«EL BRUJO»

El caballero, desprovisto de caballo, rodó y rodó sobre sí mismo por la arena. Luego, al ponerse en pie, corrió en la oscuridad, antes de que nadie hubiera podido ponerle una mano encima.

—¡Es resbaladizo como una anguila! —comento Indy.

—¡Mirad! ¡He cazado al caballo! —anunció Ricky.

El caballito permaneció quieto, mansamente, mientras Ricky sujetaba la cuerda que pendía de él. El largo cuerno se había deslizado de su cabeza y le pendía del pescuezo, como un gran cucurucho de helado.

—Ya sabíamos nosotros que no podía ser un cuerno de verdad —dijo Pam, examinándolo—. Está hecho de cartón piedra.

—¡Zambomba! ¿Qué es esto? —preguntó Pete mientras conducía el caballo a la Posada del Langostino.

Allí la luz del fuego iluminó la cuerda que hacía las veces de riendas para el animal. ¡Tenía pintado de rojo uno de sus extremos!

—¡Es la cuerda que se nos llevó Scally! Ahora podemos demostrar que está mezclado en el misterio —se entusiasmó Pam.

—¡Qué bribón! —se lamentó Emmy.

—Quisiera poder ponerle las manos encima —masculló Indy—. Decididamente, es un agitador. Eres un gran chico, amigo —concluyó, tomando en brazos a su perro para acariciarlo.

—También «Negrito» es un detective —dijo Holly—. Él ha descubierto el pasaje secreto.

El perro, muy orgulloso, se encaminó al fuego y los demás le siguieron.

Pete se ocupó de atar al caballo en el porche de la posada y luego se sentó junto a «Negrito». Mientras acariciaba al animal entre las orejas, Pete sonrió:

—Me alegra que el caballo fantasma se haya presentado esta noche —comentó—. Ahora sabemos que Scally y su jefe no han encontrado el tesoro. De lo contrario, no seguirían intentando asustarnos.

—Pero ¿dónde puede estar ese escudo de armas? —preguntó Pam—. A ver… ¡A pensar todo el mundo!

Mientras la luna daba sombras a sus rostros, sumidos en reflexión, los niños fueron expresando opiniones y más opiniones. Pero ninguna encajaba bien con las marcas encontradas en los caballos.

—Si, al menos, supiéramos para qué están las marcas —dijo Pete—. El cuarto creciente junto a esa estrella turca…

—La luna —murmuró Holly.

Ricky, burlón, se apresuró a decir:

—El tesoro no está en la luna.

De repente Sue se puso en pie.

—Escuchadme a mí —gritó con vocecilla estridente.

Hasta entonces, la voz de la pequeña había quedado apagada por las palabras de sus hermanos. Ahora, Emmy intervino, diciendo:

—Sí. Escuchemos a Sue.

La pequeñita suspiró, bostezó y se frotó los ojos, cargados de sueño. Luego se abrazó a Emmy y la miró a la cara.

—Anda, querida. ¿Qué ibas a decirnos? —preguntó Emmy.

—La isla Nick-nack es como la luna.

—¡Canastos! —dijo Ricky, en voz baja—. Sue debe de estar ya durmiendo.

—¡Señor! —exclamó Emmy—. La niña tiene razón. Apenas me había fijado, entretenida en observaros a vosotros.

—A ver si tenemos calma —terció Indy—. ¿A qué te refieres?

—No estoy «dormiendo» —protestó la pequeña.

Sue volvió a bostezar y apoyó la cabecita en Emmy.

—Esta isla tiene forma de luna, ¿verdad, Emmy?

—Esta mañana, cuando Sue y yo estuvimos en lo alto del acantilado, la marea se encontraba completamente baja. Entonces pudimos ver los dos extremos de la isla, que suelen estar cubiertos por el agua. Se proyectan curvados, en el océano, igual que los extremos del cuarto creciente.

Mientras Emmy acunaba en sus brazos a la adormilada Sue, a Pam se le iluminó el rostro de alegría.

—¡Sue ha resuelto el misterio de la marca del cuarto creciente! —exclamó.

—Y la estrella puede indicar la situación del tesoro —opinó Pete—. A mitad de camino, entre los extremos, curvados, de la isla.

—¡Podría ser en el acantilado! —añadió Holly.

Todo el mundo estaba emocionadísimo, menos Sue, que apoyaba su carita angelical, con los ojos cerrados, en el hombro de Emmy.

—Ahora lo entiendo —dijo Nikky, llevándose un dedo a la frente—. La otra marca que mencionasteis como una pirámide podría ser una boya o un viejo faro…

—Pero no hay ninguno —objetó Ricky.

En aquel momento, «Negrito» dio un aullido y olfateó a su alrededor.

—Debemos hablar más bajo —advirtió Indy.

Y Holly concordó con estas palabras:

—Sí, porque esa anguila de Scally puede estar escuchando.

—Bien. ¿Cuál es el siguiente paso a dar, jóvenes detectives? —preguntó Indy.

—El primero de todos, meternos en la cama —opinó Emmy, que se levantó para ir a acostar a Sue.

—Y la segunda cosa, localizar ese tesoro —dijo Pam, marchando detrás de Emmy.

Cuando todos estuvieron dentro, Pete y los dos hombres decidieron que convenía hacer guardia, durante la noche, por si a Scally se le ocurría ir a buscar el caballo.

—Yo haré la primera guardia —se ofreció el muchachito.

Después le tocaría el turno a Indy y luego a Nikky.

Sentado en el porche de la Posada del Langostino, Pete miraba y escuchaba, atentamente. Estaba demasiado emocionado para dormirse, pero cuando Indy fue a relevarle y él se metió en su cama, quedó dormido muy pronto.

A la mañana siguiente le despertaron las risas de sus hermanos. El muchachito se vistió a toda prisa y salió a la luz del sol. Un joven de simpática sonrisa se encontraba rodeado por los niños.

—Adivina quién es —gritó Ricky, en tono de reto.

De repente Pete comprendió y sonrió, ampliamente.

—¡Pero, Nikky! ¿Qué ha pasado con su barba?

—Sue se ha empeñado en que me afeite —repuso el austríaco—. Dice que mi barba le picaba cuando me daba un abrazo.

Con el rabillo del ojo Pete vio que Emmy miraba, admirativa, al recién afeitado Nikky.

—¡Qué joven está usted!

—No vuelva a dejarse crecer la barba —pidió Pam.

—Puede que siga tu consejo —replicó Nikky, frotándose el mentón.

—Bueno. ¿Quién está preparado para el desayuno? —preguntó Emmy, alegremente.

Al acabar el desayuno, Holly corrió a la playa, para saludar a Sam «El Adormilado», que llegaba a buscar almejas.

—¡Adivine lo que ha pasado! ¡Adivínelo! —gritó la niña, dando alegres saltos en la arena.

Cargado con un cubo en una mano y una pala en la otra, Sam siguió a la entusiasmada Holly a la Posada del Langostino. Allí le explicaron todo lo ocurrido la pasada noche.

—¿Sabe usted quién es el dueño de este caballo? —preguntó Indy a Sam.

El buscador de almejas miró de cerca al animal, con sus párpados entornados. Sobre todo se fijó en las patas delanteras y posteriores del flaco animal.

—Usted sabe de quién es —afirmó Pam.

—Claro que sí. «Thelma» me pertenece.

—¿Es suyo este caballo? —preguntó Ricky, arrugando la nariz.

—Sí. Alguien se la llevó, hace cosa de un mes. ¿Dónde has estado «Thelma», pobrecilla?

Mientras «Adormilado» frotaba el hocico de su desaparecido animal, Nikky sonrió, impresionado por aquellas muestras de afecto.

El buscador de almejas desató a «Thelma» y la condujo a un trecho con altas hierbas, en un extremo de las dunas.

—Come, come. Yo te buscaré agua.

—¡Canastos! Ahora ya sabemos cómo llegó este caballo a la isla.

—Antes que nada debemos buscar el tesoro —recordó Pete.

Cuando estuvieron preparados para salir, Pete llamó al buscador de almejas, que estaba ayudando a «Thelma» a beber, en un cubo.

—Sam, ¿ha habido alguna vez una boya o un faro en el exterior de Wicket-ee-nock que da al océano abierto?

—No… Sólo una pequeña señal luminosa.

—¿La había? —exclamó Pete—. ¿Qué aspecto tenía?

—Éste —contestó Sam, dejando el cubo para unir sus manos en forma de pirámide.

Los demás se arremolinaron a su alrededor para escuchar.

—Ahora todo empieza a parecer lógico —dijo Pam—. Y tú, Sue, has sido quien ha encontrado la solución.

Pam abrazó a su hermanita, mientras el buscador de almejas seguía hablándoles de la vieja señal luminosa. Se trataba de una pirámide hueca, hecha con rocas, con una luz circular en lo alto, para advertir a los buques de la presencia de bajíos y bancos de arena.

—Pero un huracán lo derribó —explicó «Adormilado»—. Todavía se pueden ver los restos, cuando la marea baja. Sobresale del agua.

—¡Oh! ¿Y cuánto tendremos que esperar a que baje la marea, Sam? —preguntó Holly.

—Unas dos horas.

—¡Zambomba! Apuesto algo a que el tesoro está escondido en la base de esas rocas.

Ricky estaba rojo de emoción.

—¡Canastos! Dos horas más y ya lo tendremos —comentó.

Pero por la mente de Pam cruzó un pensamiento, sombrío como una tormenta.

«¿Y si Scally también conocía la existencia del viejo faro? ¿Y si les estuvo escuchando la pasada noche?».

Cuando mencionó sus inquietudes, Nikky se puso serio.

—Creo que lo mejor será buscar a ese hombre inmediatamente —dijo—. No nos interesa tener complicaciones con él cuando vayamos a localizar el tesoro.

De nuevo los buscadores se dividieron en equipos. El extremo inferior de la isla le correspondió a Pam, Holly y Emmy. La joven india iría, primero, a dejar a Sue y a «Negrito» con la señora Franklin, y después se reuniría con las niñas. La sección central, incluido el acantilado rocoso, quedó a cargo de los dos hombres.

—Si veis a Scally —dijo Indy a los niños—, enviad a un miembro del grupo a buscarnos. Los demás le vigiláis, escondidos.

—Ricky y yo buscaremos por la parte norte de la isla —dijo Pete.

—Si está en Wicket-ee-nock, le encontraremos —afirmó el pelirrojo.

Pete y él se alejaron, corriendo, por la playa. Al pasar por la casa de los Franklin, Pete se preguntó qué nuevos números estarían ensayando los domadores, aquel día. Pero olvidó por completo a los «lipizzaner» cuando llegaron al trecho de playa situado entre rocas, en el extremo de la isla.

De pronto Ricky se detuvo, señalando al frente.

—¿Qué es aquello, Pete? ¿No ves algo allí?

Pete se protegió los ojos con la mano para mirar el suelo bañado de abrasante sol.

—Hay algo oscuro en la orilla.

—Y me ha parecido ver a alguien corriendo desde la playa a las dunas.

Sin más explicaciones, los dos chicos corrieron en aquella dirección.

—¡Zambomba! —gritó Pete, al aproximarse—. ¡Es una barca!

Mientras los dos chicos corrían por la orilla del agua, la barca fue apareciéndoseles más y más grande, hasta que Pete se detuvo en seco. Las negras letras de la proa resultaban ahora bien visibles sobre la pintura blanca: «El Brujo».

—¿A qué esperamos? —dijo Ricky, tirando con impaciencia del brazo de su hermano.

—Calma —aconsejó el mayor de los Hollister—. Suponte que Scally está ahí y nos pilla. ¿Cómo avisamos a los otros? Tenemos que ser muy sigilosos.

—¡Canastos! No había pensado en eso.

Agazapándose, los dos hermanos corrieron playa adelante. Como la marea iba bajando, la embarcación se encontraba mitad en tierra, mitad en el agua.

Pete dio un salto, se agarró a la borda y bajó a cubierta. Luego se inclinó para ayudar a saltar a Ricky. Los dos hermanos se quedaron muy quietos, escuchando. No se oía nada en absoluto.

Pete avanzó un paso para ir a mirar por la abierta compuerta de popa. El fondo estaba cubierto de paja y en un rincón se veía un saco de los que se utilizan para dar de comer a los caballos.

Un frío cosquilleo recorrió la espina dorsal de Pete. Aquél era el lugar en donde había estado escondido el caballo fantasma.

Ricky tragó saliva y, mirando a Pete, murmuró:

—La pobre «Thelma» tenía que hacer un viaje en barca, cada vez que Scally intentaba asustarnos.

—Y me imagino que el caballo estaba escondido aquí el día en que vimos a Scally y «El Brujo», en el banco de arena —repuso Pete, sin levantar la voz.

A la sola mención de Scally, Ricky se estremeció.

—¿Crees que ahora está aquí? —murmuró.

Pete se llevó un dedo a los labios.

—Pronto lo sabremos.

Avanzando de puntillas, los dos hermanos buscaron por todos los rincones de la embarcación. No había nadie a bordo. Hasta el pequeño camarote estaba vacío.

Ricky se enjugó el sudor de la frente con la palma de la mano.

—¡Uff! Ahora me siento mejor.

—Pero tenemos que darnos prisa, y volver en seguida con los demás.

Los chicos salieron de la cabina, y estaban a medio camino de cubierta cuando un ruido ronco sonó tras ellos.

Una voz preguntó:

—¿Estás ahí, Scally?

¡Pete y Ricky quedaron como congelados por el susto!