—¿Eso quiere decir que tenemos que volvernos a casa sin resolver el misterio? —preguntó Ricky, sombrío, dando un furioso puntapié en la arena.
—Pero si ni siquiera podemos llevar la furgoneta hasta la otra orilla —protestó Pete, mirando el mástil del transbordador, todavía hundido en el agua.
Pam movió de un lado a otro la cabeza, y cogió el telegrama de manos de Emmy, diciendo:
—No me parece que sea de mamá. Ella no habla con tanta rudeza.
—Pero es que en los telegramas se dicen las cosas con mucha prisa —aclaró Ricky—. Como cada palabra cuesta dinero…
Sin embargo, Pete opinó:
—Pam tiene razón. Creo que mamá habría dado más explicaciones.
—Y ella nunca firma «señora Hollister» —añadió Pam—. No es correcto.
A Ricky se le iluminaron los traviesos ojillos.
—¡Puede que sea un telegrama falso! —exclamó.
—Seguro que lo es —concordó Pete—. Los que estuvieron registrando encontrarían nuestra dirección en el diario de Emmy. Entonces llamarían a la oficina de telégrafos de Cliffport, aparentando que lo hacían desde Shoreham.
—Puede que tengas razón —admitió Indy—. Haremos las averiguaciones necesarias sobre el telegrama en cuanto pasemos a la otra orilla. —Indy advirtió a los niños que debían tener muchísima precaución—. Ya veis que, en esta isla, no resultamos gratos para alguien.
—Puede que hagan algo ilegal, como contrabando —sugirió Pete.
—¡Claro! —asintió Ricky—. El hombre de los peñascos podía estar haciendo señas a un barco.
—Y el contrabando pueden guardarlo en la cuadra blanca —apuntó Holly.
Aunque la idea pareciese algo absurda, Pam pensó en el misterio de que se rodeaban los Franklin, y se le ocurrió que podía haber sido el señor Franklin quien había enviado el telegrama.
Holly y Ricky se miraron. ¡Si pudieran ver lo que había dentro de aquella cuadra!…
Los Hollister no cesaron de reflexionar sobre el misterio, mientras se dirigían al campamento de los buscadores de gaviotas. Se notaba caliente la arena, bajo sus pies descalzos, y el océano estaba muy azul y deslumbrante.
—¡Canastos! —exclamó Ricky, sacudiendo los zapatos que llevaba en la mano—. Quiero ir a nadar.
—Es una suerte que llevemos debajo los trajes de baño —dijo Holly, mientras giraban alrededor de una duna. Luego exclamó—: ¡Oh, mirad!
A corta distancia vieron a Jane batallando por pintar el plumaje de una enorme gaviota. Le caían mechones de cabello sobre los ojos y el pájaro aleteaba furiosamente.
—¡Socorro! —gritó, riendo, mientras los niños corrían en su ayuda.
Gracias a los Hollister, muy pronto el cautivo estuvo pintado y metido en una jaula, para que se secase.
—Mirad —dijo la muchacha, mirando a la gaviota, recién pintada de resplandeciente rojo, que extendía las alas y revoloteaba, furiosa—. Yo he pintado tantas como han capturado los chicos.
—Nosotros ayudaremos a capturar más —sonrió Pete.
Y él y Ricky se reunieron con Bill y Gary, que iban a las rocas a poner trampas.
—¿Habéis visto bien a los pájaros en sus nidos? —preguntó Jane, mientras se quitaba los guantes de goma.
—No —contestó Pam.
—Pues venid conmigo, que los veréis —dijo Jane, tomando a Sue de la mano.
—Yo voy a calzarme —decidió Holly—. La arena está demasiado caliente.
Mientras se encaminaban al extremo más apartado de la isla, Pam contó a su amiga todo lo ocurrido la noche antes. Al poco rato se encontraban trepando por una ladera arenosa, hasta los bajos terraplenes rocosos donde las gaviotas habían construido sus nidos. Algunas aves revolotearon, alarmadas, cuando ellos se echaron al suelo y se acodaron en la arena caliente.
—Estaos muy quietas —aconsejó Jane—, y observad.
Varias gaviotas se movían en círculo por encima de sus cabezas, planeando y descendiendo hacia sus nidos. Una sujetaba en su pico una gran brizna de paja. Cuando se aproximaba al suelo dio una especie de maullido y la paja se le cayó.
—¡Si llevas cosas en la boca, no debes hablar, mujer! —dijo Jane, riendo.
—¡Mira qué pájaro tan grande! —exclamó Pam, mirando hacia arriba.
—Apuesto a que es un águila —dijo Holly.
Jane le contestó que era una gaviota de lomo negro.
—Pesa unas tres libras, es decir, cerca de kilo y medio, mientras que las otras sólo pesan dos libras.
—Qué alas tan grandes —comentó Pam, haciéndose sombra en los ojos para seguir contemplando al animal.
—Pero éstas, tan grandes, son peligrosas —dijo Jane—. Cuando pican a la gente hacen verdadero daño.
Mientras las niñas permanecían quietas, bajo el sol, las aves a quienes habían inquietado fueron volviendo, lentamente, a las rocas.
—Ahora, mirad con atención —indicó Jane, señalando un nido que se encontraba cerca. Dentro había varios polluelos de un color gris aterciopelado.
—¡Qué «perciosos»! —exclamó con entusiasmo Sue, hablando muy bajito.
Dos gaviotas adultas paseaban cerca, muy orgullosas, mirando de vez en cuando, hacia el nido. Los polluelos, entre tanto, se desperezaban y bostezaban. Uno, muy torpe, perdió el equilibrio y cayó patas arriba. A Holly se le escapó la risa, viéndole batallar hasta que consiguió ponerse en pie de nuevo.
Luego llegó la gaviota madre, con el pico atestado de comida. Inmediatamente los pequeñuelos la rodearon, extendiendo las alas y dejando escapar grititos estridentes.
Después de haber comido, los chiquitines quedaron dormidos y la madre extendió sus alas sobre ellos.
Estaba Jane mostrando otro nido de recién nacidos a sus amigas cuando Holly hizo un movimiento brusco para espantar una mosca que le picaba en la pierna. Aquello asustó a las gaviotas padres que se remontaron por el aire, prorrumpiendo en un grito parecido a «¡ajajá!».
—Es la voz de alarma para avisar a los pequeños —informó Jane.
Mientras tanto, los polluelos saltaron del nido, buscando la protección de la sombra que proyectaba el cuerpo de Holly.
—Están buscando refugio —siguió informando Jane—. No saben que somos nosotras la causa de la alarma.
—¿Puedo cogerlas? —preguntó Holly.
—Es preferible que no lo hagas —opinó Jane, mirando a las gaviotas padres—. No conviene que se asusten más.
Holly se puso en pie con cautela y, al instante, los polluelos empezaron a picotear sus sandalias rojas.
Cuando ella y Pam se echaron a reír a carcajadas, las demás gaviotas salieron de sus nidos, dando roncos gritos.
—Cuando las oigáis gritar así, es que algo las inquieta —dijo Jane.
De regreso, la muchacha fue explicando que a las gaviotas les atraía el color rojo.
—¿Habéis visto cómo los polluelos picotean el pico de su madre? —preguntó—. Es porque les atrae una marquita roja que ven en el pico. Cuando picotean, la madre les deja en el pico un bocadito de comida.
—Pues yo también tengo hambre —anunció Sue—. ¿Puedo comer algo?
Riendo, Jane contestó que sí. Cuando llegaron a su tienda, la joven cortó en rodajas varios tomates maduros, añadió lechuga e hizo bocadillos para todos.
—¡Huuum! ¡Qué rico! —dijo Holly—. A mí ponme montones de mayonesa.
Veinte minutos más tarde, y gritando a todo pulmón, llegaba Ricky con una gaviota. Tras él iban los demás chicos.
Jane y Pam salieron de la tienda para encargarse de pintar al pájaro. Cuando volvieron, encontraron a Sue profundamente dormida. A su lado también dormitaba Holly.
Jane se llevó un dedo a los labios, indicando a los chicos que no alborotasen.
—La caminata y observación de las gaviotas las ha dejado agotadas —dijo—. ¿Queréis comer algo?
—Ya hemos comido —replicó Ricky—. Hemos vuelto temprano porque nos marchamos otra vez.
—¿Podemos salir a explorar ahora? —preguntó Pete.
—Si alguien se queda cerca de las tiendas… —repuso Jane, mirando a las pequeñas durmientes.
—Bill y yo vamos a estar trabajando aquí —dijo Gary—. ¿Adónde queréis ir?
—Al lugar en donde vimos al hombre haciéndonos señas anoche —repuso Pete.
Él y Pam, seguidos de Jane y Ricky, corrieron playa adelante. Cuando llegaron a los peñascos, había subido la marea y grandes olas se estrellaban en las rocas. De repente, Pam gritó:
—¡Aquél es el lugar!
Ahora pudieron ver que el hombre había estado encaramado en lo alto de unas cavernas gigantescas, que parecían cuencas de enormes ojos en lo alto de la escarpadura.
—¡Dios mío! Entrar por ahí tiene que asustar, incluso durante la marea baja —dijo Jane.
A aquella hora se hacía imposible entrar en las cavernas, que gorgoteaban y aparecían rodeadas de espuma, producida por las olas que se estrellaban en ellas.
En vista de que no podían explorar las cavernas, los cuatro dieron media vuelta.
Cuando se aproximaban al campamento, vieron a Sue y Holly jugando en la orilla, mientras Bill y Gary nadaban cerca. Con un alegre grito indio, Ricky corrió hacia ellos. Cinco minutos más tarde todo el mundo estaba en el agua.
Caía ya el atardecer cuando, al fin, los Hollister salieron a secarse al sol. Estaban poniéndose las blusas y los pantalones cortos, cuando apareció «Negrito» por un lado de una duna, ladrando alegremente. Tras él llegaban Indy y Emmy, cargados con una gran caja de cartón.
—¿Qué os parece si preparamos una cena al aire libre? —propuso Emmy.
Le respondió un coro de sonoros síes.
Un extremo y otro de la alargada playa aparecían desiertos, mientras Pete encendía la hoguera. Sus hermanas, entre tanto, entraron en la tienda de Jane, para ponerse algunas ropas de abrigo que Emmy les había llevado.
Más tarde, mientras se repartían las chirriantes y sabrosas salchichas de Frankfurt, Pam pensó en sus amigos de Shoreham, lamentando que no estuvieran allí todos, acompañándoles en aquella apetitosa merienda-cena.
Después de la puesta del sol, cuando ya la hoguera se consumía, empezaron a aparecer por el oeste espesas nubes. Emmy dijo que era ya hora de regresar a la posada. Jane pudo adivinar, por la expresión de los ojos de Pam, que ésta deseaba quedarse a pasar la noche en la tienda.
—¿Podría quedarse Pam conmigo? —preguntó a Emmy.
—¡Y yo también! —gritó Holly, sin dar tiempo a que Emmy hubiera contestado.
—¡Y yo! ¡Y yo! —dijo Sue.
—Pam puede quedarse, si lo desea —repuso Emmy—. Pero, si os quedáis también vosotros dos, diablejos, ¿quién va a hacerme compañía a mí esta noche?
Tanto Holly como Sue se apresuraron a dar un abrazo a Emmy. Entonces fue Gary quien habló para decir:
—¿Puede quedarse Pete con Bill y conmigo?
Cuando Indy asintió, Ricky quedó algo mohíno, pero en seguida le aseguraron que él tendría oportunidad de quedarse en otra ocasión.
Una vez que los otros se hubieron ido, Pete, Pam y el grupo de capturadores de gaviotas se sentaron en torno a la moribunda hoguera. Las nubes estaban cada vez más bajas, y pronto una blanca niebla se extendía sobre el agua.
—Ahora será mejor que no contemos historias de fantasmas —dijo Pam, mirando, muy inquieta, hacia la blanca neblina.
Bill se esforzó por reír, pero no lo consiguió. Tragó saliva y murmuró:
—Ésta sería una buena noche para que… para que…
Mientras hablaba, a los oídos de todos llegó el eco acompasado de cascos de caballo.
Y luego, entre la niebla, apareció súbitamente la cabeza de un caballo blanco.
Las ascuas de la hoguera proyectaban su trémula claridad sobre el animal.
Pam contuvo una exclamación.
¡En medio de la testuz del animal se veía un largo cuerno de forma cónica!