EL PREMIO DE PETE

Pam aguzó la vista, queriendo averiguar quién era el hombre. Pero, al llegar a lo alto de la duna, el hombre desapareció por el otro lado.

La niña titubeó un momento. Luego, agarrando fuertemente a Sue de la mano, echó a correr cuesta arriba, al lugar por donde el hombre había desaparecido. A cierta distancia, Pam vio huellas de pasos, que siguió hasta el pie de la duna.

Allí las huellas conducían hacia el océano, a un cuarto de milla de allí. Las dos hermanas pudieron oír cómo las olas se estrellaban en la arenosa orilla.

Caía la noche rápidamente y Pam titubeó, sin decidirse a seguir las huellas más allá. Sacudiendo al viento sus cabellos, Pam dio media vuelta y regresó, con Sue, a la Posada del Langostino. Por el camino iba preguntándose quién podía ser el desconocido. ¿El hombre de la boina, tal vez? ¿La persona que tantas preguntas hizo a los Hollister la noche anterior?

Cuando las dos niñas llegaron a la posada, Pam habló de las huellas dejadas por el desconocido.

—¡Zambomba! —exclamó Pete—. Tendremos que seguir esas huellas por la mañana, Pam.

Emmy había llevado una docena de velas y los niños se dispusieron para ir a la cama con aquella trémula luz. En cuanto extinguieron las mortecinas llamas, todos quedaron rápidamente dormidos.

Pero Pete se había propuesto madrugar. Y abrió los ojos con la gris claridad del amanecer. Se vistió rápidamente y, sin hacer ruido, fue a despertar a Pam. Juntos, y de puntillas, salieron de la posada, subieron por la duna y bajaron por el lado opuesto.

—Mira, Pete. Las huellas siguen allí, muy claras.

A juzgar por la separación de cada pisada, Pete supuso que el hombre había ido corriendo. Los dos hermanos siguieron la pista, hasta la orilla del océano. Las huellas de pasos desaparecían en el mismo borde.

Pete quedó desilusionado.

—Fuese quien fuese, se marchó por el océano.

—O puede que anduviese un rato por la orilla, pero dentro del agua, para no dejar pisadas —apuntó Pam.

Los niños caminaron un buen trecho playa arriba, playa abajo, pero ya no pudieron descubrir huellas del hombre.

Cuando llegaron a la posada, Ricky ya había encendido una estupenda hoguera en la que preparar el desayuno.

Sue corrió a recibirles, gritando:

—¡«Sedosa» ha vuelto!

Y señalaba el letrero de la posada, donde se encontraba el ave, con los ojos cerrados.

Pete soltó una risilla.

—Sabía que habían palomas domésticas, pero no búhos domésticos.

—Éste debe de ser diferente —comentó Pam, sonriendo, al ver la feliz expresión de Sue.

Después de un sabroso desayuno, consistente en huevos revueltos, tostadas y chocolate caliente, Indy dijo:

—Creo que Emmy, Sue y yo debemos ir a visitar a los Franklin para hacerles unas preguntas sobre ese hombre misterioso.

—¿Crees que podría ser el señor Franklin? —preguntó Ricky.

—Lo dudo, pero creo que será mejor comprobarlo.

—Entonces, los demás podríamos ir a buscar gaviotas —dijo Ricky, con entusiasmo.

—De acuerdo —asintió Indy—. Tú serás el responsable de todo, Pete. Y mucho cuidado en esas zonas rocosas.

Llevando bocadillos para la hora de comer, los cuatro niños mayores y «Negrito» corrieron por la playa, hacia el extremo sur de Wicket-ee-nocket. Después de cruzar el fresco pinarcillo, salieron de nuevo a las soleadas dunas.

La isla era más estrecha allí, y los niños podían contemplar, sin dificultad, las dos orillas. A lo lejos, Pete distinguió dos tiendas de campaña color naranja. Tras ellas, la arena iba dando paso, gradualmente, a las rocas. Pronto pudieron ver a Gary, Bill y Jane que se ocupaban en poner trampas para gaviotas.

—¡Mirad! —exclamó Holly—. ¡Allí hay un nido!

Había en el nido tres huevos a los que «Negrito» estuvo ladrando furiosamente.

—¡Canastos! ¡Y allí veo otro! —señaló Ricky.

Por encima de sus cabezas revoloteaban varias gaviotas, que daban estridentes gritos.

—Será mejor que no toquemos sus huevos —decidió Pam, encaminándose a las tiendas de campaña.

Ricky se rezagó un poco, aunque no tardó en reunirse con sus hermanos, que seguían ocupándose en contar los huevos de cada nido. En unos había dos; en otros, tres.

Cuando estuvieron cerca del campamento de los capturadores de gaviotas, se oyó exclamar a Ricky:

—¡Mirad! ¡Un nido con seis huevos!

Jane, que acababa de colocar una trampa, se mostró muy sorprendida. Ataviada con blusa y pantalones cortos, corrió ágilmente junto a Ricky. Efectivamente, en el nido que se encontraba a los pies del pequeño había seis huevos.

—No gastes bromas —dijo Jane.

—¿Bromas? ¿De qué hablas? —preguntó el pecoso, poniendo la más inocente de las expresiones.

—Las gaviotas no ponen más de tres huevos por nido —replicó la muchacha.

—Es verdad —concordó Bill, que se acercaba, acompañado de Gary.

A Ricky se le pusieron las orejas rojas.

—Has gastado una broma —le acusó Pam, sin enfadarse—. Si no, ¿por qué se te iban a poner las orejas coloradas?

El pelirrojo admitió que había tomado tres huevos de un nido que había visto un rato antes.

—Entonces, más vale que los lleves allí —aconsejó, amablemente, Jane.

Mientras Ricky marchaba para hacerlo, Jane mostró a las niñas su tienda y sus pertenencias.

—Bill y yo ocupamos la otra tienda —explicó Gary—. ¿Quieres echar una ojeada dentro, Pete?

El muchacho retiró un extremo de la lona y pudo ver dos flamantes sacos de dormir y otros objetos de camping.

—¡Canastos! —exclamó Ricky—. ¡Debe de ser estupendo vivir así!

—Hasta la fecha, no va mal —admitió Gary, encogiéndose de hombros.

Y Pete se dio cuenta de que el muchacho no quería nombrar para nada el asunto del caballo fantasma.

—Vamos —llamó Bill—. Hay que capturar más gaviotas.

—¿Podemos ayudaros? —se ofreció Pete.

Gary replicó que todas las trampas ya habían quedado colocadas.

—Pero, si queréis, podéis usar esta caña de pescar.

Cuando Gary hubo dado instrucciones a Pete sobre lo que convenía hacer, los dos hermanos Hollister salieron en busca de gaviotas. No habían ido muy lejos cuando se oyó gritar a Holly con deleite, porque acababa de ver como un ave caía en una de las trampas.

Jane sacó al animal y las niñas se dispusieron a teñirla.

—Vamos, Pete —apremió el pecoso, viendo aquello—. Tenemos que capturar una nosotros también.

Pete hizo un nudo corredizo con el sedal y lo colocó alrededor del borde de un nido, tal como le habían indicado. Luego, con mucho cuidado se alejaron con la caña y se tendieron en el suelo, boca abajo, a esperar la llegada de las gaviotas.

Fueron muchas las que pasaron revoloteando sobre sus cabezas, pero ninguna fue a posarse en el nido. Seguían los chicos esperando, cuando «Negrito» saltó a las rocas para colocarse a su lado.

En aquel momento, una gaviota planeó sobre el nido, disponiéndose a descender.

Empezaba Ricky a tirar de la caña, cuando «Negrito» dio un ladrido. Con un sonoro aleteo, la gaviota se elevó por los aires.

—¡Qué rabia! —protestó Ricky—. ¡A callar, bobo! Si tú andas ladrando de ese modo, ¿cómo vas a capturar gaviotas?

El perro hundió la cabeza entre las patas y permaneció muy quieto y silencioso, mientras Pete hacía de nuevo el nudo corredizo. Esta vez fue el hermano mayor quien sujetó la caña y esperó, pacientemente.

La misma gaviota de antes planeó sobre sus cabezas y, no advirtiendo movimiento alguno, descendió de nuevo. Cuando sus patitas rozaron el nido, Pete dio un tirón de la caña. El nudo se cerró en torno a las patas de la gaviota, que inmediatamente emprendió el vuelo.

—¡Sujétala! —gritó Ricky a su hermano.

—¡Ya lo intento! —replicó Pete.

Pero la verdad era que la caña estaba siendo arrastrada hacia arriba y el carrete se iba desenrollando.

—¡Tira hacia ti, Pete! —apuntó el pecoso, mientras la gaviota luchaba por seguir ascendiendo.

—¡Zambomba! ¡Es más grande que el pez más gordo de todos los que hemos pescado!

La gaviota continuó luchando por huir, pero Pete pudo empezar a enrollar el hilo. El ave fue revoloteando cada vez más baja.

Entonces agarró al ave por las patas. La gaviota se defendió a picotazos, pero Ricky resistió valerosamente.

—¡Hemos capturado una! —anunció Pete, a gritos, a los demás.

—¡Traedla, que la teñiremos! —repuso Bill.

Muy orgullosos, los dos hermanos Hollister treparon entre las rocas, con su presa. Se dirigieron a la tienda de Jane, donde Pam y Holly acababan de teñir su gaviota con el tinte rojo disuelto en una taza de porcelana.

—Buena presa —aplaudió Bill—. ¿Queréis teñirla vosotros mismos?

—¡Claro! —contestó, al momento, Ricky—. Si las chicas lo hacen, ¿cómo no vamos a hacerlo nosotros?

—Pero tened cuidado de que no le entre pintura en los ojos —advirtió Pam. Y añadió, al entregar a los chicos un pedacito de pañuelo de papel—: Ponedle esto en la cabeza.

Pete cogió al animal por las patas y Ricky por el gaznate y le cubrieron la cabeza con el papel. Pete tomó el pincel que le ofreció Pam, y empezó a pintar las plumas del ave.

Ricky estaba contentísimo viendo aquello.

—¡Conozco un gato de un callejón de Shoreham, al que me gustaría pintar así! —dijo el travieso pecoso, mientras Pete daba una pincelada en el cuello de la gaviota—. Cuidado, que me estás pintando los dedos.

Mientras acababa de teñir al animal, Pete preguntó:

—¿Dónde pondremos a secar a estos amigos?

Pam señaló más allá de la duna, donde había una gran jaula de alambre, como los gallineros. La otra gaviota encarnada estaba ya dentro. Pete se encaminó allí, abrió una portezuela de la parte superior y metió por ella al segundo animal.

—Dentro de dos horas estarán secas. Entonces las soltaremos —dijo Jane.

La joven explicó que si se dejaba a las gaviotas en libertad, en el momento de acabar de pintarlas, lo primero que hacían era chapuzarse en el agua, con lo cual desaparecía la pintura de sus plumas.

Durante aquella mañana fueron siete las gaviotas que se capturaron, pintaron y dejaron en libertad.

—Los Hollister habéis resultado muy útiles —declaró Gary.

Después que comieron los bocadillos, la tarde transcurrió muy de prisa y, poco antes de las cinco, los niños oyeron sonar el claxon de su furgoneta.

—Emmy nos llama para que vayamos a cenar —dijo Pam.

—Volved a visitarnos —invitó Jane, cuando los Hollister se marchaban.

Cuando llegaron a la vieja posada, Pete preguntó:

—¿Habéis averiguado algo sobre el hombre misterioso de anoche, Indy?

—Parece que los Franklin no saben nada de él —replicó Indy—. Conviene que mantengamos los ojos bien abiertos. ¿Habéis capturado alguna gaviota?

Mientras cenaban, los niños explicaron sus aventuras de aquel día. Estaba Emmy repartiendo las barritas de caramelo, del postre, cuando «Sedosa» despertó, extendió las alas y se alejó, al vuelo, para ir a buscar su cena. Mientras la veía marchar, Sue dijo:

—Quisiera ver la tienda de Jane.

—Yo te llevaré allí —se ofreció Ricky.

Se decidió que Emmy, Indy, Holly y «Negrito» acompañarían a Sue y Ricky al campamento de los capturadores de gaviotas. Entre tanto, Pete y Pam irían al lugar en donde habían huellas de pisadas aquella mañana.

Al llegar a la orilla, Pete y Pam miraron a uno y otro lado. No había nadie a la vista y las pisadas se habían borrado con la marea.

—¿Adónde crees que iría ese hombre después de entrar en el agua? —preguntó Pam.

—Puede que anduviese unos pasos, hasta una barca —replicó Pete.

A cierta distancia, playa arriba, los niños pudieron ver el montículo rocoso, en cuya cima se asentaba la cuadra.

A propuesta de Pam, caminaron hacia el pie del acantilado.

—¡Zambomba! Seguro que por aquí no se puede pasar cuando sube la marea —observó Pete, que tuvo que hablar casi a gritos para que su hermana le oyese, sobre el estruendo del mar.

En aquel momento, Pam levantó la vista hacia lo alto de los peñascos y quedó boquiabierta.

—¿Qué pasa? —preguntó Pete, levantando también la cabeza.

Entre las rocas se veía a un hombre. Tenía las manos puestas a modo de bocina ante la boca, y les gritaba algo.

—¿Puedes oír lo que dice? —preguntó Pete, a voces.

—¡No!

Separando las manos de la cara, el hombre hizo señas a los niños para que se alejasen de las peñas.

—¡Es el hombre de la barba! —exclamó Pete.