El Autor agradece a «The National Audubon Society» su colaboración en la preparación de este relato.
—¡Mirad! ¡Una gaviota de color rosa! —gritó Pam Hollister—. Está tendida en un lado de la carretera. ¡Para, haz el favor!
El conductor frunció el ceño.
—¿Estás segura? —preguntó.
—Sí, sí. Hay que volver para ayudarla —dijo Pam—. Regresa atrás, Indy, por favor.
La furgoneta dio media vuelta, para tomar la dirección opuesta por la carretera de Nueva Inglaterra. La carga que llevaba «Indy» en el vehículo incluía a su hermana Emmy y su perro cocker «Negrito», además de los cinco hermanos Hollister.
—¡Allí está! —indicó Pam.
La furgoneta se detuvo y la niña salió. Cruzó la carretera y tomó en sus brazos la rosada gaviota. Mientras ella volvía, corriendo, los niños contuvieron una exclamación. Incluso Indy y Emmy quedaron sorprendidos.
—Es una gaviota. ¡Una gaviota de color rosa! —dijo Emmy—. ¡Casi no puedo creerlo!
—¿No creéis que quizá alguien la haya pintado, para divertirse? —preguntó Ricky, para quien hacer cosas de aquel tipo era lo más natural.
—No, no —contestó Holly—. Nadie pinta a los pájaros.
La traviesa Holly, que tenía seis años y llevaba el cabello recogido en trenzas, iba arrodillada en medio del asiento trasero, entre Pete, que tenía doce años, y Pam, de diez. Los dos mayores tenían el pelo oscuro, pero el chico llevaba el cabello bastante corto, mientras que Pam lucía una melena ondulada. Detrás, tendido sobre maletas y mantas, iba el pelirrojo Ricky, de ocho años, y a su lado, la chiquitina de la familia, Sue, de cuatro años, uno de cuyos bracitos rodeaba el cuello de «Negrito». El perro miró por encima del hombro de Pam, para contemplar al pájaro, y dio mi sonoro bufido.
El conductor de la furgoneta era Indy Roades, un verdadero indio de Nuevo Méjico. Su hermana Emmy, una joven atractiva, se sentaba junto a él. Indy se había trasladado desde el Este unos años atrás, y ahora trabajaba en el establecimiento que el señor Hollister poseía en Shoreham. Emmy había ido a hacer una visita a su hermano y los dos decidieron llevarse a los niños de viaje, para resolver un misterio.
Ya habían cumplido aquella misión y, contentos y tranquilos, se encontraban ahora de regreso a Shoreham. Y de pronto, una nueva aventura se presentaba, en forma de una gaviota de color rosado.
El ave permanecía tranquila en el regazo de Pam, parpadeando de vez en cuando.
Emmy, entretanto, estudiaba el mapa, abierto sobre sus rodillas y, por fin, dijo:
—Hay una gran población a unas cinco millas carretera adelante. Podemos detenernos allí y hacer alguna averiguación sobre la gaviota.
—Muy bien —contestó Pam, mientras acariciaba la cabecita del animal.
Una luz roja obligó a detenerse a los excursionistas a la entrada de la ciudad. Indy preguntó a un policía, que estaba cerca, si en la ciudad había alguna persona o institución que entendiera sobre gaviotas.
—Usted bromea —contestó el policía, mirando a los cinco niños con una sonrisa.
—No. No bromeamos —aseguró Pam—. Mire.
El policía abrió los ojos con asombro, y dijo:
—La Sociedad Audubon está al otro extremo de la ciudad, junto a la carretera. No tienen pérdida. A lo mejor allí pueden ayudarles.
—Muchas gracias —dijo Indy, y reanudaron la marcha en cuanto brilló la luz verde.
—¿Qué es un «o bombón»? —preguntó Sue.
—Querrás decir la Sociedad Audubon —le dijo Pam—. Es una organización de personas que estudian y protegen las aves.
—La Sociedad lleva ese nombre en recuerdo de James Audubon —añadió Pete—. Fue un naturalista norteamericano, que exploró la selva para observar los pájaros, e hizo pinturas muy buenas de ellos.
—Apuesto algo a que nunca vio una gaviota rosada —declaró Holly.
Después de avanzar en medio del tráfico durante unos quince minutos, los viajeros llegaron ante una flecha que señalaba un jardín. Al fondo, a buena distancia de la carretera, había un edificio bajo, de ladrillo rojo. Al lado, un garaje y, detrás, varias jaulas.
—Debe de ser allí —dijo Pete.
La furgoneta se detuvo a la entrada y todos, menos «Negrito», salieron. Ricky sostuvo la puerta del edificio abierta, mientras entraban Emmy e Indy. Luego, pasaron los niños y todos se dirigieron a una oficina.
Sentada tras un escritorio había una joven. Después de mirar a Pam y al pájaro, dijo:
—¡Oh, lo has encontrado! Esperen un minuto, hagan el favor, que voy a llamar al señor Landon.
Descolgó el teléfono y, unos segundos más tarde, se presentó un hombre por la puerta del fondo. Tenía la frente despejada, la expresión infantil y la piel muy tostada por el aire y el sol. Detrás de él iba un muchacho de unos dieciocho años, de cabello amarillento y amplia sonrisa.
—Soy Jim Landon —se presentó el hombre, tendiendo la mano a Indy. Y señalando al muchacho, añadió—: Éste es Gary Dale.
Una vez que todos los visitantes se hubieron presentado, Jim Landon cogió de manos de Pam la gaviota y la miró con atención.
—Arrastrada por la tormenta, y exhausta —dijo. Y, con una sonrisa, devolvió el ave a Pam.
—¡Pero… pero es de color rosa! —objetó Pam.
Sin impresionarse en absoluto, el señor Landon contestó:
—Claro, claro. Éste es uno de los pájaros que teñimos en la costa.
—¿Pintan ustedes a las gaviotas? —preguntó Pete con incredulidad.
—¡Canastos! ¡Explíquenos eso! —pidió Ricky.
—Con mucho gusto. Pasad y sentaos —repuso el hombre, cordialmente.
E hizo pasar a todos por la puerta del fondo, a una gran sala exposición. Alrededor de las paredes había jaulas con pájaros disecados. Otras aves se veían encaramadas en pértigas adecuadas, de una manera tan natural que todos los animales parecían estar vivos. Sue se acercó a examinarlos, mientras el resto de los visitantes escuchaba atentamente al ornitólogo.
El señor Landon explicó que, hacía varios años, un avión se había estrellado porque las gaviotas habían penetrado en el motor a reacción. Debido a eso la Sociedad Audubon estaba efectuando un estudio sobre los hábitos de dichos animales.
—Contratamos a estudiantes universitarios, durante el verano, para que las atrapasen y tiñeran. Se pintaron de rojo, verde, azul y amarillo. Pero el rojo se ha ido decolorando hasta adquirir un tono rosado, debido al fuerte sol y al agua salada. El tinte es inofensivo, por supuesto.
Gary Dale dijo, con entusiasmo:
—¡Yo fui uno de los que capturaron y colorearon aves! —Gary añadió que estaba allí de paso a una isla llamada Wicket-ee-nock—. Voy a reunirme con un chico y una chica. Los tres formamos el equipo de teñidores de gaviotas. Vivimos en tiendas de campaña.
—Y ¿cómo capturáis las gaviotas? —preguntó Pete.
—Usamos redes y cañas de pescar, sin anzuelo, desde luego.
—¡Canastos! ¡Cómo me gustaría pillar alguna! —confesó Ricky.
—A mí también —añadió Holly—. ¿Podríamos ir contigo, Gary?
El joven se tomó serio y movió negativamente la cabeza.
—No creo que fuese sensato.
—¿Por qué no? —preguntó Ricky.
Los componentes de la organización Audubon se miraron.
—No creo que haya motivos para no decírselo —contestó, por fin, Gary—. Hay un misterio en la isla.
—¿Un misterio? ¿Qué es? —preguntó, muy interesado, Pete.
Gary replicó que al último grupo que acudió a pintar gaviotas les hizo huir, asustados, un caballo fantasma.
—¡Un caballo fantasma! ¿Hablas en serio? —dijo Pam.
Gary afirmó con la cabeza.
—Dicen que es mía cosa aterradora… Un animal blanco, pequeño. Yo nunca lo he visto.
—A lo mejor podríamos resolveros ese misterio —se ofreció, gentilmente, Holly.
El señor Landon sonrió.
—¿Por casualidad sois detectives? —preguntó, esperando, sin la menor duda, que le respondieran con un no.
Pero los Hollister contestaron con un sí, y hasta Indy intervino para hablar sobre el último caso que habían resuelto.
—Pero ya es hora de que regresemos a casa —añadió Emmy—. No creo que pudiéramos estar en la isla más de un día. Ése no es tiempo suficiente para solucionar un misterio, ni aun tratándose de mis detectives preferidos.
—Pero a lo mejor podríamos encontrar una pista para Gary —dijo Pam—. Anda, deja que lo intentemos.
—Desde luego, podría sernos muy útil cualquier ayuda que se nos prestase —confesó el señor Landon.
Los hermanos Hollister se volvieron a mirar a Indy con ojos suplicantes. Indy no tardó en murmurar:
—Está bien. Pero sólo por una noche y un día.
Holly dio a Indy un fuerte abrazo, mientras los demás exclamaban, a coro:
—¡Gracias! ¡Gracias!
—No está muy lejos de aquí —les dijo Gary—. Podríamos ir a Cliffport a la puesta del sol. En Cliffport es donde se toma el transbordador hasta la isla.
Mientras los demás hablaban, muy contentos, del imprevisto viaje, Sue marchó al fondo de la sala, para contemplar un pequeño búho, encaramado en una pértiga de poca altura. Llena de curiosidad, siguió acercándose, hasta casi tocarlo.
Luego alargó un dedo regordete y rozó al animal. Por un momento, pareció que el búho iba a caerse. Luego, al tiempo que Sue daba un grito, el búho extendió las alas y revoloteó en torno a la estancia.
—¡Ooh! ¡Pero si no está disecado! —exclamó la pequeña, cuando el animal iba a posarse sobre su hombro.
Los otros Hollister también estaban perplejos, pero ni el señor Landon, ni Gary demostraron asombro.
—Es un autillo amaestrado —dijo el ornitólogo—. Le llamamos «Sedosa».
Cuando el ave volvió a su pértiga, el señor Landon añadió que habían encontrado a «Sedosa» herida, en la isla Wicket-ee-nock.
—Yo creo que se cayó del nido. La cuidé y la alimenté personalmente. Por eso no se asusta de ti —dijo a Sue.
La pequeña se acercó para acariciar al pájaro con un dedo.
Indy la observó, sonriendo. Luego se volvió a Gary.
—Será mejor que nos marchemos. ¿Tenéis el equipaje preparado?
Sin pérdida de tiempo, el muchacho les llevó a la estancia inmediata, donde tenía apilado su equipaje. Además de maletas y mantas, su impedimenta incluía una cuerda que, según explicó, era para escalar los trechos rocosos y abruptos, y un puñado de cilindros de cartulina, atados juntos.
—¿Qué son? ¿Cohetes? —quiso saber Ricky.
—Sí. Para hacer señales luminosas. Si un buscador de gaviotas se mete en un trecho peligroso, usa esto para hacer señales, pidiendo ayuda. Se usan como las antorchas.
—¡Canastos! ¡Cómo me gustaría utilizar uno! —dijo el pecoso.
Holly, señalando un gran bastidor metálico, cubierto con una red, preguntó:
—¿Qué es esto, Gary? Parece una almeja.
—Es una trampa para gaviotas.
Gary abrió las dos mitades de aquella «almeja», hasta volver a cerrarla por la otra cara. Y las dejó sujetas, pasando una varilla metálica a través de ambas secciones.
—Se coloca esta trampa cerca de un nido. Cuando el pájaro lo toca, la varilla se suelta y la mitad de la red salta para atrapar a la gaviota. Luego, nosotros la libertamos.
—¿Cómo la coloreáis? —preguntó Holly.
—Más vale que esperéis y nos veréis hacerlo —dijo el muchacho, con un guiño.
Mientras Gary Dale iba poniendo sus pertenencias en la furgoneta, atestada de cosas, fue explicando a los Hollister que había teñido gaviotas el año anterior.
—La isla es propiedad de Cadwallader Clegg —añadió.
—¿De quién? —preguntó Ricky.
—De Cadwallader Clegg. Es un curioso viejecito. Él constituye toda la fuerza policial de Cliffport.
Cuando todas las pertenencias de Gary se encontraron en la furgoneta, Pam puso la gaviota rosada en manos del señor Landon.
—En cuanto se ponga bien, la dejaré en libertad —prometió el hombre.
—Me gustaría llevarme con nosotros a «Sedosa» —declaró Sue.
—También yo quisiera que pudieras llevártela —afirmó, sonriendo, el señor Landon—. El autillo es ahora lo bastante fuerte como para cuidar de sí mismo. Debemos dejarlo donde fue encontrado.
—Pues…, a nosotros nos gustaría mucho encargarnos de llevarlo. ¿Verdad, Indy? —dijo Holly.
Indy sonrió, diciendo que sí, y Sue empezó a palmotear. El señor Landon fue adentro para volver poco después con el pequeño búho metido en una jaula metálica. Al dejarlo dentro de la furgoneta, encargó a Gary que no olvidase volver con la jaula vacía.
Los viajeros se despidieron y la furgoneta se puso en marcha, camino de Cliffport.
Un poco más tarde Indy se detenía ante un restaurante de la carretera, donde cenaron. Ya casi se había puesto el sol cuando llegaron a la carretera que llevaba a lo alto de una escarpadura.
—Ahí está Wicket-ee-nock —informó Gary.
Al otro lado de las resplandecientes aguas pudieron ver todos el contorno oscuro y alargado de la isla. En frente, la carretera descendía hacia la población de Cliffport.
—Y ésa es la vivienda de Cadwallader Clegg —añadió el muchacho, señalando una casa cerca del borde de la escarpadura.
Indy detuvo la furgoneta cerca de la casa y los niños bajaron. Ricky corrió al borde del acantilado, seguido de Holly y «Negrito».
—¡Tened cuidado! —advirtió Emmy.
—¡Lo tendremos! ¡No te preocupes! —gritó el pequeño.
—Vamos a atrapar una gaviota verde —dijo Holly, mientras los demás subían al porche de la casa.
Pete llamó a la puerta. Abrió un anciano de espeso cabello blanco. Era alto y delgado, y sus vivos ojos azules miraron a Pete con expresión penetrante.
—No queremos visitantes en Wicket-ee-nock —dijo—. Mis arrendatarios no desean ver intrusos.
—Pero, escuche… —dijo Pete, mientras Indy se aproximaba.
—Queremos ayudar a Gary Dale a capturar gaviotas y a teñirlas —dijo Indy.
—Ah. ¿Más componentes de la Sociedad Audubon?
—Sí —dijo Gary, sacando de su bolsillo un papel que le identificaba—. Tengo que reunirme con Bill y Jane Lesser. Formamos el equipo buscador de gaviotas.
Cadwallader Clegg pasó los pulgares por los tirantes de sus pantalones y permaneció pensativo. Luego hizo señas a los visitantes para que entrasen en su casa.
—Sólo queremos pasar allí la noche —explicó Indy—. En realidad…
El empleado del señor Hollister se vio interrumpido por los gritos y ladridos que sonaron fuera.
—¡Señor, señor! ¿Qué habrá sucedido? —exclamó Emmy.
Cuando volvió la cabeza hacia la puerta, vio entrar por ella a Ricky, tras el que corrían Holly y «Negrito».
—¡Lo hemos visto! ¡Lo hemos visto! —gritó el pelirrojo.
—Habéis visto, ¿qué? —quiso saber Pete.
—¡El caballo fantasma!