EL VIEJO FERROCARRIL

—¡Socorro! ¡Sacadme de aquí! —gritó Pam.

Pero cuanto más se contorsionaba más se iba enredando en la hamaca de malla. Holly reía sin cesar y nada podía hacer en favor de su hermana, pero Jean dijo:

—Estate quieta, Pam, y nosotros te sacaremos.

Ella y Tomás metieron los dedos entre el tejido y fueron haciéndolo girar con cuidado.

—Ahora te están desabrochando —rió Holly. En seguida, procuró ponerse seria y añadió—: Perdona, Pam, pero ha sido tan gracioso.

—No para mí —protestó la hermana mayor que, de todos modos empezó a sonreír mientras se alisaba el cabello.

Luego habló con Tomás de sus dos hermanos y su primo Teddy.

—¿Por qué no vienes a la hacienda con nosotros? Sé que a los chicos les gustará salir a explorar contigo.

Pero, de repente, Tomás se tornó muy misterioso y dijo que tenía otras cosas que hacer. Sin decir ni una palabra más cruzó la puerta y se alejó.

—¿Adónde va? —preguntó Holly, sorprendida.

Yotam señaló por la ventana, y todos pudieron ver al chico corriendo hacia la jungla que se extendía detrás de la casa.

—¿Se ha enfadado con nosotros? —preguntó Jean a Yotam.

La pequeña levantó la cabeza, con expresión tristona, y dijo:

—No. Pero a mí me parece que mi hermano está embrujado.

—¡Embrujado! —repitió Pam—. ¿Y por qué piensas eso, Yotam?

La niña dijo que su hermano marchaba diariamente a la jungla y no decía a nadie adónde iba, ni lo que hacía.

—Yo le seguiría un día a la jungla —aconsejó Holly—. Seguramente es que hay un gran secreto allí, y no quiere que nadie lo sepa.

—Pero es que yo no puedo entrar en la jungla —objetó la niña, explicándose en inglés con muchas dificultades. Con los ojos llenos de lágrimas, añadió—: Tomás dice que allí vive una bruja. Y tengo miedo de que un día Tomás no vuelva.

—Nosotros somos detectives y averiguaremos adónde va tu hermano —prometió Pam—. Así que no sigas preocupándote.

—¿La bruja no os hará daño? —preguntó, tímidamente, Yotam.

Pam sonrió y acarició la cabeza a la pequeña.

—Nosotros podemos entendérnoslas con las brujas —aseguró.

—Sí. Pero antes será mejor que vayamos a casa, a ordenar las cosas de las maletas —recordó Jean.

Después de decir adiós a la niña maya, las niñas Hollister regresaron a la hacienda.

En cuanto tuvieron ordenado todo el contenido de las maletas, las niñas buscaron a sus hermanos, pero no pudieron encontrarles por ninguna parte.

En el vestíbulo hallaron a sus madres que hablaban con un hombre alto y simpático, de bigote y patillas grises. Las señoras Hollister le presentaron a sus hijos, diciendo que era el señor Cortez, director del hotel.

—Perdona, mamá —dijo Pam—, pero ¿no sabes adónde han ido los chicos?

—Sí. Han salido a explorar.

En aquel momento, Pete, Teddy y Ricky se habían internado unos cien metros en la jungla, que principiaba junto a la carretera.

—¡Canastos! No conviene que nos perdamos —dijo Ricky con gran sensatez.

—¡Mirad! ¡Rieles ferroviarios! —anunció, de pronto, Pete.

Los otros corrieron a su lado y miraron al suelo. Casi ocultos por la vegetación, distinguieron dos raíles de acero, para tren de vía estrecha.

—Sigamos por las vías —propuso Teddy—. Así no podemos perdernos.

Los primos avanzaron, lentamente, por la jungla. A veces los rieles quedaban ocultos completamente por la verde hierba y los chicos se veían forzados a arrancar maleza para encontrarlos.

—Esto tendría que llevar a alguna parte —razonó Ricky, cuando llevaban recorrido un kilómetro y medio.

—Puede que lleve a un puerto —dijo Teddy—. Pero, creo, Pete, que ya hemos ido bastante lejos. Será mejor volver a la hacienda y preguntar adónde llegan estos rieles.

Estas palabras fueron interrumpidas por el extraño grito de un ave, procedente del bosque, frente a ellos. Parecía tratarse de un cuervo, pero a dos graznidos largos siguieron otros dos cortos.

—Vámonos. Volvamos —cuchicheó Ricky, dando tirones de la mano de Pete.

Cuando se volvían, Teddy vio un resplandor en la hierba, frente a ellos. Se inclinó a ver qué era y, en seguida, sus ojos se desorbitaron. ¡El resplandor lo producía el sol, al centellear en la punta de una flecha!

—¡A tierra! —dijo Teddy, sin aliento.

Y los chicos se tendieron de bruces, sobre la hierba.

Súbitamente, entre los árboles, vieron surgir a cuatro guerreros, ataviados como los antiguos mayas. Las plumas de su cabeza se sacudían con fuerza, mientras corrían detrás de un quinto hombre, con las armas en alto, como dispuestos a atravesarles.

—¡Zambomba! ¡Estamos en plena guerra! —cuchicheó Pete.

Alguien gritó entonces:

—¡Corten!

Y los guerreros se detuvieron en seco.

—¡Si están filmando una película! —tartamudeó Pete.

Los chicos se pusieron en pie, lentamente, y miraron, a través de la jungla, a los guerreros que se alejaban arrastrando con descuido sus armas.

Pero, apenas se habían recobrado los chicos de un susto, cuando un grito escalofriante sonó a sus espaldas. Con la boca abierta, los Hollister giraron sobre sus talones y se encontraron frente a un furibundo guerrero, de rostro contraído por la cólera.

—¿Quién… quién es usted? —preguntó Pete, que apenas podía articular palabra, porque la garganta se le había quedado reseca.

—¡Soy Alexis Regente! —dijo el hombre—. Y estáis sin permiso en mi propiedad. ¡Fuera de aquí!

—¿Es usted… actor? —preguntó Pete, retrocediendo poco a poco.

—¿Actor, dices? ¡Soy el protagonista!

—Nosotros no sabíamos que estaban filmando —se defendió el pecoso.

Antes de que el actor tuviera ocasión de contestar, otro hombre, vestido con pantalones cortos, camisa deportiva, gorra y gafas del sol, apareció en escena.

—No seas tan rudo con estos chiquillos —dijo, y dirigiéndose a los Hollister les informó de que su nombre era Víctor Grattan—. Soy el director de esta película. ¿Qué os parece si os quedáis un rato a ver todo esto?

—Pero… —masculló Regente.

—No te sientas tan «prima donna», Alexis —dijo el director—. Además, tenemos una hora de descanso.

—Muchas gracias —dijo Teddy—. Le aseguro que no queríamos hacer ningún daño.

—Ya lo sé, hombre —fue la respuesta del director.

Y él mismo les acompañó hasta un claro de grandes dimensiones, en medio del cual se levantaba un templo, en forma de pirámide, ruinoso y medio oculto por la esplendente vegetación.

Por allí se paseaban varios hombres, con el antiguo atuendo maya, y dos cámaras, montadas sobre elevadas plataformas, se inclinaban hacia aquella escena.

—Alexis es un hombre muy temperamental —dijo Grattan, disculpando a su estrella de la película. Y contó a los Hollister que aquella compañía procedía de Hollywood y estaban haciendo tomas de exteriores en escenario real, para una película titulada «El misterio de los Mayas».

—Según el guía, descubrimos un templo antiguo, lleno de gemas y preciosas y valiosas reliquias.

—Pues eso es lo mismo que nosotros… —empezó a decir Ricky, que guardó silencio al instante, al fijarse en la mirada desaprobadora de su hermano y su primo.

—¿Qué decías? —preguntó el director.

—No… Nada —masculló Ricky.

Pete se fijó en que varias personas, con ropas actuales, entraban y salían por una puertecilla del pie de la pirámide. Unos llevaban cestos en la cabeza; otros, grandes sacos.

—Están preparándolo todo para una nueva escena —explicó el director, y condujo a los chicos hasta un trecho en que se encontraba una pequeña grúa, sobre un orificio abierto en tierra.

—Es un antiguo pozo de almacenaje —dijo Grattan—. Hemos estado explorándolo. ¿Os gustaría bajar y echar un vistazo?

El director hizo un guiño a Pete, que preguntó, en seguida:

—¿Podemos?

—Naturalmente —afirmó el señor Grattan.

Hizo señas a un hombre que se sentaba en la grúa y no tardó en hacer descender un cable junto a los chicos, en cuyo extremo iba atada una correa.

Antes de que Pete hubiera podido responder sí o no, el director le ató la correa alrededor de la cintura e hizo señas al hombre de la grúa.

El motor se puso en marcha y, de pronto, Pete se sintió levantado del suelo. Luego el operario de la grúa hizo descender al muchacho a través del orificio. Pete descendió, descendió a la profundidad de las sombras.

«Debí haber traído una linterna —se dijo el muchacho—. No veo nada».

Por fin sus pies descansaron en algo pegajoso.

—¡Estoy en el fondo! —gritó, levantando la cabeza hacia el pequeño punto de luz que se veía por encima de su cabeza.

Intentó dar un paso, pero resbaló y estuvo a punto de caer en el cieno.

«Espero que me saquen pronto de aquí», se dijo.

Pero nada sucedió. Y unos minutos después, una voz gritaba:

—¡Lo siento! ¡La polea se ha roto! ¡No podemos sacarte!