? —indagó el pecoso.
—Estamos recogiendo tallos de judías —contestó Holly.
—¿Por qué?
—Es un secreto —declaró Sue—. No podemos decírtelo. Y tú, ten «cudiadito» de no decírselo a nadie. Es una sorpresa para mamá.
Y ninguna de las pequeñas quiso decir nada más.
Ricky se quedó mirándolas y, por fin, dijo:
—Será mejor que plantéis más semillas en seguida. Iré a buscarlas.
Corrió a la casa a buscar un paquete de semillas. Holly las echó en un surco que cubrió con tierra. Sue aplanó la tierra firmemente.
Mientras Ricky se alejaba, preguntándose qué podría ser la sorpresa, Holly fue a buscar una regadera. La llenó en un grifo en el que solían enchufar la manguera de riego. Luego, con la ayuda de su hermana, llevaron la regadera al jardín y salpicaron de agua las semillas.
—Habrá más tallos dentro de pocos días —dijo Holly—. Y estoy segura de que a mamá va a gustarle mucho nuestra sorpresa.
—¿Hay que hacerlo en seguida?
—Sí. Porque llevará un poco de tiempo.
Sue miró hacia los escalones de la parte trasera de la casa, donde «Morro Blanco», la gata de la familia, jugaba con sus hijitos, que se llamaban «Medianoche», «Bola de Nieve», «Tutti Frutti», «Humo» y «Mimito». La pequeña se acercó a tomar a «Mimito», y se lo colocó bajo el brazo, como si se tratase de un bolso.
—Te llevaré «tamién» —decidió.
—Vamos, Sue —llamó Holly, apremiante.
Holly se encontraba en la acera, con el recipiente de las judías en su mano. Sue corrió junto a ella y las dos hermanas se alejaron a toda prisa, calle abajo.
Pete y Pam, entre tanto, seguían en la casa, mirando su equipo de detectives y hablando del extraño mensaje en chino, que encontraran en el libro.
—La nota parece que no tiene importancia —comentó Pam—, pero yo creo que la palabra «socorro» significa algo especial. Puede que fuese una palabra clave entre Yuen Foo y su hijo.
Al oír aquello, Pete exclamó, haciendo entrechocar los dedos:
—¡Ya lo tengo, Pam! Puede que haya un mensaje oculto en la nota. Probaré con estos productos químicos del juego de detectives.
A la niña le entusiasmó la idea. Se llevaron el juego a la cocina, lo colocaron sobre la mesa y sacaron una sopera del armario. En el recipiente mezclaron dos productos químicos, guiándose por las instrucciones.
—Ahí va la nota —dijo Pete, con voz tensa, metiendo la nota en el líquido.
El papel quedó empapado y fue a posarse en el fondo del recipiente, Pete y Pam lo miraron fijamente durante varios momentos. Nada sucedió.
—Parece que me he equivocado —dijo Pete con un suspiro de desencanto.
—¡Espera! —dijo Pam, con súbito nerviosismo—. ¡Mira, Pete! Están apareciendo otras letras junto a las primeras.
¡Como por arte de magia, dos líneas más de caracteres chinos acababan de surgir, débilmente, en el papel!