—¡Canastos! ¡Pues alguien ha salido corriendo! —declaró el pecoso—. Hemos oído la puerta.
—Yo también. Pero por aquí no ha pasado nadie.
—Entonces, será que hay otra salida —opinó Pete, enfocando el haz de su linterna alrededor de la cuadra.
—Vamos a decírselo a los Franklin —decidió Ricky, dirigiéndose a la puerta.
Pero Pete le detuvo por un brazo.
—No valdría de nada avisarles, ahora —dijo.
Pete opinaba que el matrimonio de domadores estaba ya demasiado preocupado. Indy le dio la razón.
De modo que lo primero que hicieron fue tranquilizar a los caballos.
—Calma, «Franz». No ocurre nada, «Josef» —dijo Indy, acariciando a los hermosos ejemplares.
Entre tanto, Pete explicó lo que había visto y añadió:
—Creo que la cosa es clara. Ese intruso o busca las marcas o las está estudiando, Indy.
—¡Estoy de acuerdo! —contestó Indy, apartándose de los caballos—. Ahora, lo que hay que hacer es buscar la salida secreta.
Los tres miraron en cada esquina y recoveco, pero no pudieron localizar ningún lugar que diera salida al exterior.
Ricky sintió un cosquilleo de inquietud a lo largo de la espina dorsal.
—¡Canastos! ¡Puede que esa persona esté aún en la cuadra!
Indy tuvo que admitir que era posible.
—Dormiré aquí dentro, contigo, Ricky, y Pete puede hacer guardia fuera —decidió.
Los tres vigilantes durmieron, aunque poco profundamente, el resto de la noche. Despertaron al amanecer, dejaron a los «lipizzaners» y al llegar a la Posada del Langostino encontraron a «Sedosa» preparándose a dormitar sobre el letrero. Ninguno de los ocupantes de la posada se había despertado aún.
—¡Vamos! ¡A despertar, perezosos! —llamó Ricky, entrando como un torbellino en la vieja hostería.
—¿Ha ocurrido algo? —preguntó Pam, adormilada.
—Mucho —repuso Pete—. Os lo contaremos durante el desayuno.
Indy, Pete y Ricky se encargaron de encender el fuego. Muy pronto el olorcillo del tocino frito atrajo al exterior a las niñas y a «Negrito».
—¿Cómo preferís los huevos, fritos o revueltos? —preguntó Ricky, que ya estaba poniendo mantequilla en la sartén.
«Negrito» dio un ladrido y Holly, echándose a reír, dijo:
—No hay huevos para ti. Te pondré un tazón de leche condensada.
Aún no habían concluido el desayuno cuando los tres buscadores de gaviotas se presentaron en la posada. Ninguno sonreía.
—Hola. ¿Pasa algo? —preguntó Pam.
—¿Queréis desayunar con nosotros? —preguntó Emmy.
—No estamos hambrientos. ¡Estamos furiosos! —contestó Gary.
—Alguien ha destruido nuestras jaulas para secar gaviotas durante la noche —explicó Jane—. Los marcos han sido aplastados, y la tela metálica desgarrada.
—De nada nos sirve estar aquí, si no tenemos jaulas —se lamentó Bill—. Más vale volver a Cliffport. Cuando hoy venga Sam «El Adormilado», le preguntaremos si puede llevamos.
—¿Quién ha podido hacer una cosa tan mal intencionada? —murmuró Emmy.
—Yo creo que ha sido Scally —dijo Jane.
Por lo visto, los tres buscadores de gaviotas habían descubierto al «Brujo», navegando por aquellos alrededores, al amanecer.
—Ese bribón tiene que ser arrestado —declaró Indy—. Si es el culpable, nosotros nos encargamos de que le den su merecido.
—Pero no os marchéis ahora —pidió Pam a los tres jóvenes.
Y para convencerles de que se quedasen, Pete adujo:
—Si os vais, no presenciaréis cómo le detienen, y eso será muy interesante.
Bill, que se había sentado junto al fuego, con las piernas cruzadas, levantó la vista, preguntando:
—¿De verdad creéis que vais a resolver el misterio?
—Creo que sí, y pronto —afirmó Pete.
Esto alegró mucho a los chicos de la institución Audubon, que confesaron tener apetito. Ricky y Pete les sirvieron un apetitoso desayuno. Indy dijo que tenía algunas herramientas en la furgoneta. Entre todos podrían reparar las jaulas para que los jóvenes pudieran seguir trabajando.
Haciendo un esfuerzo por sonreír, mientras acababa su desayuno, Bill dijo:
—No sé qué haríamos sin los Hollister.
Después de fregar la sartén y arrojar al fuego los platos de papel, todos se encaminaron a la playa, precedidos por «Negrito». Las jaulas destrozadas se encontraban a cierta distancia del campamento de los buscadores de gaviotas.
—El que hizo esto arrastró las jaulas hasta aquí, para que no pudiéramos oír el estropicio —opinó Gary.
—¡Oh! —murmuró Pam, viendo lo maltrechas que habían quedado las jaulas.
—No os preocupéis. Las arreglaremos —afirmó Indy.
Y dio instrucciones a Sue y Emmy para que buscasen madera de la que arrastra el mar hasta las playas.
Mientras las chicas enderezaban la tela metálica, Indy y los chicos ponían rectos, a martillazos, los torcidos clavos, apoyándolos en una roca. Por fin todos los marcos de madera quedaron reparados, y colocada debidamente la tela metálica.
Aunque las jaulas presentaban algunas deformidades y magulladuras, resultaban perfectamente utilizables.
—¡Ahora podremos volver a secar gaviotas! —exclamó Jane, muy contenta.
Y Bill añadió:
—Indy, le estamos muy agradecidos. Todos ustedes nos han ayudado muchísimo.
Gary, echándose a reír, recitó:
—¡La Audubon sigue en acción!
—Y nosotros, ¿qué hacemos ahora? —preguntó Ricky.
—Pam y yo podríamos ir a Cliffport para hablar con Cadwallader sobre Scally —propuso Pete, que había visto a lo lejos al buscador de almejas, en su barca—. Puede que Sam nos quiera llevar y traer en su barca.
—De acuerdo. Pero decidle que le pagaréis —dijo Emmy.
—¿Quién vigilará la cabaña, por si vuelve el hombre misterioso? —preguntó Holly.
—Tú y yo, Ricky —fue la respuesta de Indy.
—Emmy y yo haremos castillos de arena, con «Negrito» —resolvió Sue.
Cuando Pete y Pam llegaron a su lado, el buscador de almejas les dedicó una soñolienta sonrisa. Pero se puso serio al oír lo que Pam le decía.
—Mi barca no está en alquiler. Pero me complace pasear en ella a mis amigos.
Los niños sonrieron y le dieron las gracias. Luego le ayudaron a cargar los cubos de almejas en la barca, y Pete cogió uno de los remos. Cuando desembarcaron en Cliffport, «Adormilado» prometió aguardarles hasta que volvieran.
Los dos hermanos se encaminaron al cobertizo de alquiler de barcas. La oficina estaba abierta.
—¡Mira! —dijo Pete—. Ahí está nuestra barca… La número doce.
La embarcación que vieran por última vez en la arenosa orilla de Wicket-ee-nock se mecía suavemente junto a la pasarela.
—Ven. Tenemos que hacer unas preguntas al señor Scally.
Bajaban ellos las escaleras de madera cuando Scally salió de su oficina.
—¡Con que sois vosotros! —dijo, en tono de reproche—. ¡Ése no es modo de cuidar de una embarcación!
—¿De qué está usted hablando? La barca fue robada de Wicket-ee-nock —dijo Pete.
—No me vengas con ese cuento —repuso Scally, frunciendo el ceño—. La barca estuvo a la deriva y yo la encontré por aquí. La tratasteis sin cuidado.
—¡Usted nos dio agua en lugar de gasolina! —dijo Pam, acusadora.
—¡Tú estás soñando! —repuso el antipático Scally.
—¿Y qué nos dice de las jaulas de gaviotas? ¿No tiene usted nada que ver con el estropicio de anoche?
—¡Mejor será que salgáis de aquí, antes de que os arroje al agua! —dijo Scally, amenazador.
Pete se apartó del agresivo Scally y, acompañado de su hermana, corrió escaleras arriba, hacia la calle.
—Informaremos de esto a Cadwallader Clegg —dijo a Pam.
—Espera —pidió ella—. Ahí está la biblioteca. Puede que hayan recibido ya el libro sobre heráldica.
Entraron los dos y Pam habló con la simpática bibliotecaria. Ésta buscó bajo el escritorio y sacó un libro que entregó a Pam.
—Aquí tienes. Creo que encontrarás lo que buscas en la página treinta.
Estaba ya señalada la página y Pam abrió por allí.
¡Al momento pudo ver el mismo escudo de armas que habían encontrado en la playa!
Debajo, unas frases identificaban la antigua insignia como perteneciente a una familia real austríaca, notable por los magníficos caballos que poseía. Para cerciorarse, Pam sacó de su bolsillo la ilustración y la colocó junto al libro. Eran exactas.
—Muchas gracias —dijo Pam a la bibliotecaria, devolviéndole el libro—. Ha sido una gran ayuda.
—¿Necesitas llevártelo?
—No, gracias.
Los dos hermanos salieron de la biblioteca. Tan pronto como estuvieron en la acera, Pam se detuvo, con los ojos brillantes de emoción.
—¡Pete! ¡Estamos sobre la pista! Hay relación entre Austria y el misterio. El escudo de armas y los caballos son austríacos, y seguramente el hombre con acento extraño, también.
—Pero ¿cómo encaja todo eso? —preguntó Pete, mientras corrían a la colina donde estaba la casa de Cadwallader Clegg.
—No lo sé, pero tiene que encajar de alguna manera —dijo Pam, pensando en todas las pistas que tenían.
Esta vez encontraron a Cadwallader Clegg en casa.
—Hola. Bien venidos —dijo el hombre—. ¿Cómo van las cosas por la isla?
—No muy bien —replicó Pete.
Y, entre los dos hermanos explicaron, rápidamente, lo sucedido.
—¿De modo que hay, verdaderamente, un caballo fantasma? Yo pensé que los buscadores de gaviotas habían visto a alguno de los «lipizzaners» —dijo Cadwallader—. Y Scally se comporta agresivamente…
Pete y Pam no se sorprendieron al enterarse de que el hombre que alquilaba las barcas se había metido en complicaciones ya en otras ocasiones.
—Esta vez voy a arrestarle —decidió Cadwallader, dando a sus tirantes un tirón que hizo temblar la diminuta insignia.
La fuerza policial, compuesta por un solo hombre, se puso la chaqueta y marchó, colina abajo, con Pete y Pam.
—¿Dónde está ese sinvergüenza? —preguntó, cuando se aproximaban al embarcadero.
—Creo que estará dentro. Iré a ver —dijo Pete.
Bajó de puntillas las escaleras y asomó por la puerta de la oficina. Scally, de espaldas a él, hablaba por teléfono, en tono agitado.
—¡Pero si no se asustan!… ¿Cómo vamos a conseguirlo, no sabiendo dónde está?
La voz que contestó al otro extremo del hilo era tan estridente que el mismo Pete pudo entender la respuesta.
—¡Tú lo has hecho todo! ¡Todo, menos localizarlo! ¡Y para eso se te paga!
Scally colgó y se dio la vuelta, encontrándose con Pete en el umbral.
—¿Otra vez estás aquí? —vociferó.
Tras Pete apareció Cadwallader, que dijo:
—¡Scally, quedas arrestado!
Scally, con expresión de susto, miró a su alrededor, hasta posar la vista en la ventana abierta.
Cadwallader buscó en el bolsillo posterior de sus pantalones. Y una expresión de sorpresa se reflejó en su rostro.
—¡Escarabajos en salsa! ¡He olvidado traer las esposas!
Aquello hizo que Scally se mostrase burlón.
—¡Qué gran policía! ¿Está seguro de que sabe dónde se encuentra la cárcel?
—¡Déjate de bromitas idiotas! —dijo Cadwallader, autoritario—. Con esposas o sin ellas, vendrás conmigo.
Pero Scally retrocedió hacia la ventana.
—¡No intentes escapar! —le advirtió Cadwallader.
Pero el otro replicó:
—¡Ande! ¡Venga a buscarme!
Aunque Cadwallader y Pete echaron a correr hacia él, Scally saltó por la ventana.
Corrió por la pasarela, seguido de Pete y… ¡saltó a una motora!