UN MERODEADOR A MEDIANOCHE

Entonces intervino tía Marge, preguntando:

—¿Para qué quiere usted ver a mi marido?

—Para ayudarle en la búsqueda del templo perdido —fue la rápida respuesta de Punto.

—Cuando él llegue, se lo diremos —ofreció la esposa de Russ Hollister—. ¿Dónde se hospeda usted, señor Punto?

—He venido de camping, pero estaré cerca. Me encontrarán ustedes fácilmente.

Cuando los dos hombres estuvieron lejos y ya no podían oírles, Pam dijo:

—No confío en ese señor Punto. ¿Habéis visto lo nervioso que estaba? Seguro que no decía la verdad.

—Nuestro viaje a la jungla era secreto —recordó Teddy—. ¿Cómo se ha enterado de ello el señor Punto?

Todos los Hollister estuvieron de acuerdo en que había algo misterioso en aquello, y más teniendo en cuenta que Balam aseguró no haber visto ni oído hablar jamás del señor Punto, ni de su amigo.

—Ese Vargas me pone los pelos de punta —confesó el pecoso.

Y a Pam se le ocurrió decir:

—Puede que los dos tengan algo que ver con Águila.

—Podría ser —concordó Pete.

Los Hollister de Shoreham volvieron a su pequeño hotel y prometieron reunirse con sus primos una hora más tarde, para cenar.

Con las manos y caras bien lavadas, los niños y sus madres se sentaron a la mesa.

A cada uno le fue entregada una minuta por una bella camarera maya, que vestía un blanco vestido largo. Durante un rato, todos estuvieron silenciosos, revisando las palabras del menú, escrito en español y en inglés.

—Yo querría tomar sopa de tomate —dijo Pam, en castellano, relamiéndose ante la perspectiva de la sabrosa sopa.

—¡Canastos! Si eso sólo tiene tomate —comentó el tragón de Ricky.

—Yo también tomaré esa sopa —dijo Pete, con un guiño.

Cuando oyó que su prima Jean pedía en español «camarones a la mejicana», Holly, que no entendía ni una palabra, dijo:

—Yo también tomaré camareras.

La camarera maya iba y venía, sin apenas hacer ruido, sirviendo a los Hollister con gracia y rapidez.

—¿Cómo creéis que se llamarán esos vestidos? —dijo Ricky.

—¿Y para qué quiere un chico saber eso? —bromeó Holly.

—Porque parecen camisones —repuso el pecoso, poniéndose colorado, sin saber bien por qué.

—Está bien; lo preguntaremos —dijo la señora Hollister.

Y llamó a la camarera, la cual le dijo que aquellas prendas se llamaban «hipils».

—Es el traje típico de las mujeres mayas. Las uniones del cuello están bordadas a mano, en muchos colores.

—¿Ya estás satisfecho, Ricky? —preguntó Pam.

—Lo mismo da que se llamen «hipils» que «pipils»; son igual que camisones —insistió el pecoso.

Cuando estaban acabando la cena, tanto Ricky como Holly se guardaron unos trozos de pan en el bolsillo; y al levantarse de la silla, Holly cogió su vaso, con agua hasta la mitad y se encaminó a la jaula de «Tan-Tan». La niña puso el pan y el agua a la cacareante gallina, diciendo:

—Toma, guapina. Para que comas y bebas.

En aquel momento, por una esquina apareció Ricky.

—He visto que también te llevabas pan —dijo Holly—. ¿Vas a dar de comer a «Tan-Tan»?

—No. Estoy buscando una cuerda. ¿Has visto tú alguna por ahí?

—No. Pero tía Marge tiene una bola muy grande de hilo en su bolsa de labor.

Ricky corrió por toda la hacienda, hasta dar con su tía, que se encaminaba a su apartamiento, con la señora Hollister.

—¿Puedo tomarte un poquito de tu hilo de labor? —preguntó el pequeño.

—Claro que sí. La bolsa está en el porche, junto a mi silla.

Ricky se adelantó a las señoras y se apropió de todo el ovillo de hilo. Luego, al salir del hotel, pasó ante la pirámide y siguió camino abajo hacia el cenote.

Al llegar a la orilla del agua, Ricky ató una aguja imperdible en un extremo del hilo. Luego fabricó una bola, con un poco de pan, y la colocó en el improvisado anzuelo, que luego hizo bajar por el lateral del cenote. Fue soltando hilo y más hilo y, por fin, notó que el anzuelo llegaba al agua.

«Apuesto a que ahí dentro hay un pez gigante», pensó el pequeño, agarrando con fuerza el ovillo de hilo.

Pero, aunque esperó pacientemente, nadie mordió en su anzuelo.

«Puede que haya elegido mal el sitio», se dijo y echó a andar, alrededor del cenote, teniendo cuidado de mantenerse apartado un palmo o más del borde.

¡De repente notó un ligero tironcito en la cuerda!

—¡Ya tengo algo! —gritó el pequeño, sin poder dominarse.

Y empezó a tirar del hilo, alternando continuamente de mano.

¡Qué desilusión! No fue ningún pez lo que encontró al final del hilo, sino un pequeño anillo.

Varios turistas, que habían oído la exclamación de Ricky, acudieron a ver qué era lo que había encontrado.

—Debe de ser muy valioso —dijo una señora.

Y su marido, después de examinar la pieza, declaró:

—Parece de cobre. Pueden haberlo arrojado al agua los antiguos mayas.

Ricky se sintió muy orgulloso, mientras sostenía en una mano el ovillo de hilo y, en la otra, el anillo. Echó a correr hacia la hacienda y, a medio camino, se encontró con el señor Punto.

—¿Qué tienes ahí? —le preguntó el hombre, con amable tono.

—¡Un anillo viejísimo, de los tiempos antiguos! —dijo el chiquillo.

El señor Punto se acercó más, tomó el objeto en sus manos y lo examinó, atentamente.

—Es un verdadero tesoro. Yo, en tu lugar, no informaría de ello a las autoridades.

—Tengo que hacerlo. No sería honrado que me callase.

El señor Punto sonrió al pequeño siniestramente, le devolvió el anillo y desapareció.

Cuando circuló por la hacienda la noticia del descubrimiento de Ricky, fue mucha la gente que acudió a ver el anillo.

—Se desprendería del lodo, durante las investigaciones de los universitarios —opinó Balam.

El director del hotel proporcionó un limpiador de cobre y Pam lo aplicó al anillo, hasta que quedó resplandeciente.

—Ya hemos dado noticia a las autoridades —dijo el director—. Probablemente vendrán a buscar el anillo por la mañana.

—Se pueden llevar el pendiente de piedra, al mismo tiempo —dijo Pete.

Cuando oscureció, Ricky y Holly suplicaron que les dejasen ir a pasar la noche con Teddy y Jean, en, el anejo.

—¿Es que te da miedo la campana encantada? —bromeó Pam, dirigiéndose a Ricky.

—Claro que no. No hay encantamientos en Yucatán.

A los hijos de tío Russ les agradó tener compañía. Ricky dormiría con Teddy, y Holly con Jean.

En cuanto las madres hubieron dado permiso, los niños fueron a buscar sus pijamas y los cepillos de dientes. Ricky se metió el anillo en el bolsillo y Holly acudió a dar las buenas noches a «Tan-Tan».

Mientras caminaban carretera abajo, los niños pudieron ver el viejo árbol muerto, recortándose grotescamente en el cielo. Sus ramas estaban invadidas por los buitres. Tras el árbol, los contornos de la iglesia se distinguían ligeramente en la oscuridad.

Ricky se puso el pijama y Teddy y él estuvieron hablando un rato, antes de dormirse.

En plena noche, los dos despertaron, repentinamente. A través de las sombras, llegaba a sus oídos un suave ding-dong.

—¡Ooooh! El fantasma está tocando la campana de la iglesia —dijo Ricky.

—No creo que sea eso —declaró Teddy—. Vamos a ver qué pasa. Pero sin encender la luz. No debemos despertar a los demás.

Los chicos se vistieron, a toda prisa, y de puntillas, salieron de la casa. Cuando los dos recorrían el camino que llevaba a la iglesia…, ¡una sombría silueta surgió ante ellos!

Los dos primos quedaron como helados por el miedo, incapaces de gritar, mientras un hombre les tapaba la boca con la mano.

—¡Ugg! ¡Uff!

Los dos chicos, atónitos, lucharon por libertarse y Teddy no tardó en conseguirlo.

En seguida atacó, pero su golpe dio en el vacío, porque el hombre se había ladeado, luchando con Ricky.

Por fin, el atacante dejó al pequeño y se perdió en las sombras.