Saltando literalmente sobre las olas, la embarcación pasó entre dos salientes rocosos, para ir a detenerse sobre un trecho arenoso.
Pete y Pam saltaron a tierra, arrastraron la motora hasta la protección de un repecho de piedra y se agazaparon allí.
Las grandes olas levantaron montañas de espuma al romperse. A veces llegaban a la altura de la cintura, y a los Hollister les resultaba difícil impedir que la barca fuese arrastrada hacia el mar embravecido.
Sin embargo, poco a poco, la tempestad se apaciguó. Una especie de grieta blanca se abrió entre las oscuras nubes. Cesó el soplo del viento. Las olas se apaciguaron y, diez minutos más tarde, no hacían más que lamer los pies de los jóvenes marinos. Tanto Pam como Pete estaban chorreando y temblaban.
—¡Zambomba! ¡Qué poco faltó para el desastre!
—Nos ha salvado ese hombre, indicándonos la dirección hacia tierra —declaró Pam.
Pete se estremeció, al pensar en lo que podía haberles ocurrido.
—En las rocas, esta embarcación se habría cascado igual que un huevo —dijo—. Oye, ¿crees que habrá sido otra vez el hombre misterioso?
—No lo sé.
Escudriñaron las cercanas rocas, pero no vieron al hombre por parte alguna.
—¡Mira!
Pam señalaba un objeto amarillo en una hendidura de las rocas. Pete lo sacó.
—Es el sombrero impermeable de ese hombre.
Los Hollister imaginaron que el sombrero había sido encajado en aquel hueco, a propósito. Y en seguida Pete dijo:
—Mira por qué. —Dentro del sombrero había una nota humedecida, escrita a lápiz, que decía así: «Hollister, estáis en peligro. Volveos a casa».
Pete dio un silbido.
—Tiene gracia. Primero nos salva, y luego nos quiere asustar. ¿Quién podrá ser?
—No creo que sea demasiado malo —razonó Pam—. Pero ¿dónde se habrá escondido? ¿Y por qué?
Las olas habían retrocedido ya bastante y quedaba una franja de arena entre las rocas y el agua.
Pete y Pam dejaron atrás las escarpaduras y situaron en la playa la embarcación que llevaban arrastrando, donde las olas no pudieran alcanzarla.
Luego se dispusieron a ir a la posada a pie, sin olvidar llevarse el sombrero amarillo. No habían hecho mucho recorrido cuando vieron a Indy, Emmy y los demás que corrían, por la orilla, a su encuentro. Ricky y Holly habían informado de haber visto a los hermanos mayores en la motora.
—… Y al iniciarse la tormenta, nos sentimos terriblemente preocupados —dijo Emmy, dando un fuerte abrazo a Pam.
Mientras Pete iba contando todo lo que les había sucedido, Indy se fue indignando por momentos.
—¡Qué sucia jugarreta! ¡Daros agua en lugar de gasolina!
—Pudo haber provocado una desgracia —añadió Emmy—. Gracias a Dios que estáis los dos a salvo.
Los mayores quedaron muy confundidos al saber del desconocido que les había dejado una nota en el sombrero.
—¡Carambola! ¡Cuánto debe de saber sobre nosotros! —comentó Holly—. ¿Y qué haremos con la motora?
Se decidió dejar la embarcación alquilada en donde estaba, hasta la mañana siguiente.
—Podemos echar un poco de combustible de la furgoneta y poner el motor en marcha —dijo Indy—. ¡Tengo algunas cosas que decirle a ese Scally, cuando le vea!
Aquella noche, Holly sorprendió a todos siendo la primera en ir a acostarse. Cuando Pam se retiró, Holly tenía una sonrisa verdaderamente angelical a la luz de la vela. Pero Holly no dormía. Escuchaba con atención, esperando oír las exclamaciones de Ricky, en la habitación inmediata.
Ya el pecoso acababa de ponerse el pijama y se metía entre las sábanas. Una mirada de asombro apareció en sus ojos, pero no pronunció ni una palabra.
Desde su cama, Pete le observaba y, sonriendo, preguntó:
—¿La «petaca»?
La expresión de la carita de Ricky hizo que el hermano mayor prorrumpiese en carcajadas.
Ricky no dijo una palabra. Pero entornó los ojos, mientras una soberbia idea cruzaba por su mente. Le habían embromado y pensaba hacer algo como desquite, pero no en aquellos momentos. Ricky arregló las sábanas, se acostó y quedó dormido antes que Holly.
A la mañana siguiente, Pete vio que Ricky haraganeaba por la habitación. Cuando el hermano mayor empezó a hacerse la cama, Ricky le dijo:
—No te molestes. Deja que hoy la haga yo.
—Muy bien. Si tú quieres…
En cuanto Pete salió, Ricky le hizo la «petaca» en la cama, murmurando:
—¡Lo que sirve para gastarme una broma a mí, también será bueno para él!
Mientras las niñas ayudaban a fregar los utensilios empleados en el desayuno, Pete y Ricky se dirigieron a la furgoneta, con Indy.
—¿Cómo introducirás la gasolina? —preguntó Pete.
Y Ricky añadió:
—Nos hará falta una pequeña manguera, ¿verdad?
Antes de que el hombre tuviera tiempo de responder, Pete hizo castañetear los dedos.
—¡Yo sé dónde podemos encontrar una!
Dejando a Indy más que sorprendido, Pete levantó el capó del vehículo y señaló un pequeño tubo que comunicaba un depósito de agua con los limpiaparabrisas.
—Podemos usarlo, y luego dejarlo en su sitio —dijo Pete.
—Muy buena idea —dijo Indy.
Y Ricky, secretamente, admiró el ingenio de su hermano.
En pocos minutos, Indy extrajo combustible suficiente para la motora. Entonces Pete colocó el tubo en su lugar y bajó el capó.
—¡Volveremos pronto! —dijo Indy, saliendo de la posada.
Él y los dos chicos corrieron a la orilla del océano, cargados con el bidón de gasolina. Pero cuando llegaron al lugar en que dejaran la motora, los tres miraron a su alrededor con perplejidad. ¡La embarcación había desaparecido!
—¿Quién puede habérsela llevado? —preguntó Pete.
—Este misterio empieza a ponerme los nervios de punta —afirmó Indy, muy inquieto.
Ricky comentó:
—Ahora tendremos que pagar lo que valga la motora.
—De eso ya hablaremos. Scally tendrá que explicarse, primero.
Cuando volvieron a dar a los otros la desagradable noticia, había llegado Sam «El Adormilado», y estaba buscando almejas en su trecho predilecto, no lejos de la posada.
—¡El hombre que buscábamos! —exclamó Indy, yendo a su encuentro—. Nos gustaría que nos llevase a Cliffport, Sam.
—De acuerdo.
—Primero le ayudaremos a buscar almejas —se ofreció Indy.
Los Hollister buscaban con tanto interés y alegría, que era como si las almejas brotasen de la arena por su propia cuenta. Cuando dos cubos estuvieron llenos de moluscos, Pete, Pam y Holly entraron en la embarcación de Sam, con éste e Indy. Ricky, Emmy y Sue se quedaron con los buscadores de gaviotas.
—Os hablaré de Scally y de la jugarreta que nos ha gastado —prometió Pete.
Cuando Sam «El Adormilado» empezaba a remar, Emmy gritó:
—¡Un momento! —De su bolsillo sacó una tira de papel que entregó a Indy—. Es una lista de comestibles que necesitamos. Y no os olvidéis del tocino.
Al principio, Indy ayudó a «Adormilado» a remar. Luego, Pete y Pam les relevaron. Al llegar al muelle, Indy dijo:
—Estaremos preparados para volver con usted, dentro de una hora, Sam.
—Muy bien. Venderé mi mercancía y me reuniré aquí con ustedes.
Indy y los tres Hollister marcharon marcialmente hacia la oficina del cobertizo donde alquilaban embarcaciones. Pero la oficina estaba cerrada y no se veía a Scally por ninguna parte.
—¡Debemos informar de esto a Cadwallader Clegg! —afirmó Indy.
Y todos emprendieron la marcha, camino arriba. Llegaron cansados, acalorados y sedientos, sólo para llevarse una nueva desilusión. En la puerta de Cadwallader encontraron un letrero que decía:
«He salido de pesca. Vuelvan mañana».
—¡Uff! ¡Vaya día! —se quejó Pete.
—¡Con qué gusto me tomaría una barrita de helado! —dijo Holly, cuando emprendían el regreso a la población.
—Hoy no hemos visto a nuestro amigo, el «Hombre de las Nieves» —advirtió Pam, mientras se acercaban al pie de la colina.
—Puede que no salga tan temprano —fue la respuesta de Pete.
Cuando llegaron a la calle Mayor, Pam dio a Indy un golpe en el brazo, diciendo:
—Holly y yo queríamos hacer un recado en la biblioteca. Nos encontraremos en el embarcadero.
—De acuerdo. Pete y yo nos ocuparemos de comprar las provisiones.
Pete preguntó a sus hermanas si iban a pedir algún libro.
—No —contestó Pam—. Vamos a hacer preguntas sobre una pista.
Las dos niñas se tomaron de la mano y cruzaron la calle hacia un edificio pequeño, de una sola estancia, con un letrero que decía:
«BIBLIOTECA PÚBLICA»
El interior olía a madera barnizada y a libros nuevos. Pam respiró hondo y dijo a su hermana:
—Me gustan las bibliotecas.
Sus palabras fueron oídas por una joven, sentada a un escritorio.
—Celebro que os gusten las bibliotecas —dijo—. ¿Puedo serviros en algo?
—Gracias —dijo Pam—. Estamos buscando algún libro sobre escudos de armas… Ya sabe…; los que tenían los reyes y los caballeros antiguos.
La bibliotecaria sonrió.
—Eso se llama heráldica.
Pam buscó en su bolsillo, para encontrar la ilustración que habían encontrado en Wicket-ee-nock.
—Sí. Desde luego, esto es un escudo de armas, pero lamento no tener ningún libro sobre ese tema —dijo la joven bibliotecaria.
Pam quedó desencantada, pero la joven añadió:
—No te entristezcas. Si vuelves dentro de unos días, podré proporcionarte un libro.
—¿De dónde? —preguntó Holly.
—De la biblioteca de Boston. Telefonearé allí, inmediatamente, para que me envíen un libro sobre heráldica. En seguida me lo mandarán.
Pam y Holly dieron las gracias a la amable bibliotecaria y marcharon a reunirse con Indy y Pete. Por el camino buscaron al «Hombre de las Nieves», pero no pudieron verle.
En el embarcadero encontraron a su hermano y a Indy, que metían un saco de comestibles en la barca de Sam, «El Adormilado». El buscador de almejas no había llegado aún.
—¿Hubo suerte? —preguntó Indy a las niñas.
—No. Hoy no —replicó Pam.
—Éste es el tercer fracaso. Creo que estamos acabados —dijo Pete, sombrío.
—¿Qué os parece si nos tomamos un buen refresco? —propuso Indy.
Cerca encontraron un bar y, mientras bebían, Indy comentó:
—¡Qué bueno resulta remojar el gaznate!
La frase dio a Holly tanta risa que empezaron a salirle burbujas hasta por la naricilla.
Al terminar, Indy dijo:
—Bueno. Puesto que no tenemos otra cosa interesante que hacer, volveremos a Wicket-ee-nock.
Sam «El Adormilado» había vendido sus almejas y estaba ya a punto para llevarles a la otra orilla.
Los famélicos viajeros llegaron a la hora de comer y estuvieron el resto del día bañándose y ayudando a los buscadores de gaviotas.
Poco antes de la hora de acostarse, apareció la señora Franklin para invitarles a la cuadra, al día siguiente. Estuvo en la posada el tiempo suficiente para tomar un té con Indy y Emmy; luego marchó por la playa, iluminada por la luz de la luna.
Cuando se estaban acostando, Pete exclamó:
—¿Quién ha hecho la «petaca» en mi cama? ¿Has sido tú, Ricky?
El pelirrojo se encogió de hombros, contestando:
—¡Ya sé! Habrá sido Pam.
—¡Eh! ¡Yo no he sido! —protestó la voz de la hermana, desde la puerta inmediata.
A la luz de una vela, Pete se deslizó a la habitación de las chicas y lanzó una almohada a la cabeza de Pam. Al momento salió Holly en defensa de Pam, atacando con otra almohada a Pete. Oyendo el alboroto, Ricky se unió a la lucha.
—¿Qué pasa aquí? —preguntó Emmy, apareciendo, para encontrarse en medio de las almohadas volantes.
—¡Pam me ha hecho la «petaca» en la cama! —dijo Pete.
—Yo no lo he hecho. Pero alguien me lo hizo a mí —replicó la niña.
—¡Y a mí! —anunció Holly.
—¡A mí también! —gritó Ricky.
—Hay que llegar al fondo de este misterio —decidió Indy, presentándose en la escena, ya en pijama—. ¿Quién dio principio a este extraño negocio de la «petaca» en las camas?
Todos los niños mayores aseguraron que ellos no habían sido. Y hasta la chiquitina Sue dejó oír su vocecita chillona, declarando:
—Yo no lo he «hacido».
—Pues «Negrito» no fue. Eso es seguro —dijo Indy.
De pronto, los ojos de Pam brillaron. Acababa de fijarse en la sonrisilla disimulada de Emmy.
—¡Ooh! —exclamó la mayor de los Hollister, llevándose una mano a la boca—. Emmy, ¿has sido tú el diablo travieso que lo empezó todo?
Una sonrisa pueril iluminó la cara de Emmy.
—Debo confesar que sí —contestó.
Y los cinco Hollister prorrumpieron en exclamaciones de asombro.