UN MONSTRUO AMISTOSO

Ricky pasó el chorreante papel a Pam, y ella lo extendió sobre una roca, para dejarlo secar al sol. El pelirrojo y Holly corrieron a unirse a los buscadores de gaviotas, pero la hermana mayor se quedó junto a la roca, cuidando de que ningún pájaro picotease el rojo escudo de armas.

Una vez que el papel estuvo seco, Pam se lo metió en el bolsillo y fue a buscar gaviotas con Holly. Durante el resto de la tarde pensó con frecuencia en aquel escudo de armas.

¿Tendrían algo que ver aquellas cabezas de caballo con los dos «lipizzaner» que vivían en la isla? ¿Existiría alguna relación entre aquello y el caballo fantasma?

Para entonces, Pam se había convertido en tan experta capturadora de gaviotas, que entre Holly y ella se las arreglaban perfectamente. Las dos elegían los salientes rocosos y trabajaban en equipo.

Estaba ya muy bajo el sol en el cielo cuando oyeron, distante, el claxon de la furgoneta. Las dos hermanas se apresuraron a ir a la tienda para devolver la trampa. Ricky y Pete estaban dejando la última gaviota capturada en la jaula de secado.

—Me marcho corriendo —anunció Holly—. Estoy muerta de hambre.

Pam esperó a los chicos y, de camino a casa, mostró a Pete el escudo de armas. El chico estuvo de acuerdo en que podía tratarse de una pista.

—Ojalá pudiéramos ir a una biblioteca para consultar un libro sobre escudos —dijo.

Cuando llegaron a la posada, Emmy tenía una gran olla de judías estofadas que humeaba en el fuego, y pescado fresco, friéndose en la sartén. «Negrito», sentado pacientemente, aguardaba su parte de la pesca de Indy.

—Vaya día tan atareado que hemos tenido —dijo Emmy, mientras cenaban.

Tan cansados y tostados por el sol estaban los Hollister, que apenas podían mantener los ojos abiertos. Hasta el mismo Ricky permanecía muy quieto y tenía los ojos entrecerrados como los de Sam «El Adormilado».

—Conviene que nos acostemos pronto esta noche —opinó Indy.

Al oscurecer, «Sedosa» volvió a marcharse y Pam entró en la casa con Sue. Ahora la chiquitina ya estaba convencida de que aquel pájaro sabía cuidar de sí mismo. Pam se encargó de meter a la pequeñita en la cama. Cuando se durmió, ya todos los demás estaban preparados para acostarse. Mientras Holly se metía entre las sábanas, Pam se cepilló el largo cabello.

—¡Aaah! —murmuró Pam, disimulando un bostezo.

¡Se deslizó entre las sábanas, pero…, de pronto, sus pies no pudieron bajar más!

—Aquí ocurre algo —dijo, al tiempo que Holly se sentaba en su cama, observándola con extrañeza.

De nuevo probó Pam a estirar las piernas en la cama. Al fin exclamó:

—¡Alguien me ha hecho la «petaca»!

Deshizo inmediatamente la cama, comprobando que las sábanas estaban dobladas a mitad del catre, y era eso lo que le impedía entrar.

—¿Lo has hecho tú, Holly? —preguntó Pam, mirando a Holly, que sacudía las trencitas.

—No. Palabra.

—¿Seguro que no, diablillo con trenzas?

Holly escondió la cara entre las manos, disimulando la risa.

—No. No lo he hecho yo. Puede que haya sido Ricky.

—No le habría quedado tan bien —opinó la hermana mayor.

Y se acercó a Holly para hacerle cosquillas hasta obligarla a gritar. Luego arregló su cama y se estiró, cómodamente, entre las sábanas frescas.

A la mañana siguiente, al despertarse, Pam vio que Holly se estaba vistiendo a toda prisa. Sin decir nada, volvió a entornar los ojos y observó a Holly que salió de puntillas para no despertarla.

Sonriendo, Pam saltó de la cama y se vistió. Primero hizo su propia cama y luego preparó la «petaca» en la cama de Holly.

Satisfecha, salió a la fachada de la posada, donde Indy y Emmy estaban preparando el desayuno.

Después de comerlo, los niños acudieron a cumplir con sus quehaceres. Cuando terminaron ya había pasado el tiempo suficiente para poder bañarse. De modo que se encaminaron a la playa, para zambullirse en el agua fresca y salada.

—¡Por allí vienen Indy y Emmy! —anunció Ricky, con entusiasmo.

Indy y Emmy se movían en el agua, con largas y ágiles brazadas. Cuando Indy pasó por su lado, Ricky le salpicó. Indy correspondió con otra rociada de agua y, poco después, todos los bañistas batallaban entre sí lanzándose agua.

Sue abrió la boca, para decir algo, pero recibió un gran impacto de agua en plena cara. Empezó a toser y escupir, pero señalaba con insistencia a lo lejos. Entonces se interrumpieron las salpicaduras y todos miraron hacia donde la pequeña señalaba.

Remando rápidamente hacia ellos vieron a Sam «El Adormilado».

Mientras Pam daba unas palmadas en la espalda de Sue, para que dejase de toser, Pete fue al encuentro del buscador de almejas.

—Hola, «Adormilado» —saludó—. ¿Viene usted a buscar más almejas?

El hombre de los párpados entornados detuvo los remos, y se situó junto a los nadadores.

—Tengo noticias —dijo.

—¿Otro telegrama? —preguntó Pam.

«Adormilado» movió negativamente la cabeza.

—La motora de salvamento sacará hoy a flote el transbordador.

—¡Estupendo! —exclamó Ricky—. ¿Podemos remar con usted para ir a verlo?

—Sí. Pero en mi lancha sólo tengo cabida para cuatro de vosotros.

Los niños arrastraron a la playa la embarcación del flaco Sam, al que asaetaron a preguntas. Una embarcación especial de salvamento llegaría al canal hacia las dos, para remolcar al transbordador, usando una gran grúa. Todos querían presenciarlo, pero se decidió que Sue se quedaría en tierra con Indy y Emmy.

Un submarinista, les explicó Sam «El Adormilado», se encargaría de atar las maromas a la embarcación sumergida. Entonces la grúa levantaría al transbordador.

Los Hollister estaban deseando que llegase la hora de salir. Para que la espera les resultase menos larga, los tres más pequeños ayudaron a Sam a llenar cubos de almejas. Los dos mayores fueron a reunirse con los buscadores de gaviotas.

Cuando volvieron para comer, Pam y Pete encontraron una gran cazuela de almejas, hirviendo en el fuego de la entrada. Sam «El Adormilado» estaba sentado en las escaleras del porche, con Sue a su lado.

—Hemos ayudado a buscar la comida —informó la pequeñita, con gran orgullo.

Cuando Emmy estaba sirviendo las humeantes y sabrosas almejas, apareció Indy por la esquina de la casa.

—He atado a «Negrito» en la parte de atrás —dijo a Sam—, para que pueda usted comer tranquilo.

En cuanto terminaron, Pete, Pam, Ricky y Holly fueron a ponerse blusas y pantalones cortos, y volvieron a la barca de remos.

—Podíamos salir ya a esperar que llegue la barca de salvamento —propuso Pete.

Con permiso de Sam, los Hollister empujaron la barca al agua y el buscador de almejas remó lentamente hacia el centro del canal. Cuando giraban en torno al mástil de la embarcación hundida, oyeron un silbido distante. Atisbando a lo lejos de las centelleantes aguas, vieron aproximarse una gran motora, que remolcaba una gabarra.

Sam retrocedió un trecho, y los Hollister aplaudieron, viendo cómo la motora y su remolque anclaban junto al hundido transbordador.

Entre la tripulación, Pete vio al capitán Wade.

—Tiene en gran estima a la «Sirena» —dijo Sam— y quiere estar presente cuando la saquen del agua.

—¡Canastos! ¡Esta grúa podría levantar a una ballena! —calculó Ricky, mirando la imponente estructura que iba sobre la gabarra.

—Mirad. El buzo se está preparando —dijo Pam.

En cubierta, un hombre se encajaba un traje impermeable. Un casco marrón, en forma de globo, quedó colocado sobre su cabeza y ajustado en torno a su cuello.

Mientras dos hombres controlaban el tubo que salía del casco, el buzo saltó por la borda y desapareció bajo un círculo de burbujas. Luego, la grúa bajó un largo cable al agua. Iba pasando el tiempo y la tripulación de salvamento iba y venía, muy afanada.

De repente, Ricky exclamó:

—¡Esas burbujas se acercan a nuestra barca!

Pete se inclinó por la borda y vio parte del casco de cobre del buzo, brillando ligeramente bajo el agua. De pronto… ¡BUFF! El casco salió del agua. A través de la placa de cristal delantera, el buceador sonrió e hizo un guiño; luego se sumergió tan rápidamente como apareciera.

Los Hollister rieron y Holly dijo:

—Parece un monstruo marino de los buenos.

Mientras hablaba, las burbujas se desviaron hacia la gabarra. Unos minutos más tarde el submarinista era subido a bordo y le libraban del casco.

Sam «El Adormilado» remó, aproximándose, y el buzo sonrió y gritó:

—Sentiría haberos asustado. Sólo quería deciros «hola».

—Retírense ahora —gritó el hombre desde la gabarra—. Vamos a izar el transbordador.

Sam y Pete empuñaron los remos y remaron rápidamente. Estaban a considerable distancia cuando empezaron a oírse chirridos y sacudidas. El cable de la grúa se puso tenso y, al propio tiempo, el mástil del transbordador empezó a elevarse sobre las aguas. La embarcación sumergida empezó a subir, a subir. Hasta que los niños pudieron ver que estaba suspendida de un grueso cable. Por fin, todo el transbordador quedó en el aire, para ser descendido, luego, hasta la gabarra.

—¡Hurra! —gritó Pete.

Ricky dejó escapar un estridente y largo silbido y las niñas aplaudieron.

Las embarcaciones de salvamento se dirigieron, lentamente, a la orilla. Sam «El Adormilado» remó muy cerca de la gabarra, mientras los Hollister charlaban con la tripulación. Y así se enteraron de que el transbordador quedaría sobre la gabarra, mientras se efectuasen las reparaciones. Luego podría volver a hacer la ruta de costumbre.

Ya estaban lo bastante cerca de Cliffport para poder reconocer a la gente que se encontraba en el muelle. Entre ella vieron al «Hombre de las Nieves», que saludó a los niños.

—Vamos a tierra y tomemos un helado —propuso Ricky.

Pete estuvo de acuerdo con el pecoso.

—Y podríamos hacer averiguaciones sobre el telegrama, si a usted no le importa esperarnos —dijo a Sam.

—Id, id —contestó «El Adormilado» y les indicó dónde se encontraba la oficina de telégrafos.

Pam se ofreció a llevarle una barrita de helado, pero el buscador de almejas dijo que no le gustaba el helado.

Mientras los niños desembarcaban, el «Hombre de las Nieves» acudió a recibirles con su carrito.

—Cuatro bastoncitos, servidos al instante —dijo.

Mientras Pete pagaba, el «Hombre de las Nieves» añadió:

—Os habrá alegrado que saquen el transbordador. Ahora podréis volver a vuestra casa muy pronto.

Holly quedó como paralizada, con la barrita de helado inmóvil en su boca.

—¡Oh! ¡Me había olvidado de eso! —confesó.

—Es que no queremos marcharnos. Lo estamos pasando muy bien —añadió el pecoso.

—He oído decir que ocurren cosas muy singulares por allí —murmuró el hombre de los helados, en voz baja—. Puede que no sea un lugar muy seguro.

—¿Se refiere usted al caballo fantasma? Eso no nos asusta —dijo Ricky—. Creemos que debe de ser sólo…

El pequeño interrumpió sus explicaciones cuando Pete le dio un codazo de advertencia.

—Vamos —se apresuró a decir Pete—. Tenemos prisa.

Los niños se despidieron del «Hombre de las Nieves» y se alejaron.

—¡Canastos, Pete! No he hecho nada malo —masculló Ricky.

Pero su hermano mayor, muy severo, declaró:

—Un detective no debe hablar tanto.

Mientras se alejaban del muelle, Ricky iba cabizbajo y abatido, pero cuando llegaron a la oficina de telégrafos había vuelto a recobrar la alegría.

Al entrar, vieron a un joven empleado tras el mostrador. Pete se presentó, antes de preguntarle cómo se había recibido el telegrama en aquella oficina.

—Lo puso un hombre, desde una cabina telefónica, aquí, en Cliffport.

Cuando salían de la oficina telegráfica, se encontraron con el «Hombre de las Nieves», en la puerta.

—Vaya… ¿Así que habéis puesto un telegrama? Habrá sido para papá y mamá, diciendo que ya volvéis a casa —dijo.

—No —contestó Ricky; pero, sintiendo fijos en él los ojos de Pete, no dio más explicaciones.

La cara redonda del vendedor de helados reflejó un gran asombro.

—¿Así que no habéis telegrafiado a nadie? —soltó una risilla y añadió—: Pues bien; creí que habíais venido a enviar un telegrama.

—Ahora tenemos que irnos —dijo Pete—. Hasta la vista.

Los demás hermanos también dijeron adiós y se marcharon.

—Tiene unos helados muy ricos, pero es un metomentodo —comentó Holly.

En el muelle encontraron a Sam, que les aguardaba, paciente, en su bote. Pete le ayudó a remar hasta Wicket-ee-nock.

Cuando la proa de la embarcación tocó la arena, los cuatro Hollister saltaron fuera y dieron las gracias al hombre. En seguida corrieron a la Posada del Langostino, para dar las noticias.

—¡Qué tarde tan emocionante! —dijo Emmy—. Tengo un mensaje para vosotros.

La bonita hermana de Indy les dijo que, aquella tarde, les había visitado el señor Franklin.

—Y nos ha invitado a todos a ir a la cuadra, esta noche, después de cenar.

Al terminar la cena, Pam ató al perro en el porche.

—Te dejamos aquí, «Negrito» —le explicó—. Podrías poner nerviosos a los caballos.

Pam le dio una cariñosa palmada y fue a reunirse con los otros, que ya se dirigían a la playa.

—Me alegro de que los Franklin no nos consideren antipáticos —comentó Holly, cuando se acercaban a la gran cuadra.

Al llegar, encontraron la puerta entreabierta. Indy la empujó, abriéndola de par en par. Lo que se apareció a sus ojos fue un espectáculo inesperado. ¡Nunca habían visto nada igual!