Mientras Pete luchaba por impedir que el hombre se levantase, «Negrito» se presentó a la carrera y llenó de lametones el rostro del desconocido.
—¡Socorro! —gritó el hombre flaco, despavorido—. ¡Quítenme a esta fiera de encima!
Pam agarró a «Negrito» por el collar y le sostuvo a un lado, mientras Indy se acercaba, corriendo. Entre él y Pete ayudaron al detenido a ponerse en pie.
—¿Quién es usted? —preguntó el chico.
—¿Y por qué corría así? —quiso saber Indy.
El hombre tenía los ojos enloquecidos de miedo, viendo al perro que daba tirones y sacudía la cola, ansioso por llegar a su lado.
—El perro me perseguía —dijo.
—«Negrito» sólo jugaba —declaró Holly.
—Y nosotros queríamos hacerle unas preguntas sobre el telegrama —añadió el pecoso.
—No sé nada sobre eso. Yo sólo me encargué de entregarlo.
El hombre dijo ser Sam «El adormilado», pescador de almejas. Y mirando con aire de reproche a Pete, declaró:
—Yo no ando por el mundo haciendo daño a la gente.
—Si le he hecho daño, lo siento de verdad —se disculpó el chico.
Y confesó que, como eran tantos los misterios que había en aquella isla, había pensado que Sam «El Adormilado» podía ser cómplice de los enemigos de los Hollister.
El hombre explicó que él se dedicaba a repartir algún telegrama o a hacer trabajos a destajo en Cliffport, además de pescar almejas.
—Hay un buen lugar para encontrarlas, cerca de la vieja posada —dijo, ahora en tono más alegre.
—Sentimos mucho haberle perseguido —dijo Holly, ofreciéndose luego muy complaciente—. ¿Podemos ayudarle a buscar almejas?
Sam «El Adormilado» dijo que sí, sonriendo tímidamente, y se volvió a Indy para preguntar:
—¿Pone usted alguna objeción?
—Pueden ir —dijo Indy—. Pero, antes de marcharse, nos podrá usted decir algo sobre el telegrama. ¿Era falso?
—Se lo digo sinceramente —contestó Sam, cruzando los dedos índice y corazón—. Me lo entregó el empleado de telégrafos de Cliffport.
Pete e Indy asintieron, convencidos de la inocencia de Sam. Luego todos se encaminaron por la orilla. Pam sujetaba con fuerza a «Negrito».
Ella, Pete e Indy se detuvieron en la posada, mientras Holly y Ricky seguían adelante, en compañía del buscador de almejas.
A poca distancia vieron una pequeña barca, descansando en la arena, y cerca un cubo a medio llenar de almejas.
Sam «El Adormilado» se metió en la barca para buscar otro tenedor especial que dio a Ricky. Además, sacó un viejísimo sombrero de paja que puso en la cabecita de Holly.
La niña se retorció las trencitas, mientras le daba las gracias, y echó a correr luego playa arriba y playa abajo, chapoteando alegremente, con los pies desnudos.
Ricky y Sam se pusieron al trabajo de despegar almejas de las rocas. Iban cayendo en el cubo almejas y más almejas. Al poco rato se presentó Holly para verles trabajar.
—¿Es verdad que está usted adormilado? —se atrevió a preguntar Holly al flaco Sam.
El hombre volvió hacia la niña sus entornados párpados.
—La verdad, yo creo que sólo lo aparento.
Y dijo que lo cierto era que se levantaba todos los días muy temprano.
—Ah. ¿Y ha vivido usted aquí mucho tiempo?
—Toda mi vida —repuso Sam «El Adormilado»—. Siendo muy pequeño ya solía venir aquí a buscar almejas.
—Así, ¿usted nació aquí? —inquirió Ricky, moviendo frenéticamente los dedos de un pie, entre los que se le había metido arenilla.
Sam asintió.
—Entonces, usted lo sabe todo sobre la isla Wicket-ee-nock… ¿a que sí? —preguntó el pecoso.
Cuando Sam repuso que sí, Ricky le preguntó si quería ayudarles a resolver el misterio.
—¿Del caballo fantasma? —preguntó el hombre—. Eso no, hijo. No me gusta tratar con espectros.
—Pero si es sólo un caballo viejo que se habrá perdido —afirmó, muy seria, Holly. Y empezó a saltar alegremente por la arena, gritando—. ¡Wicket-ee-nock, el caballo fantasma vive en aquella gran roca de color!
Sam «El Adormilado» dirigió una mirada temerosa a la gran cuadra blanca, distante de ellos.
Holly se echó a reír, diciendo:
—No se asuste. Yo sólo he dicho: ¡Wicket-ee-nock, Wicket-ee-nock, el caballo fantasma vive en aquella gran roca de color!
Ricky seguía buscando más almejas, pero ahora el sol le azotaba sin compasión en la cabeza descubierta. El exceso de claridad hacía que las pecas apareciesen de un extraño color verdoso, en su naricilla, que iba poniéndose muy roja.
—Ya habéis tomado bastante sol —dijo Sam «El Adormilado»—. Además, yo ya tengo suficientes almejas. Será mejor que vuelva a Cliffport.
Holly devolvió el sombrero de paja al hombre, que llenó de almejas las manos de los dos pequeños y les sugirió que con ellas Emmy les hiciera un caldo. Ellos le dieron las gracias y volvieron, corriendo, a la posada.
Al llegar al porche vieron a Sue que, con pantaloneros cortos y blusa sin abrochar, perseguía con los brazos extendidos a «Sedosa», la cual revoloteaba por encima de su cabeza.
—Sue no va a poder cazar al búho —comentó Ricky, mientras su hermana y el ave desaparecían por una esquina de la posada.
—¡Emmy, traemos almejas para hacer sopa! —gritó Holly, llegando al porche.
—¡Magnífico! —dijo Emmy, presentándose con un recipiente en el que los niños echaron los moluscos.
Después de lavar bien las almejas, Emmy puso un poco de agua en el fondo de la cazuela y colocó ésta sobre el fuego encendido al aire libre.
—El caldo de almejas bien frescas tiene un sabor delicioso —dijo—. Lo tomaremos con los bocadillos.
Ya Ricky y Holly aguardaban para comer, cuando se presentaron Pam y Pete, que venían de dar un paseo. Sentados en las escaleras del porche, hablaron a los pequeños del caballo fantasma que habían visto la noche anterior. Indy y Emmy ya se habían enterado de todo, mientras Holly y Ricky estuvieron buscando almejas.
—¿Y no os asustasteis? —preguntó Holly.
—Un poco —admitió su hermana.
—Lo que yo quisiera es estar allí la próxima vez que llegue —dijo Ricky, valerosamente.
Media hora más tarde Emmy llamaba a todos a comer. Y todos se presentaron, a excepción de Sue.
—¿Adónde ha ido? —preguntó Emmy.
Holly dijo que la había visto persiguiendo al búho.
—¡Vaya por Dios! —murmuró Pam—. Está loca con ese pájaro.
Ricky recordaba que Sue pasó corriendo hacia la parte posterior de la posada.
—A lo mejor está en la orilla. Será mejor ir a buscarla.
Emmy se apresuró a tapar bien la comida y Pete fue a buscar los gemelos de Indy.
—Nos separaremos en abanico —propuso Indy.
Y todos echaron a andar, entre las dunas, llamando a la pequeña. No había la menor huella de Sue. Pete se acercó los gemelos a los ojos y miró a todas partes. Todo lo que pudo ver fue a Jane, Bill y Gary colocando trampas de gaviotas en el extremo sur de la isla. Al norte no había más que el acantilado rocoso y un trecho arenoso, invadido por la marea.
Aunque luchaba por disimularlo, Emmy estaba muy preocupada, y Pam, dándose cuenta de ello, le dijo:
—No te preocupes, Emmy. Sue ya sabe que no debe meterse en el agua, como no vaya alguien con ella.
Todos corrieron al acantilado. El sol brillaba, deslumbrador, sobre la blanca cuadra, que todos podían ver por encima de sus cabezas.
—Confío en que podremos cruzar estas rocas antes de que suba la marea y nos lo impida —dijo Pete, apretando el paso.
Pero cuando llegaron a los peñascos, el agua ya se estrellaba en ellos, levantando montañas de espuma.
—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Ricky a gritos, para que le oyeran—. ¡No podemos dar la vuelta a toda la isla, buscando a Sue!
—Pero podemos nadar alrededor de esas rocas —propuso Pete.
—No —contestó Indy—. El agua está muy embravecida y nos llevaría mucho tiempo.
—Pero si volvemos no vamos a ganar nada —objetó Holly.
—Podríamos trepar por las rocas, ¿no os parece? —dijo Pam.
Indy dijo que sí.
—Dejad que lo hagamos Pete y yo. Los demás esperad aquí.
Pete se encaminó al lateral del acantilado y levantó la vista hacia la imponente formación rocosa.
—Tú ve delante —dijo Indy—. Yo te seguiré.
Pete, calzado con zapatos de lona, encontró un pequeño espacio en donde apoyar el pie, e inició la ascensión. Una vez que bajó la vista, comprobó que Indy iba pisándole los talones.
—Sigue así —dijo el indio—. ¡Lo estás haciendo muy bien!
A mitad de camino, Pete se detuvo, buscando un asidero para sus manos. Respiraba afanosamente. Pero encontró un hueco en donde hundir los dedos y continuó subiendo.
Por fin sus ojos estuvieron al nivel de la cima de las rocas y, a poca distancia, vio la blanca cuadra. En pie junto a ella y con sus manos gordezuelas enlazadas en la espalda, se encontraba Sue.
Rápidamente, Pete llegó a lo alto y, un momento después, Indy hacía lo mismo.
—La hemos encontrado —anunció Indy a los de abajo—. ¡Vuelve, Sue!
—¡Sue! ¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó Pete.
La chiquitina giró sobre sus talones y señaló el tejado de aquella cuadra o granero.
Bajo el alero, en uno de los tablones, había un agujero y, sentada en él, se veía a «Sedosa», el autillo.
Estaban todos mirándola, cuando el ave emprendió el vuelo y se metió en el edificio. Sin titubear ni un momento, Sue corrió a la entrada de la fachada.
—¡Espera! —gritó Pete, corriendo tras la pequeña—. ¡No se nos permite entrar en esa cuadra!
Pero Sue no le prestó atención. Por encima de todo quería recuperar al autillo.
Acababa Indy de echar a correr detrás de Pete, cuando la señora Franklin abrió la puerta de su casa. También ella corrió hacia la cuadra. Pero todos llegaron demasiado tarde. Sue, empujando con ambas manos, había abierto y desapareció en el interior de la cuadra.
La señora Franklin dejó caer los hombros, con angustia, mientras Pete decía:
—Lo sentimos mucho. Pero Sue no quería hacer ningún daño.
Indy también pidió disculpas y explicó que Sue sólo estaba buscando al búho.
En aquel momento Sue apareció de nuevo, con «Sedosa» en su hombro y parpadeando a la luz del sol.
—¡Qué horror! —se lamentó la señora Franklin—. Ahora ya conocéis nuestro secreto.
La señora miró a Sue, cuya carita resplandecía como la de un ángel.
—¿Su secreto son los caballos blancos? —preguntó, con vocecilla inocente—. Pues a mí no me parecen fantasmas.