UÑAS ESMALTADAS DE ROJO

Un escalofrío recorrió a Pete. ¿Es que iba a quedar prisionero en aquel pozo?

—Nos llevará todo un día arreglarlo —añadió la voz.

Pete se movió a un lado, para ver mejor el punto de luz de arriba y sintió algo resbaladizo en su pie derecho. Luego se quedó sentado en el suelo.

—¡Socorro! ¡Socorro! —gritó, muy alarmado—. ¡Sáquenme de aquí!

En seguida notó tirantez en el cinturón. Se sintió levantado del suelo de la vieja cisterna y fue ascendiendo, con lentitud, pozo arriba.

Cuando llegó arriba entornó los ojos, afectados por el resplandeciente sol. Con gran sorpresa, oyó reír al director.

—Has tenido un buen susto, ¿no? —preguntó el hombre—. No ha sido más que una broma.

—Pues no ha tenido gracia —protestó Pete.

—Claro que no —concordó Teddy—. No ha debido usted hacer eso.

En aquel momento, se presentó, sonriendo, Alexis Regente, que se había librado de su tocado de plumas.

—Nosotros siempre gastamos bromas prácticas. Ya os iréis acostumbrando, si estáis lo bastante por aquí —dijo.

—Pero me temo que estos chicos no van a quedarse ya mucho hoy —dijo el director—. La verdad es que no solemos permitir que vengan mirones.

—¿Eso quiere decir que no podemos volver? —preguntó Ricky, contrariado, pues le habían entusiasmado los vistosos atuendos de los actores.

—Bueno… Teniendo en cuenta que sois norteamericanos, creo que podréis volver —sonrió el director—. Tal vez pasado mañana.

Los primos retrocedieron hasta los bosques, siguieron los rieles y regresaron a la hacienda. Al llegar al camino vieron a sus madres, con trajes de baño, junto a la piscina; las niñas ya chapoteaban en el agua.

Ricky corrió delante.

—¡Ah, cuando sepáis lo que nos ha ocurrido! —gritó—. ¡Ha sido muy serio!

—¿Qué ha pasado? —preguntó Holly, saliendo de la piscina.

Las otras niñas corrieron tras ella.

—Estás muy nervioso —observó Pam—. Anda, cuéntanoslo todo.

Los ojillos de Ricky despidieron un brillo travieso.

—Hay que tener paciencia, señoritas —dijo, lentamente.

Holly se puso en jarras, exigiendo:

—O nos lo cuentas ahora mismo o te damos un remojón.

—Está bien. Está bien —repuso el pecoso, retrocediendo, mientras llegaban Pete y Teddy—. Escuchad.

Los tres chicos contaron su aventura y el resto de la familia quedó muy sorprendida.

—Y una cosa rara —dijo Pete—. No había mujeres en las escenas que filmaban.

Pam recordaba haber leído detalles sobre las danzas rituales en las que, al parecer, sólo bailaban los hombres mayas.

—Puede que por eso no hayáis visto mujeres.

Las nadadoras se vistieron para cenar. Las cuatro niñas compartían una gran habitación al fondo del pórtico, al lado del dormitorio de los chicos que, a su vez, dormían en la habitación inmediata a sus madres.

Jean fue la primera en acabar de vestirse, y se entretuvo mirando al camino, por la ventana.

—A lo mejor papá llega esta noche —dijo—. ¡Vamos a esperarle!

Con los frescos y limpios vestidos de algodón, las primas fueron a la verja y esperaron, ilusionadas; pero tío Russ no llegó.

Después de cenar se encontraron con Balam en el vestíbulo. También él estaba impaciente por iniciar la búsqueda del Templo del Ídolo Risueño. Sí. Había oído hablar de la compañía cinematográfica, pero a los nativos no les agradaban los actores.

—Dan órdenes a todo el mundo, como si fuesen los amos del Yucatán —se lamentó Balam.

Un poco más tarde, Pam y Jean marcharon hasta la casa de Yotam. Tomás no se encontraba allí y la pequeña estaba jugando con un vecinito, que se marchó en cuanto vio a los visitantes.

—¿Dónde está Tomás? —preguntó Pam.

La niña levantó los ojos, llenos de tristeza y señaló la jungla.

—Vamos a ver adónde ha ido —propuso Jean.

—Yo «tam hai» —dijo Yotam, haciendo reír a las dos primas.

La niña maya tomó a Pam de la mano y la condujo por un caminillo que llevaba a la jungla. Altísimos árboles ocultaban por completo la luz del sol. Las niñas se fueron internando en las sombras.

De repente, alguien saltó tras ellas, haciendo que Jean diera un grito de miedo.

Era Tomás. Estaba furioso.

—¿Por qué me seguís? ¡Volveos en seguida!

—Estamos dando un paseo —dijo Pam.

—Esto es peligroso. Cerca de aquí hay una bruja —afirmó Tomás.

Jean sacudió una mano.

—¡Bah! No hay brujas.

El chico no dio respuesta; giró sobre sus talones y desapareció otra vez.

—Se está haciendo demasiado oscuro para seguirle —dijo Pam, sugiriendo que regresaran.

Habían dado unos cuantos pasos cuando oyeron un repiqueteo, procedente del bosque.

Yotam se agarró con fuerza de la mano de Pam y corrió cuanto pudo hasta llegar a su casa. Las dos primas le dijeron adiós y regresaron a la hacienda.

—Ese Tomás trama algo —afirmó Pam, mientras se preparaban para meterse en la cama.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Holly.

Las dos niñas mayores le hablaron de su paseo por el bosque.

—Yo sé que, si hay un misterio, Pam lo resolverá —declaró Jean.

A la mañana siguiente, cuando los Hollister terminaban de desayunar, la pequeña Yotam apareció en la puerta del comedor, buscando a Pam.

—Mira. Te traigo un regalo.

Levantó la mano, para ofrecer su obsequio. Parecía una abeja de madera, que pendía de una hebra de hilo, con un imperdible en el otro extremo. Yotam prendió el adorno en la blusa de Pam.

Sue se acercó a mirar, mientras Pam preguntaba a Yotam:

—¿Lo has hecho tú?

En aquel momento, Sue dio un grito:

—¡Esa abeja está viva!

Pam bajó la vista y vio que el animalito se movía sobre su blusa.

—¡Ugg! ¡Quítamelo de aquí!

Yotam miró a Pam, muy sorprendida.

—Pero si la abejita no va a hacerte daño —dijo.

—¿No me picará? —preguntó Pam, haciendo una mueca de desagrado al mirar al oscuro insecto.

En aquel momento, la camarera asomó la cabeza y, sonriendo divertida, dijo:

—El insecto es inofensivo. Es costumbre que nuestros niños se los cuelguen como adorno.

Al oír aquello, Pam dio las gracias a la pequeña Yotam por su regalo y fue a mostrar a toda su familia el nuevo adorno.

—Déjame llevarlo un ratito —pidió Sue.

Pam dio a la pequeña el alfiler, y Sue se marchó al lugar en donde Holly había dejado la jaula de «Tan-Tan», bajo un arbusto. Se inclinó, abrió la jaula y tomó en brazos al ave.

—Mira lo que tengo, «Tan-Tan» —dijo la pequeña.

«Tan-Tan» miró al insecto. Pareció alegrarse mucho y alargó el cuello.

¡Pic, pic! ¡El insecto desapareció!

Sue se echó a llorar. Y corrió junto a su hermana, todavía con la gallina en sus brazos.

—¡Ay, Pam, Pam! ¡Tu adorno se ha estropeado!

Pam tuvo que contarle a Yotam lo que había ocurrido. La pequeña maya dijo tranquilamente:

—Yo te haré otro.

Y se marchó de la hacienda.

Al enterarse del triste fin de la abeja decorativa, la señora Hollister dijo:

—Sue, ¿qué prefieres hacer: venir a nadar con nosotros o jugar con «Tan-Tan»?

Aunque la pequeñita estaba un poco indignada por los hábitos comilones de «Tan-Tan», resolvió quedarse a jugar con la gallina. Mientras los demás, con los trajes de baño ya puestos, marchaban a divertirse en la piscina, Sue se fue con la gallina a la habitación de su madre.

Sobre el tocador vio un frasquito de esmalte para uñas, con una etiqueta que decía «Rojo Melocotón».

«Ya sé lo que haré —pensó la chiquitina, mirando fijamente las patas amarillas de “Tan-Tan”—. Voy a pintarte las uñas».

Le costó mucho destapar el frasquito, pero acabó consiguiéndolo. Entonces, sentada en el borde de la cama, sujetó fuertemente a la gallina con el brazo izquierdo.

—¡Qué bonita estás! —murmuró, entusiasmada—. El rojo y el amarillo quedan muy bien juntos.

Entonces corrió hasta la piscina, para enseñar a todos lo hermosa que estaba «Tan-Tan» con las uñas pintadas.

—Pero Sue… —exclamó la señora Hollister, saliendo chorreante del agua—. ¡Qué has hecho!

Pam asomó la cabeza por el borde de la piscina, se echó el cabello hacia atrás y rió de buena gana.

—¿Por qué no le has pintado también el pico?

—Voy a hacerlo «in siguida» —decidió Sue.

—¡No! —gritó la madre—. ¡Sue, vuelve aquí inmediatamente! No vas a pintar nada más a ese pobre animal.

Sue dejó a «Tan-Tan» en el suelo y la gallina picoteó entre las hierbas, buscando algún insecto que devorar.

Después de la comida, Sue siguió jugando con «Tan-Tan». Ella y Holly se sentaron a un lado del patio, junto al camino, intentando conseguir que la gallina saltase sobre sus manos.

De pronto, oyeron que un camión se aproximaba, armando gran estrépito.

Llevando a «Tan-Tan» fuertemente sujeta bajo el brazo, Holly se puso en pie, para mirar. Y un momento después exclamaba:

—¡Sue, es el mismo camión que chocó con nosotros!

Indudablemente, era el mismo camión verde y cubierto de polvo, también en aquella ocasión cargado de cestas hasta los topes. El conductor les resultaba igualmente familiar.

—Hay que devolverle la gallina —dijo Sue que empezaba a sentirse un poco aburrida de «Tan-Tan».

Corrió al centro de la calzada y levantó muy altas sus dos manitas, para que el camión se detuviera.

¡El conductor dio un grito, al tiempo que chirriaban los frenos!