UN ENEMIGO OCULTO

—¡Ya lo crea que lo es! —concordó tío Russ, mientras todos los actores y demás componentes del grupo cinematográfico le rodeaban para ver qué había sucedido.

La manga de la camisa que cubría el brazo izquierdo del dibujante quedó teñida de rojo. Teddy se apresuró a subir dicha manga, con lo que quedó al descubierto el corte abierto en la carne por la afilada flecha.

Un grupo de obreros miraba a Russ Hollister y dejaba escapar nerviosas exclamaciones.

—¡Todo el mundo atrás! —gritó Víctor Grattan, abriéndose paso hasta Russ Hollister.

El director llamó en seguida a un ayudante, que se presentó con un botiquín. El mismo Grattan se ocupó de limpiar y vendar la herida.

Parecía enfurecerle que aquel accidente se hubiera producido en la zona en que ellos trabajaban.

—Esa flecha probablemente iba dirigida contra mí —dijo, mirando por todo el claro, como deseoso de descubrir al misterioso atacante.

—¿Qué quiere usted decir? —preguntó Pete.

—Nuestros rivales siempre andan cerca, buscando complicaciones. No es la primera vez que tenemos una sorpresa desagradable.

—¡Canastos! —murmuró Ricky, mirando a su alrededor, más inquieto.

—¿Sabe usted quiénes son sus enemigos? —preguntó Teddy.

Grattan repuso:

—No con exactitud.

—¡Yo sí lo sé! —barbotó Alexis Regente, el protagonista—. Es John LaPoint.

—¿A quién se refiere? —preguntó Pam.

—A un agente de Pan Adventure Studios, de Hollywood —dijo Regente, sacudiendo los brazos en un gesto dramático—. Ellos desean que nosotros fracasemos, porque yo, Alexis Regente, rechacé un trabajo en su nueva obra.

—No puedes estar seguro de eso, Alexis —dijo el director. Y se volvió a Russ Hollister, para añadir—. Nuestro seguro cubre este accidente. Y no creo que haya sucedido nada irreparable; la herida es leve.

—Lo que yo quisiera saber —dijo el dibujante— es quién disparó la flecha.

Tío Russ se inclinó, la arrancó del suelo y examinó la afilada punta.

—Yo he visto de dónde llegaba —dijo una voz gruñona.

Grattan identificó en seguida al hombre que había hablado.

—Es Matton, uno de nuestros tramoyistas. ¿Qué es lo que has visto, Joe?

El hombre se aproximó. Tenía el cabello negro y rizado, y una espesa barba, negra también.

—La flecha llegó de allí, del otro extremo del claro —dijo.

Los Hollister, en compañía de algunos componentes de la compañía cinematográfica, penetraron en la jungla, camino del lugar indicado por Matton. Los árboles allí estaban lo bastante separados para que un tirador pudiera tener una buena visión de la zona de rodaje.

—¡Un momento! ¡Miren! —exclamó Pam, extendiendo los brazos para que nadie pudiera pisar el trecho arenoso que se extendía ante ella.

La niña se inclinó y leyó unas palabras garabateadas en la arena. Cerca había una ramita rota. En el suelo se podía leer este mensaje:

¡SALGAN DE MÉJICO!

—¿Ven lo que quiero decir? —exclamó el actor—. ¡Mis enemigos otra vez!

—Quizá no —dijo Pam—. La advertencia podría ser para nosotros.

—Quien haya escrito eso lo hizo muy en serio —afirmó Regente.

Pam miró los preocupados rostros de las personas que les rodeaban, contemplando las palabras en la arena. Notó que Matton no estaba entre ellos. Al volver la cabeza, vio que el tramoyista se encontraba en el claro, examinando la flecha que había alcanzado al tío Russ.

«¡Qué raro!», pensó la niña. «Ha visto de dónde llegaba la flecha y, sin embargo, no se ha acercado a mirar. ¿Es que no le interesa averiguar quién ha disparado?».

Pam, en un cuchicheo, se lo hizo observar a Pete. Cuando todos volvieron al claro, el chico miró a Matton, que dejó la flecha y se quedó jugueteando con una moneda en su mano derecha.

—Oiga —dijo Pete—, ¿cómo vio la flecha, si llegó desde la selva?

Ante aquella pregunta tan directa, Matton no hizo más que esbozar una semisonrisa. En aquel momento, la moneda resbaló de su palma abierta, y cayó al suelo.

¡Era otra moneda con una serpiente! ¡Parecía idéntica a aquella que Pete encontró en el coche alquilado del aeropuerto de Shoreham!

—¿De dónde la ha sacado? —preguntó Pete, inclinándose a recoger la moneda.

Pero Matton, moviéndose a la velocidad de un relámpago, se le adelantó, agarró la moneda y la guardó, a toda prisa, en su bolsillo.

—Estás lleno de preguntas hoy, ¿verdad, hijo? —dijo Matton, con una mirada dura y fría.

Pete sintió que le palpitaban con fuerza las venas próximas a sus orejas y esperó unos segundos, hasta recobrar la serenidad.

—Es sólo curiosidad —dijo, procurando disimular su nerviosismo.

—Uno de los nativos me la dio —declaró Matton—. Dijo que era una moneda de la suerte, o algo así.

Sin más, el hombre se marchó para ayudar a colocar unos grandes reflectores ante la vieja pirámide.

—Podría ser que pertenezca a la banda de Águila —dijo Pam.

—Lo mismo pensaba yo —repuso Pete—. La moneda de la serpiente podría ser la insignia de todos los miembros de la banda.

Pete y Pam hicieron signos a sus primos y a tío Russ para que se aproximasen. Luego, llamaron también la atención del director y el protagonista. Cuando estuvieron seguros de que Matton no podía oírles, Pete notificó sus sospechas: aquel hombre podía tener buenas relaciones con sus enemigos y, acaso también con los enemigos de la compañía cinematográfica.

—Matton se ha estado comportando de una manera extraña desde que vinimos aquí —cuchicheó Grattan—. Le observaré y les tendré a ustedes al corriente de cualquier novedad.

Los Hollister le dieron las gracias y volvieron, por la jungla, hasta la hacienda. Allí, la señora Hollister y tía Marge quedaron anonadadas al enterarse del accidente.

—Russ, hay un médico en la hacienda —dijo tía Marge—. Quisiera que fueras a verle ahora mismo.

Aunque, de mala gana, tío Russ llamó a la puerta de la habitación del médico. El doctor Stein, un afable caballero de Nueva York, con el cabello gris en las sienes, dijo que examinaría la herida al momento.

—No es más que un rasguño. Ha tenido usted suerte, señor Hollister —dijo, al fin, aplicando un antiséptico, antes de vendar de nuevo el brazo.

—Muchas gracias —dijo el dibujante, disponiéndose a pagar.

Pero el doctor Stein se negó a cobrar un solo céntimo.

—Voy a darle mi tarjeta —ofreció tío Russ—. Tal vez nos veamos alguna vez en Nueva York.

Buscó su cartera y quedó atónito. De inmediato empezó a palpar todos sus bolsillos.

—¡Mi cartera! ¡Ha desaparecido!

Teddy gritó, en seguida:

—¡Apuesto algo a que te la han robado, papá!

—¡Y yo sé quién ha sido! —añadió Jean—. ¡Ese señor Matton, del cine! Estaba entre el gentío, cerca de papá.

—Voy a ocuparme de esto ahora mismo —declaró tío Russ, colérico.

Pidiendo excusas a los demás, llamó a Pete y Teddy para que le acompañasen.

Después de una veloz caminata por la jungla, llegaron al claro, frente al viejo templo.

El tío Russ se acercaba, colérico, al director, cuando éste, sonriendo, acudió a su encuentro con un billetero marrón en la mano.

—¡Es mío! —exclamó Russ Hollister.

—Lo sé —repuso el señor Grattan—. He visto a Matton registrándole. En seguida lo dejó caer al suelo y se marchó corriendo. ¡Y más vale que no vuelva por aquí, si, sabe lo que le conviene!

Russ Hollister tomó la billetera, reviso §u contenido y en seguida, murmuró, furioso:

—¡El mapa! ¡Ha desaparecido!

—¡Conque eso es lo que buscaba Matton! —exclamó Teddy.

El muchachito imaginó que, en la conmoción siguiente al accidente de su padre, Matton le quitó la cartera. Más tarde buscó en dicha cartera, para apropiarse del mapa.

—¡Seguro que él y Punto son compinches! —declaró Pete.

—¿Punto? —preguntó el director, arqueando las cejas—. ¿Conoces el significado de esa palabra?

—No. ¿Qué es? —preguntó Pete.

—Point, Punto y LaPoint pueden ser la misma cosa. ¡Seguro que son una misma persona!

—¡Zambomba! ¡Tiene usted razón! —dijo Pete que, inmediatamente, hizo la descripción del mejicano bajo y moreno a quien había oído mencionar el nombre Hollister en el campo de pelota maya.

—Es él —exclamó el director—. Su descripción se ajusta perfectamente con la de LaPoint.

—Y nosotros vamos a encargarnos de averiguar qué es, exactamente, lo que está ocurriendo —dijo tío Russ—. Gracias, señor Grattan.

Russ Hollister estrechó la mano del director, se guardó la cartera y dijo adiós.

—Señor Grattan, ¿podremos volver mañana, para hacer investigaciones? —preguntó Pete.

—Será mejor que no, muchachos.

El director de la película dijo que daba aquella respuesta porque iban a utilizar serpientes vivas en las escenas siguientes.

—Y no quiero que nadie más vaya a resultar herido —concluyó, diciendo a todos adiós con la mano.

Al llegar a la hacienda, Russ Hollister y los dos chicos se encontraron con que la policía de la localidad estaba hablando con el director del hotel.

Cuando Russ Hollister dio su informe sobre la flecha y la desaparición de su cartera, el oficial escuchó con atención.

—No cesamos de tener problemas con los ladrones —dijo, luego—. Primero, nos roban objetos de los templos, y ahora, el robo en el taller de artesanía y el de la cartera de usted. Lo lamento mucho, señor Hollister. Estaremos a la expectativa, por si podemos dar con ese señor Punto o LaPoint.

Después que se hubo marchado el policía, tío Russ sostuvo una conferencia con Balam, su mujer y su cuñada y los niños. Todos se reunieron en la habitación que él y tía Marge ocupaban, Pete cerró la puerta con llave y el grupo habló en voz muy baja.

—Esto está resultando más peligroso de lo que yo pensara —dijo el tío—. Por fortuna, Pete tiene un duplicado del mapa, pero Matton tiene en su poder el mapa de mi cartera.

—Y, a estas horas, puede que ya lo hayan visto Punto y Vargas —le recordó Pam.

—Exacto —admitió el tío—. Lo que quiere decir que pronto se encontrarán sobre la pista, de no ser que ya estén abriéndose camino entre la jungla, hacia el Templo del Ídolo Risueño.

—Entonces, ¿cuándo saldremos nosotros? —preguntó Pam, impaciente.

Balam tuvo algo que decir a eso:

—Me temo que el tiempo no va a ser bueno mañana. Sería mala cosa que nos encontrásemos con una tormenta en plena jungla.

—Entonces, ¿pasado mañana? —preguntó Pete.

Balam asintió.

—Yo estaré dispuesto. Saldremos todos, entonces. —El maya pidió a Pete su mapa, y explicó—: Lo estudiaré. Entonces el mapa se quedará aquí. —Balam señaló su cabeza con el dedo índice—. Balam podrá entonces llegar allí, aunque el mapa se pierda.

Cuando Pete le hubo entregado el mapa, el guía maya dijo adiós y se retiró a su habitación. Entonces, a Jean se le ocurrió preguntar a su padre:

—¿Y si el ladrón llegase al templo antes que nosotros?

—Balam dice que hay pocas posibilidades de que eso ocurra —replicó el dibujante—. La jungla es peligrosa y traidora, y él no conoce a ningún otro guía capaz de penetrar tan profundamente en ella, sobre todo ahora que está próxima la estación de las lluvias.

A todo esto, Pete adujo:

—Y suponiendo que esos ladrones llegasen antes que nosotros, no podrían llevarse todo el contenido del templo en poco tiempo.

—Tienes razón —asintió Teddy, muy tranquilizado—. No había pensado en eso.

Pam propuso que, mientras continuasen allí, podían hacer indagaciones en Uxmal.

—A lo mejor podemos ayudar a Yotam, averiguando qué es lo que hace su hermano —opinó Holly.

Y Teddy declaró:

—Ese camión de gallinas es la clave de todo el misterio. Si Punto sigue conduciéndolo, y pudiéramos darle caza, se resolvería todo.

A la señora Hollister y tía Marge les pareció una excelente idea.

—Pero dar caza a una persona tan escurridiza, sería toda una hazaña —declaró tía Marge.

Terminada la conferencia, los niños salieron a tomar el sol y a pasear junto a la piscina, hasta la hora de la cena. Luego, los chicos fueron a la oficina del director para estudiar el mapa de aquella área.

—Mirad —dijo Teddy, señalando con el índice sobre el mapa de pared—. Ésta es la única carretera buena de la zona. Punto y ese camión de gallinas puede ser que vuelvan a pasar por aquí. A lo mejor averiguamos qué anda tramando.

—¿Cómo? —preguntó Ricky.

—Situando puestos de guardia en este camino —dijo Teddy—. Así podríamos seguirle.

Los chicos decidieron hacer guardia en turnos de una hora cada uno. Ricky hizo la primera guardia.

Pero era aburrido estar sentado junto a la verja, vigilando. Y todo lo que vio pasar fue un viejo caballo, que tiraba de una carreta en cuyo pescante iba un adormilado nativo. Tres niños mayas, que se sentaban detrás, dijeron adiós con la mano al pecoso, mientras se alejaban.

Durante la guardia de Teddy llegó el crepúsculo, y Pete llegó a sustituirle cuando sobre la jungla empezaba a caer la completa oscuridad de la noche.

—En la próxima guardia, Ricky seguramente se quedaría dormido —dijo Teddy—. ¿Qué te parece si tú y yo, Pete, no nos acostamos esta noche y hacemos turnos de dos horas cada uno?

Pete estuvo de acuerdo.

Mientras su primo hablaba, en el pórtico, con el resto de la familia, Pete se sentó con la espalda apoyada en uno de los pilares de cemento de la verja, para vigilar la carretera.

Aparecieron dos faros en la distancia y no tardó en pasar un coche, a toda velocidad. Pete volvió a reclinarse en el pilar, en vista de que no había novedad importante, pero no había pasado mucho rato cuando un sonido familiar llegó a sus oídos.

¡El viejo camión se aproximaba!

Pete buscó la protección de unos arbustos y observó. Al acercarse a la hacienda, el conductor aumentó la velocidad y el vehículo pasó, traqueteante, con las habituales cestas y las cacareantes gallinas.

Pete echó a correr por el camino hasta el pórtico.

—¡Tío Russ, de prisa! El camión de gallinas acaba de pasar. ¿Podríamos seguirlo?

Tío Russ se puso en pie de un salto.

—¡Vamos! Pero no cabéis todos. Sólo puedo llevar a cuatro.

—Los más mayores —dijo tía Marge, interviniendo.

—¡Qué mala pata! —murmuró Ricky, viendo a Pete, Pam, Teddy y Jean correr tras el tío Russ hasta el aparcamiento.

Los cinco montaron en el coche y pronto se encontraron devorando kilómetros por la carretera. El viento les azotaba el rostro, mientras atisbaban ansiosamente le oscuridad, delante de ellos.

Al girar en una curva, vieron, en la distancia, una luz roja parpadeante.

—Si no sospecha de nosotros, ahora podremos ver a dónde va —dijo tío Russ.

Iban dejando atrás milla tras milla, bajo el susurro de los neumáticos del coche. El camión de gallinas continuaba sin detenerse, pasando veloz por los pequeños poblados y ante la oscura jungla.

Se acercaban a Mérida cuando, súbitamente, las luces del camión se desviaron a la izquierda.

—¡Mirad! ¡Va hacia la orilla del agua! —dijo Russ Hollister.

Siguieron dejando atrás millas y millas. De pronto, el camión se desvió a la derecha de la carretera.

—¡Se marcha! —exclamó Teddy—. ¡Más de prisa, papá!

Tío Russ aceleró, hasta llegar al lugar en donde el camión se había desviado. Entonces redujo la marcha hasta quedar casi detenidos.

—No puedo ver ninguna carretera lateral —dijo, forzando la vista entre las sombras.

—¡Allí está! —exclamó Pam, señalando una estrecha abertura entre los árboles.

—Debe de ser eso —asintió el dibujante.

Y condujo con mil precauciones, pues ramas y hojas rozaban continuamente el coche.

De pronto llegaron a una pequeña cala arenosa. Las olas lamían suavemente la orilla y la luna expandía su brillo sobre el Golfo de Méjico.

¡De súbito, como surgido de la nada, el haz luminoso de un proyector alcanzó al coche rojo y lo envolvió en un círculo de blanca luz!