UN PÁJARO PELIGROSO

La señora Franklin movió tristemente la cabeza.

—Mi marido va a ponerse muy furioso cuando sepa que habéis descubierto nuestro secreto.

Sue cogió la mano de la mujer entre las suyas, tan pequeñitas y cariñosas, y prometió:

—No se lo diremos a nadie.

El rostro de la señora Franklin se tornó más dulce.

—Hijita querida —dijo, acariciando la cabeza de Sue. Y volviéndose a Pete e Indy, añadió—: Puesto que ya lo saben, bien puedo mostrarles a «Franz» y «Josef».

Con «Sedosa» todavía acomodada en su hombro, la pequeñita siguió a Indy y la señora hasta el interior. Pete fue detrás y quedó perplejo al contemplar el interior.

En el centro había un gran aro, como el que rodea la pista de un circo, y al fondo dos grandes pesebres. En cada pesebre, un hermoso caballo blanco.

La mujer se acercó a los grandes animales, saludando:

—Hola, «Franz». Hoy tenemos compañía, «Josef».

Y acarició el flanco de los animales, que se movieron, inquietos.

—¡Zambomba! ¡Son preciosos!

—Nunca había visto unos caballos tan hermosos —declaró Indy.

La señora Franklin les explicó que eran caballos de la raza «lipizzaner», famosos en Europa desde hacía cuatro generaciones.

—«Franz» y «Josef» fueron importados de Viena —dijo—, y no queremos que la gente sepa que están aquí.

—¿Por qué? —preguntó Sue.

—Si sabéis guardar el secreto, os lo diré —contestó la señora Franklin.

—¿Tampoco se lo puede decir a Pam y Ricky, ni a Holly y Emmy? —preguntó la pequeña.

—¿Prometerán no decirlo? —preguntó, por su parte, la mujer.

—Lo prometemos todos —dijo Pete.

La señora Franklin les explicó, entonces, que los caballos habían sido llevados allí por un mozo de cuadra, y entre ella y su marido les estaban entrenando para que trabajasen en el circo.

—No queremos que ningún otro circo sepa que tenemos este número.

—¿Es que podrían copiar los equilibrios de estos caballos? —preguntó Pete.

La señora Franklin contestó, con una sonrisa:

—Eso no podrían hacerlo. Los «lipizzaner» efectúan equilibrios muy difíciles. Están en una escuela especial, muchos años, para aprenderlos. Pero podrían acercarse espías a copiar lo que mi marido y yo hacemos. Por eso nos interesa guardar el secreto.

—¿Veis? Ya os «dicí» que no eran fantasmas —declaró Sue.

—No. Claro que no —dijo la mujer.

Siguió diciendo que el último grupo de buscadores de gaviotas le había hablado del caballo fantasma, pero que ella nunca lo había visto. Cuando Pete aseguró que él sí lo había visto, la señora se mostró atónita.

—No sé nada en absoluto sobre este misterio —declaró.

—Entonces, ¿fueron sus caballos los que oímos cabalgar la otra noche? —concretó Indy.

—Sí. Tenemos que sacarles a hacer ejercicios cuando oscurece. Hace algunas noches, uno de ellos se escapó, hacia la puesta del sol. Espero que nadie le viera.

Indy sonrió y dijo:

—Ricky y Holly le vieron…, desde la otra orilla.

—Pero ¿cómo transportaron a los dos «lipizzaner» a la isla Wicket-ee-nock? —preguntó Pete, admirando a los dos bellos ejemplares.

Por la señora Franklin se enteró de que los animales habían sido llevados a la isla por el capitán Wade y Cadwallader Clegg, durante la noche.

—Suponemos que esos dos hombres son las únicas personas que conocen la existencia de los caballos —continuó la señora Franklin con aspecto de preocupación—, pero me temo que hay un espía en la isla. Alguien ha estado inquietando a «Josef» y «Franz» por la noche. Les hemos oído piafar y relinchar pero, al llegar aquí, quienquiera que hubiese entrado, ya se había ido.

—Puede que fuese el hombre barbudo —dijo Pete.

—Tal vez. El caso es que los animales se ponen nerviosos y resultan muy difíciles de manejar. Temo que nuestro número no vaya a estar preparado a tiempo.

—¿Cuánto tiempo les queda? —preguntó Pete.

—Debemos unirnos al circo antes de que transcurra un mes.

—Me gustaría poder ayudarla —dijo el muchachito.

—Y puedes ayudarnos, guardando nuestro secreto. A cambio, nosotros os podemos enseñar a entrenar caballos. Mi marido ha salido en la embarcación para traer provisiones de la otra orilla. Pero, cuando él vuelva, veremos lo que dice sobre eso…

Mientras salían de la cuadra, «Sedosa» escapó del hombro de Sue para volar a la posada.

—Será mejor que volvamos ya —dijo Indy, muy tranquilizado ya—. La comida nos espera.

Los tres dijeron adiós a la señora Franklin y corrieron al camino. A mitad de trayecto se encontraron con el resto del grupo, que llegaban desde la orilla del agua.

—¡Sabemos un secreto! ¡Sabemos un secreto! —canturreó Sue, bailando alegremente.

—¡Dímelo! ¡Dímelo! —suplicó Holly.

—Muy bien —dijo Pete—. Siempre que prometáis no decirlo.

—Prometido. Palabra de honor —dijo Holly, levantando la mano derecha.

Cuando los demás se enteraron de lo que Sue había descubierto, casi no podían creerlo.

—¡Canastos! ¡Menudo secreto! —exclamó Ricky.

—Pero acordaos de no decírselo a nadie —advirtió Pete.

—¿Ni siquiera a Bill, a Jane y a Gary? —preguntó Holly.

—A nadie.

—De acuerdo. Palabra de muda —sonrió Emmy.

Y todos juntos se dirigieron a la posada.

—Pero todavía queda el misterio del caballo fantasma —dijo Pam.

—Puede que sea él quien asusta a los «lipizippis» durante la noche —dijo Sue.

—«Lipizzaners» —le rectificó Pam.

—Qué palabra tan feota —rezongó Sue, aunque logró repetirla correctamente.

Cuando los aventureros llegaron a la posada, «Negrito» salió al porche a recibirles. Emmy se apresuró a calentar el caldo y sirvió los bocadillos. Mientras comían, los niños hablaron del misterio.

—Puede que hayan espías de circo en la isla —dijo Pam—, pero no sé para qué quieren el caballo fantasma.

—Puede que de ese modo piensen asustar a todo el mundo y robar a «Franz» y «Josef» —opinó el mocoso.

—No —repuso Pete—. No podrían sacarlos de las islas sin que les vieran.

—Apuesto lo que queráis a que el hombre de la barba es el espía —dijo Ricky.

—He estado pensando que tiene acento extranjero —comentó Pete—. ¡Puede que sea austríaco!

—Si lo es —intervino Indy, sacudiendo la cabeza—, eso enreda el misterio todavía más.

—Lo que a mí me gustaría ahora sería enredar en una trampa alguna gaviota —declaró el travieso Ricky.

—Puedes probar —concedió Emmy—. Lo que haremos ahora Sue y yo es echar una siestecita.

—Igual que «Sedosa» —añadió Sue, mirando al autillo en lo alto del letrero.

—Pues yo me iré con «Negrito» a pescar —decidió Indy—. He encontrado una vieja caña con hilo y todo, detrás de la posada. Puede que encontremos pescado fresco para la cena.

—Recordad todos —advirtió Emmy, a los buscadores de gaviotas—. ¡Ni una palabra sobre los «lipizzaners»!

Pete, Pam, Ricky y Holly corrieron al campamento de los buscadores de gaviotas. Cuando llegaron a la tienda, Ricky propuso:

—Vayamos a cazar pájaros con la caña de pescar. Haremos un lazo corredizo en el hilo, luego de quitar el anzuelo.

Bill entregó a los chicos una caña e hilo, y Pam y Holly se ocuparon de colocar una trampa cerca de un nido.

Sus hermanos las dejaron atrás para trepar entre las rocas, donde encontraron un nido en el que había tres grandes huevos. A poca distancia de sus cabezas las gaviotas gritaban y planeaban pero ninguna iba a posarse en aquel nido. Diez minutos más tarde, los chicos oían un grito de Holly:

—¡Hemos atrapado una!

Poniéndose de rodillas, los dos chicos miraron hacia sus hermanas. Pam acababa de sacar de la trampa una gaviota de buen tamaño.

—¡Zambomba! ¡No podemos permitir que las chicas lo hagan mejor que nosotros! —declaró Pete.

Mientras hablaba, se vio planear una enorme sombra sobre ellos.

—¡Escóndete! —ordenó Pete.

Y tanto él como el pecoso se tendieron en tierra, quedando ocultos entre las altas hierbas. Con gran batir de alas, el enorme pájaro fue a posarse en el nido, como pudiera haberlo hecho un helicóptero negro.

—¡Es una gaviota de lomo negro! —siseó Pete—. Más vale que no intentemos cazarla.

—¿Por qué no?

—Pam me ha dicho que son muy peligrosas.

Las manos de Ricky seguían sosteniendo con firmeza la caña. El pequeño estaba dispuesto a entrar en acción.

—Pero, Pete, las chicas han capturado una…

—No es una de lomo negro.

Estaban los dos muchachos observándola, cuando la enorme gaviota plegó sus alas y se quedó quieta.

Pensar que iba a perder tan espléndida pieza era más de lo que Ricky podía soportar.

Dio un rápido tirón de la caña y el lazo corredizo apresó al pájaro por las patas.

Con un grito ronco, la gigantesca gaviota sacudió las alas para iniciar el vuelo, con tal fuerza, que a punto estuvo de arrancar la caña de manos del pecoso.

El ave siguió ascendiendo, hasta que el hilo quedó tenso. Luego, de manera inesperada, se aflojó la tensión.

—¡Cuidado! ¡Viene hacia ti! —advirtió Pete.

La enorme gaviota descendía, en picado, hacia la nuca de Ricky. Pete dio un empujón a su hermano y el pico del pájaro mordió tan sólo la camisa del pequeño. La gaviota se remontó en el aire, sólo para prepararse para un nuevo ataque. Descendía de nuevo, cuando Pam y Holly corrieron hacia sus hermanos.

—¡Vamos a ayudaros! —gritó Pam corriendo con toda la rapidez posible, al tiempo que se esforzaba por no dejar en libertad a la gaviota que ellas habían apresado.

—¡Vete! —chilló Holly, nerviosamente, sacudiendo las manos ante la enfurecida gaviota gigante.

Ricky se arrodilló en la hierba y se cubrió la cabeza con las manos, mientras Pete gritaba y sacudía los brazos, para espantar a la belicosa gaviota.

Luego de soltar otro de sus roncos gritos, el pájaro describió un giro y se remontó, sacudiendo de sus patas el hilo de la caña.

—¡Canastos! ¡Muchas gracias!

Los cuatro se encaminaron a la tienda, en donde Jane estaba pintando de rojo otra gaviota. Pete siguió hasta la playa, para ayudar a Bill y Gary. Los otros tres contaron a Jane lo sucedido.

—Has tenido mucha suerte de que no te haya herido, Ricky —dijo la muchacha.

Después de teñir a su presa, Pam y Holly la metieron en la jaula, para que se secase. Estaba Holly cerrando la portezuela, cuando se le ocurrió mirar hacia la orilla.

—¡Mirad! ¡Hay una gaviota picoteando algo rojo!

—¿Dónde? —quiso saber Pam.

Su hermana señaló un trecho pedregoso, acariciado por las olas. Las dos niñas se acercaron a investigar y la más pequeña se agachó a recoger una hoja de papel, ilustrada en brillantes colores.

Representaba un escudo de armas. Estaba empapado en agua y picoteada, pero se mantenía el colorido en toda su intensidad.

«Debe de haber caído aquí recientemente», pensó Pam.

—¿Qué es? Dejádmelo ver —pidió Ricky, corriendo al lado de Holly.

El pecoso cogió el empapado papel, y contempló la coraza roja, con dos cabezas de caballo y una espada cruzada entre ellos.

Ricky estrujó el papel en su mano y se disponía a echarlo al agua, cuando Pam exclamó:

—¡Espera, Ricky! ¡No hagas eso! ¡Puede ser una pista!