La exclamación de alarma de Pete hizo que los otros nadadores corrieran al dormitorio. Y no tardaron en presentarse la señora Hollister y tía Marge, desde la habitación inmediata. Con los calzones de baño todavía chorreando agua, Pete explicó, atropelladamente cómo habían desaparecido sus pantalones y el cinto con el mapa secreto.
Su madre y su tía quedaron anonadadas.
—Es terrible. ¡Este misterio se va volviendo más intrincado cada vez! —se lamentó tía Marge.
—Nosotros te protegeremos, mamá —dijo, valerosamente, Teddy.
—¿Estás seguro de que tus pantalones no habrán ido a parar debajo de la cama? —sugirió Jean.
—¿Vamos a mirar? —propuso Pam, en seguida. Y se agachó a cuatro pies para mirar bajo la cama—. Ahí veo algo.
—¿Los calzones de Pete? —preguntó Ricky, muy nervioso.
—No —repuso Pam, metiendo la cabeza bajo la cama y alargando una mano hacia un objeto negro—. Parece un animal.
Pam se arrastró para aproximarse al objeto oscuro.
De repente, una voz de mujer gritó:
—¡No lo toques!
Pam, estremecida, salió de debajo de la cama y se encontró frente al ama de llaves de la hacienda. Era una mujer maya, muy gruesa, que hablaba español e inglés tan bien como su propia lengua.
—Chicos —dijo, dirigiéndose a Pete y Teddy—, ayudadme a retirar la cama.
La cama fue apartada de la pared y quedó bien visible la criatura, que a los niños les pareció una especie de cangrejo.
—Es un escorpión —dijo el ama de llaves—. Lamento muchísimo que se haya metido en su dormitorio.
—¿Puede morder? —preguntó Holly.
—Los escorpiones son muy peligrosos.
La mujer salió a toda prisa, y volvió al poco con una bolsa de papel oscuro y una escoba. Pronto el peligroso arácnido quedó capturado.
Entonces Pete volvió a recordar que debía seguir buscando sus pantalones. Cuando explicó al ama de llaves lo ocurrido, ella replicó:
—Esa silueta blanca que habéis visto pasar puede haber sido la doncella. Estaba llevándose las ropas a la lavandería. Ya saben que aquí nos ocupamos de eso por la noche.
—¡Iremos allí en seguida! —decidió Pete.
—Yo te acompañaré —se ofreció Teddy.
—Está bien —dijo la señora Hollister—, pero es mejor que los demás os pongáis los pijamas y os vayáis a dormir.
El ama de llaves envió a los chicos a un pequeño edificio, detrás de la hacienda. En la distancia se podía oír el runruneo de las máquinas lavadoras y se veía un penacho de vapor que salía por la chimenea del techo.
Cuando los dos primos corrían por el camino de hormigón hacia la lavandería, Teddy miró hacia el taller de artesanía y, en seguida, agarró a Pete por un brazo, para que se volviese.
Un hombre delgado, con el sombrero muy bajo sobre los ojos, se deslizaba por la puerta de la fachada, con una caja en la mano.
Sin titubear ni un momento, los dos chicos corrieron hacia él.
Pero el hombre huyó entre las palmeras y arbustos tropicales.
—Debe de haberse encaminado a la carretera —dijo Teddy, y los chicos corrieron en aquella dirección.
Pero no vieron a ningún hombre; ni siquiera un coche en el cual pudiera haber huido.
—Será mejor que hablemos de esto en seguida con el señor y la señora Rico —opinó Pete, retrocediendo hacia la piscina para llegar, luego, al poblado indio. Al acercarse a la cabaña de los Rico, Pete les llamó en voz alta. Pronto el propietario del taller de artesanía y su esposa salieron a la puerta.
Al oír la información de los chicos, los dos corrieron a su taller. Una vez allí, se encontraron con que el pestillo que aseguraba la ligera puerta, había sido arrancado. En seguida el matrimonio entró y encendió la luz. Al momento, la señora Rico dejó escapar un grito contenido:
—¡Los magos! ¡Nos han robado una caja entera de Magos!
—Tenían mucho valor —añadió el señor Rico, moviendo tristemente la cabeza.
Y explicó a Pete y Teddy que las pequeñas estatuillas de Melchor, Gaspar y Baltasar estaban delicadamente pintadas a mano y eran muy solicitadas por los turistas.
Pete, por su parte, habló de la desaparición de sus calzones y el matrimonio se ofreció a ir con los primos a la lavandería.
Al entrar en el pequeño edificio se notaba un fuerte olor a jabón y a vapor de agua. Una doncella, uniformada de blanco, se inclinaba sobre una pila de ropas, seleccionándolas, antes de meterlas en la lavadora.
Hacia el fondo del edificio, otras tres mujeres trabajaban activamente, planchando. La doncella se irguió y miró a los chicos muy sorprendida.
—¿Se ha llevado usted unos pantalones de mi habitación… la número seis? —preguntó Pete.
La mujer asintió, sonriendo:
—Sí, sí —dijo en español, y señaló la gran máquina lavadora.
—¡Los están lavando ya! —dijo Teddy.
—Pero ¿y el cinturón? —preguntó Pete—. ¿Lo ha visto usted?
La doncella asintió y acompañó a los muchachos a un armarito.
Lo abrió. De un gancho pendía el cinto de Pete.
—Muchas gracias —dijo Pete, cogiéndolo.
Se apartó a un lado y lo palpó, para asegurarse de que contenía el mapa. Todo estaba en orden.
—¡Uff! —suspiró Pete, dirigiendo a su primo una sonrisa de alivio.
Entre tanto, Teddy había distraído la atención de la doncella.
—Muchas gracias —dijo el muchachito—. Es que es un cinturón muy valioso.
Los Rico también se alegraron de que el cinturón no se hubiera perdido.
Cuando los cuatro se volvían para marcharse, Pete, por casualidad, tropezó con una pila de ropa de la lavandería. Su pie chocó con un objeto duro y se pudo escuchar un gruñido apagado. ¡Y alguien se movió, en el fondo de la pila de ropa!
Sorprendido, Pete dio un salto hacia atrás.
—¿Quién… quién hay ahí? —exclamó el chico, y los demás se volvieron a ver qué sucedía.
De repente, entre las camisas, pañuelos, pantalones y «hipils», apareció una mano. Un hombre delgado se puso en pie. En la otra mano llevaba el estuche de las estatuillas robadas.
«¡Es Vargas, el amigo de Punto!», pensó Pete.
Por un instante, todo el mundo quedó como paralizado por la sorpresa. Entonces el ladrón dejó caer la caja entre las ropas y corrió a la puerta.
Pero se le había enredado un pie en un «hipil»; tropezó y cayó de bruces.
Pete y Teddy corrieron hacia él, pero el hombre se hizo a un lado. Se libró del vestido, dio un salto y arrojó la prenda a la cabeza de los chicos.
Por un momento, los dos primos quedaron cegados. Pero, luego de deshacerse del vestido, corrieron tras el fugitivo.
Los tres recorrieron, en zigzag, los terrenos de la hacienda, a toda velocidad. Detrás se oían los gritos del matrimonio Rico y de las doncellas.
De repente, cuando pasaban alrededor de la piscina, Teddy resbaló en un trecho húmedo.
¡PLASS!
El chico fue a parar de cabeza al agua.
Pero Pete siguió corriendo, ganando distancia al hombre. Cuando se aproximaban a la carretera, ¡llegaba un vehículo! El fugitivo corrió hacia allí, sacudiendo furiosamente las manos.
Medio cegado por los faros, Pete prosiguió su persecución, mientras pensaba:
«Está loco. Si detiene el vehículo, le atraparemos».
Mientras corría, Pete oyó un clamoreo por encima de su hombro y, al mirar atrás, vio a Teddy, chorreando agua, acompañado del director del hotel, dos doncellas y un huésped.
Se produjo un fuerte frenazo y el vehículo se detuvo.
¡Era el camión transportador de gallinas!
El hombre que iba al volante gritó algo en español y el fugitivo intentó saltar al vehículo.
—¡No! —gritó Pete.
Y de un salto consiguió arrancar al hombre del camión. Los dos cayeron al suelo y rodaron por la cuneta.
El camión reanudó la marcha y casi había desaparecido de la vista cuando Teddy y los otros llegaron junto a Pete y su forcejeante cautivo. El señor Cortez obligó al hombre, violentamente, a ponerse en pie y le preguntó su nombre.
—Es Vargas —declaró Teddy, y dijo lo poco que sabían de aquel hombre.
Vargas miró a todos agresivamente, pero no pronunció una palabra.
—Le encerraremos en una de nuestras habitaciones, hasta que venga la policía, mañana por la mañana —decidió el director—. No vamos a molestar a las autoridades a estas horas.
Todos, en la Hacienda Copal, se habían despertado y hablaban, muy nerviosos, mientras el prisionero era atado de pies y manos y metido en un cuarto almacén del primer piso. No había allí más que una ventana alta y una puerta, que se cerró con llave.
Los chicos se llevaron a su familia a un lado y, a media voz, explicaron que habían recobrado el mapa.
—Oh, espero que eso permita que nuestras preocupaciones se terminen ya —murmuró la señora Hollister.
Cuando la familia Hollister se iba a la cama, todos pudieron oír cómo los huéspedes elogiaban la valerosa actuación de los dos muchachitos, que tan eficazmente habían ayudado en la captura del ladrón.
—¡Canastos! ¿Por qué no me habéis llamado? —dijo Ricky—. Habría podido ayudaros a atrapar a ese ladrón.
—Pero no creáis que los conflictos se han terminado —dijo Teddy, que en compañía de Pete cruzaba el pórtico, detrás de la familia—. Yo creo que Vargas es algo más que un ladronzuelo. Estoy seguro de que él y Punto están buscando el Templo del Ídolo Risueño.
Pete estaba de acuerdo con su primo.
Cuando llegaron a su dormitorio, Teddy se detuvo en seco, con la mano apoyada en el picaporte.
—Creo que he hecho una gran idiotez —dijo, en voz bajita.
—¿Qué quieres decir?
—En la lavandería… Cuando dije que tu cinturón era tan valioso. Vargas pudo oírme y adivinar que el mapa estaba allí. O puede querer robar el cinturón, sólo por el valor del objeto.
—No hay que preocuparse por él. Ahora está fuera de circulación —razonó Pete.
—Pero puede encontrar la manera de pasar aviso a sus compañeros.
—Tendré más cuidado que nunca —prometió Pete, sonriendo—. Me acostaré con el cinturón puesto.
A la mañana siguiente, Pete fue despertado por Ricky, que le daba fuertes sacudidas. Se puso en pie y miró, parpadeante, a Teddy, que también había sido despertado por el pelirrojo.
Teddy bostezó, desperezándose.
—¿Por qué nos despiertas tan temprano, Ricky?
—Para enseñaros mis músculos.
—¿Cómo? ¿Nos despiertas sólo para eso? —protestó Pete.
Ricky repuso que había hecho varios ejercicios la noche anterior y estaba seguro de que sus músculos se habían desarrollado mucho. En seguida se quitó la chaqueta del pijama, flexionó el brazo derecho y contempló sus bíceps. Los músculos se abultaron, pero sólo ligeramente.
—¡Vamos! ¡Arriba! —dijo Ricky, apremiando a sus músculos. Y volviendo la cabeza, contempló su brazo izquierdo—. Puede que sean los de este brazo los que han crecido.
Teddy y Pete no pudieron contener las carcajadas, pero el apuro de Ricky iba a durar poco rato.
Unas puertas más allá se oyó la vocecilla estridente de Sue, llamando:
—¡Mami! ¡Ven aquí «in siguida»! ¡Tía Marge, ven de prisa!