EQUIPO PARA JÓVENES DETECTIVES

—¿Qué dice la nota, señor Chen? —preguntó Pam, sin poder dominar su curiosidad.

El chino movió la cabeza, murmurando:

—Esta nota fue escrita en Nueva York por un tal Yuen Foo a su hijo. Habla de un viaje de Foo a China, hace trece años, y el padre estaba preocupado, pensando que tal vez no volvería.

—Y ¿qué quiere decir la palabra «socorro», que hemos leído ahí? —quiso saber Pam.

—Eso no puedo comprenderlo —respondió el señor Chen, devolviendo la nota a la niña.

—Muchas gracias, señor Chen —dijo Pam, cuando sus hermanas y ella se disponían a marchar—. Pete y yo pensamos que el mensaje podría ser algo muy importante.

—Y puede serlo —admitió el chino—. Os deseo suerte para que encontréis la solución. Y siento no poder ayudaros.

Después de dar las gracias a la señora Chen por la deliciosa comida, las niñas se marcharon. Mientras caminaban en dirección a su casa, Pam iba pensando que estaba segura de que aquella carta ocultaba un profundo misterio. ¡Si pudieran resolverlo! Los Hollister habían solucionado ya muchos misterios, desde que llegaran a Shoreham, y eran bien conocidos como jóvenes detectives de gran calidad.

Cuando se encontraban cerca de una esquina, a medio camino de su casa, un coche se detuvo junto al bordillo, a su derecha, y de él salió un hombre.

Pam ahogó un grito de sorpresa. ¡Era la misma persona que tanto empeño demostrara en comprarles el libro en la biblioteca del colegio!

Advirtiendo que Pam le miraba, preocupada, el desconocido dijo:

—No te asustes de mí, jovencita.

—No… Si… si no me asusto —tartamudeó Pam. agarrando fuertemente las manos de Holly y Sue.

—Todo lo que quiero es el libro que habla de los túneles —dijo el hombre, apremiante.

—No lo llevo ahora —contestó Pam, deseosa de alejar de sí a aquel hombre—. Está en casa.

El desconocido se quedó tan desalentado que, por un momento, Pam sintió lástima de él. Y hasta se atrevió a preguntar:

—¿Por qué le interesa tanto ese libro, señor?

Al instante se alegró la expresión del hombre.

—Con sinceridad, no voy a deciros que es el libro lo que busco, sino una nota en la que se da una receta secreta para la Sopa de Nido de Pájaro.

Holly no pudo evitar el echarse a reír.

—¿Sopa de Nido de Pájaro? ¿No es una broma?

—Es completamente en serio.

El desconocido explicó a las niñas que existe una especie de golondrina que construye sus nidos en los acantilados, cerca de la costa sur de China.

—Esas golondrinas capturan pescado y lo almacenan, en trocitos, en sus nidos, con objeto de que las crías siempre tengan alimento de repuesto. Los nativos toman los nidos y los emplean para hacer una sopa deliciosa —añadió el forastero, que concluyó, sonriente—: Por eso estoy yo en Shoreham.

Holly objetó, de inmediato:

—Pero ¡si en Shoreham no tenemos nidos de pájaro que sirvan para hacer sopa!

—Es verdad. Pero tenéis una antigua receta que dejó mi tío, un famoso cocinero. La metió en un libro que, por desgracia, se dejó en un restaurante de aquí, de Shoreham. Estoy siguiendo la pista de esa receta hace tiempo y ahora…

El hombre extendió los brazos, en un gesto de desilusión.

La historia del hombre sirvió para que la simpatía que había empezado a sentir Pam por él se transformase en sospecha. Si el señor Chen había traducido la nota correctamente, el hombre que tenían delante no decía la verdad.

En consecuencia, la niña decidió probar la honradez del forastero.

Metió la mano en su bolsillo, sacó la nota, la desdobló y la sostuvo delante del hombre.

—¿Ésta es la receta? —preguntó.

Los negros ojos del hombre recorrieron con rapidez el papel. Luego sonrió ampliamente.

—Sí. Ésta es —respondió.

Pero, cuando él alargaba la mano para apoderarse del papel, Pam se apresuró a guardárselo en el bolsillo y retrocedió. Al mismo tiempo, Holly exclamó:

—Esto no es la receta. Nosotros ya sabemos lo que dice.

El forastero se puso muy furioso. Miró a un extremo y otro de la calle y, por fin, se aproximó a Pam, como dispuesto a quitarle la nota. Pero, por suerte, la niña vio en aquel momento que Pete y Ricky aparecían por la esquina. Pete llevaba un paquete bajo el brazo.

—¡De prisa! —gritó Holly, apuradísima.

El hombre, al ver a los chicos, retrocedió hasta su coche. Abrió la puerta, saltó al interior y se alejó a toda prisa. Mientras el coche se alejaba, Pam leyó el número de matrícula del estado de Nueva York, con la intención de retenerlo en su memoria.

—¡Eh! ¿Qué pasa aquí? —exclamó Pete, llegando junto a las niñas.

Pam, nerviosamente, explicó a sus hermanos lo ocurrido.

—¡Zambomba! ¿Qué acabará siendo todo esto? —murmuró Pete.

Y Pam declaró, muy convencida:

—Desde luego, no busca ninguna receta.

—Desde luego que no —concordó Pete—. Pero ¿por qué tendrá tanto interés en esa nota de Yuen Foo?

—¿Qué es eso que llevas bajo el brazo? —preguntó Holly, viendo el gran paquete.

Pete hizo un guiño a su hermano Ricky al replicar:

—Es un regalo de papá. Algo nuevo que quiere vender en la tienda. Quiere que primero lo probemos nosotros.

Los cinco hermanos se sentaron en el bordillo y Pete rasgó el papel del paquete. Dentro vieron una caja que llevaba escritas, con grandes letras, las palabras: «EQUIPO PARA JÓVENES DETECTIVES».

Pete lo abrió en seguida.

—¿Verdad que es estupendo? —comentó con Pam.

—¡Maravilloso! —contestó la hermana mayor.

La caja contenía todo lo necesario para tomar huellas digitales, productos químicos para hacer aparecer tintas invisibles, y un juego de esposas.

—¡Carambola! ¡Ahora sí que podremos ser buenos detectives, con esto! —opinó Ricky, en tono grave—. Podremos descubrir a todo el mundo.

Pam empezó a leer con gran interés las instrucciones. Cuando más ocupada estaba en ello, al final de la calle aparecieron dos chicos montados en bicicleta.

—¡Vaya! Por ahí vienen Joey y Will —se lamentó Holly.

Will Wilson era amigo de Joey y se pasaba la mayor parte del tiempo jugando con el camorrista. Por su propia cuenta, Will no solía molestar a la gente, pero en compañía de Joey no cesaba de hacer trastadas.

—Hagamos como si no les hubiésemos visto —aconsejó Pam, mientras los dos chicos se aproximaban.

Pero Joey y Will se detuvieron, apoyando un pie el bordillo.

—¿Qué tenéis ahí? —preguntó Joey.

—Es sólo un juego —replicó Pete.

—¡Ah! ¿Sí? Y ¿qué clase de juego? —preguntó Will.

—Haced el favor de iros y no molestarnos —pidió Pam.

Una sonrisilla asomó a los labios de Joey que dijo, despreciativo:

—No tienes que estar molesta porque haya vencido a tu hermano esta mañana.

—¡Tú no has vencido a nadie! —replicó Pam, indignada.

—Ya, ya… De todos modos, ¿a quién le importa esa birriosa nota vuestra?

El caso fue que, en lugar de marcharse, Joey y Will bajaron de sus bicicletas y se aproximaron más a los Hollister.

—Vamos. No tengáis miedo de enseñarnos vuestro juego —dijo Joey.

—No pensamos molestaros —añadió Will.

—Más vale que sea así —dijo Pete, muy serio.

Para entonces, los dos camorristas ya habían leído el nombre del juguete para detectives.

—¡Vaya! Parece una buena idea —dijo Joey—. ¿Lo traéis de la tienda de vuestro padre?

—Sí. Y puede que papá venda algunas cajas.

Pete alargó el brazo, para mostrar a los dos chicos el contenido de la caja. A Joey le intrigaron mucho las esposas.

—Oye. Me gustaría examinarlas. ¿Me lo permitís?

Pete pensó que si dejaba a Joey jugar un rato con las esposas, ello podía representar una venta en el Centro Comercial, suponiendo que su padre se decidiese a adquirir más juegos de aquéllos para vender.

—Está bien —accedió—. Os dejaré probar las esposas, si prometéis no romperlas.

—Lo prometo —dijo Joey.

Pete le entregó las esposas y la llave que servía para abrirlas. Joey y Will se alejaron unos pasos, mientras abrían y cerraban las esposas. Mientras, Pete y Pam, bajo la mirada interesadísima de Sue y Holly, seguían leyendo las instrucciones relativas al resto del equipo, Ricky se acercó a ver qué hacían Joey y Will.

—Ven aquí, Ricky —llamó Joey, sin levantar la voz—. Will y yo hemos hecho una apuesta.

—¿Sobre qué?

—Will no cree que tengas los brazos bastante largos para poder pasarlos alrededor de aquel poste de la luz eléctrica.

—No. No puede —dijo Will.

—Pues yo digo que puede —replicó Joey, levantando mucho la cabeza—. Me parece que Ricky se está poniendo muy alto y fuerte.

Ricky miró el poste metálico y luego, sacando el pecho con orgullo, afirmó:

—Claro que puedo pasar los brazos por el poste. Os lo demostraré.

—¿Qué te decía yo? —dijo Joey, mientras los tres se encaminaban al poste.

Pete y Pam estaban tan interesados en la lectura de las instrucciones que no se fijaron en lo que hacía el pecoso. Y cuando el pequeño hubo pasado los brazos alrededor del poste, Joey se apresuró a sujetarle por las muñecas.

¡Clic! ¡Clic! Las esposas se cerraron, dejando al pequeño apresado.

—¡Eh, chicos! ¿Qué hacéis? —protestó Ricky, sorprendido. Y forcejeó para libertar sus manos—. ¡Dejadme! ¡Abrid las esposas!

Joey y Will se apartaron, riéndose del apuro que demostraba Ricky.

—¡Ja, ja! Ahora estamos en paz con vosotros —dijo Joey.

A los gritos de Ricky, todos sus hermanos levantaron la cabeza. Pete, muy indignado, dijo:

—¡Joey, habías prometido no provocar líos!

—No he dicho eso —repuso el chicazo—. Sólo dije que no os estropearía esa porquería de juego.

—¡Suelta a Ricky! —pidió Pam.

—Sí, sí —suplicó el prisionero—. Esto no tiene gracia.

—Suéltate tú —le retó Will, mientras Joey se guardaba la llave en el bolsillo.

Pete y Pam pasaron la caja del juego de detectives a Holly, se pusieron en pie de un salto y corrieron hacia Joey y Will.

—¡Dadnos la llave! —gritó Pete.

Pero los dos camorristas subieron en sus bicicletas y pedalearon furiosamente. Pete se abalanzó hacia Will e intentó sujetarse al guardabarros, pero falló por unos centímetros y cayó al suelo. Cuando volvió a ponerse en pie, Joey y Will habían doblado la esquina y se alejaban calle abajo.

Entre tanto, el pobre Ricky seguía luchando por libertarse.

—¡Ayudadme! ¡Esto me hace mucho daño!