LOS HOMBRES MISTERIOSOS

—¡Joli-ster! —repitió Pete—. ¡Sí! Es como se diría Hollister con acento español.

—Qué cosa tan rara está pasando —dijo Ricky, haciéndose sombra en los ojos con la mano, para ver mejor a los dos hombres.

Las raras condiciones acústicas de aquel patio de juego de pelota, transmitían las palabras de un extremo a otro, y los hombres se volvieron apresuradamente. Al ver a los niños, los dos corrieron tras el muro del patio.

Los Hollister salieron tras ellos, pero no tardaron en convencerse de que los hombres habían desaparecido.

En aquel momento, Balam se acercó a los visitantes con una amplia sonrisa en su faz. Ricky le dijo que les habían hablado del antiguo juego de pelotas, Balam repuso:

—¡Ah! Te refieres al «po-a-tok», ¿verdad? Por cierto, ¿en vuestra tierra se cuentan historias de brujas?

—¿De brujas? Sí, sí. Sobre todo en la fiesta de Halloween, la de Todos los Santos, quiero decir —replicó Holly.

—¿Os gustaría escuchar una historia sobre una bruja maya?

—Claro que sí —dijo Pam, y se sentó en la hierba, con las piernas cruzadas, mientras miraba a todas partes, buscando a Sue.

—Yo creo que se ha ido con nuestras madres —opinó Jean.

Con una risilla, Pete dijo:

—Probablemente, le habrá asustado este campo de pelota.

Los niños escucharon con gran interés cuanto Balam les contaba sobre la Bruja de Cabah. Aquella hechicera tuvo un hijo, nacido de un huevo de iguana. Al abrirse el huevo, salió un enano con espina dorsal de iguana.

—¿Una de esas lagartijas pequeñajas como las que vimos una vez en Puerto Rico? —interrumpió Ricky.

Balam contestó que las iguanas del Yucatán eran grandes. Y con sus manos indicó una criatura de más de sesenta centímetros de largo.

—Aquel enano era muy listo —prosiguió Balam— y pocos años más tarde sintió deseos de ser rey. Pero, primero, tenía que pasar una prueba.

—¿Qué prueba? —preguntó Holly.

—Cualquiera que quisiera ser rey tenía que permitir que partieran un coco en su cabeza. Así que la bruja fabricó un casco de cobre para su hijito. Cuando el coco fue abierto sobre su cabeza, el enano no sufrió daño alguno. En cambio, la cabeza del monarca reinante se abrió con el golpe, el pobre hombre murió y el enano se convirtió en rey.

—¡Canastos! ¿Es verdad eso? —preguntó Ricky con ojos muy redondos.

—¿Quién sabe? —dijo Balam, encogiéndose de hombros—. El caso es que existe una estatua de la hechicera en una pequeña gruta de la jungla, en Cabah.

—¿Podremos verla alguna vez? —preguntó Jean.

—Creo que sí. Tal vez cuando vayamos a Uxmal —dijo Balam, dando al nombre una pronunciación muy distinta a la que habrían dado los Hollister, de tratarse de una palabra inglesa.

Cuando Jean le hizo preguntas sobre aquello, Balam les explicó algunas variantes de pronunciación entre el inglés y el lenguaje maya.

En aquel momento, la señora Hollister y tía Marge aparecieron desde el otro lado del muro. En seguida se detuvieron con expresión de inquietud.

—¿Dónde está Sue? —exclamó la señora Hollister, corriendo hacia los niños.

Pam, sobresaltada, repuso:

—Yo creí que había ido a buscarte, mamá.

—Nosotras no la hemos visto —replicó la tía.

Los niños miraron por todo el campo de pelota, pero no pudieron encontrar a la pequeñita.

—Puede que haya ido al cenote —apuntó Jean, con voz asustada.

—¿Está cerca de aquí? —preguntó la señora Hollister.

—Sí. Por aquí. ¡Venid, de prisa! —repuso tía Marge.

Descendieron por un camino polvoriento que avanzaba entre espesos bosques. Varios turistas caminaban lentamente hacia ellos.

—¿Ha visto usted pasar a una niña pequeña, que iba sola? —preguntó Pam a la primera señora que vio.

—Sí. Hemos visto una. Una pequeñita de unos cinco años, de cabello corto y claro…

—¡Es Sue! —exclamó Holly—. ¡Nuestra hermanita se ha perdido!

—Ojalá lo hubiera sabido. La habría traído conmigo —dijo la señora—. Cuando pasé junto a ella, se encontraba muy cerca del cenote.

Ahora todos los Hollister echaron a correr con un mismo pensamiento inquietándoles. ¡Si la chiquitina Sue se acercaba demasiado al borde, podía caer en el profundo pozo!

Por fin llegaron a un gran espacio abierto y Pete, que iba delante, distinguió en seguida a Sue. La niña se encontraba de pie, en el borde del cenote, inclinándose para contemplar el agua.

El muchacho redujo el paso, para no asustarla; en seguida la agarró por una de las gordezuelas muñecas, y la arrastró lejos de la orilla.

—Sue, nunca debes marcharte sola, nunca —dijo, mientras los demás se acercaban.

La señora Hollister abrazó con fuerza a su hija pequeña.

—No te asustes. No me iba a caer dentro, como las doncellas de Tan-Tan —aseguró Sue.

Mientras Balam les daba alcance, toda la familia retrocedió unos pasos para contemplar, con asombro, el gigantesco cenote. Era relativamente circular y, según Balam les dijo, medía más de sesenta metros de diámetro. El limo poroso, que es la tierra característica del Yucatán, en aquella zona se había hundido, dejando a la vista la gran extensión de agua que se encontraba bajo la superficie.

—No hay ríos en el Yucatán —añadió Balam—. Toda el agua se encuentra bajo tierra.

Pam contempló los lados, verticales, y dijo:

—Parece muy hondo.

Con un cabeceo de asentimiento, Balam repuso:

—Unos dieciocho metros de hondo, al nivel del mar.

—Y el agua, ¿qué profundidad tiene? —preguntó Ricky.

—Unos doce metros, pero en el fondo, además, hay una capa de lodo, de tres metros de hondo.

El guía explicó que, en las últimas semanas, una expedición de una universidad norteamericana había estado dragando en el lodo, buscando preciosas reliquias del pasado.

Cuando se alejaban del cenote, Pam habló a su madre y a su tía de los dos hombres misteriosos.

—¿Estás segura de que mencionaron nuestro nombre? —preguntó tía Marge.

—Completamente segura —repuso la niña—. Espero que volvamos a verlos.

La señora Hollister asintió, diciendo:

—Podremos interrogarles sobre eso.

Ricky, entre tanto, se había adelantado, levantando una polvareda a su paso.

«¡Cómo me gustaría pescar en ese pozo!», iba pensando.

Aquella idea se desvaneció por completo cuando la pirámide gigantesca apareció a su vista.

—Ahora, vamos a subir hasta lo alto de Kukulcan. Los peldaños son demasiado altos para Sue, así que la llevaré en hombros.

Al llegar al pie de la gran pirámide, los viajeros miraron a lo alto. Sus dimensiones, su grandiosidad, hacía de ella el monumento más imponente de todo Chichén Itzá.

Balam dijo que la pirámide tenía casi veinticinco metros de altura, nueve terrazas y una base cuadrada. Cada uno de sus laterales medía casi sesenta metros de longitud.

Empezaron a subir los altos peldaños. Tía Marge les dijo que eran noventa y uno los peldaños que había en cada una de las cuatro escalinatas, lo que hacía un total de trescientos sesenta y cuatro peldaños.

—Esto, más la plataforma superior, que constituye un peldaño más, suman trescientos sesenta y cinco, es decir, el número de días que tiene nuestro año.

—Es muy misterioso, ¿verdad? Debían de saber mucho sobre el sistema solar —razonó Ricky.

Sue se divertía más que nadie. Reía y reía, y sus bracitos regordetes se abrazaban con cariño al cuello del guía. Por fin llegaron a lo más alto y desde allí contemplaron la jungla.

—Cualquiera diría que les han hecho un igualado de pelo a estos bosques —dijo Pete, con una sonrisa burlona.

El chico tenía razón porque todos los árboles que se veían tenían, aproximadamente, la misma altura: unos nueve metros.

De pronto, Pam vio dos hombres que caminaban cerca de la base del templo. Agarró a Pete por el brazo y exclamó:

—¡Mira! ¡Son aquellos que hablaban de nosotros!

—¡Tienes razón! —asintió Pete—. Vamos a alcanzarles.

Él y Teddy echaron a andar hacia el otro lateral de la pirámide, para aproximarse a los hombres por la espalda, mientras Balam descendía con Pam y Jean, seguidas por las madres y los más pequeños.

Pete y Teddy saltaban como jaguares de peldaño en peldaño, hasta llegar al pie de la pirámide. Una vez allí, distinguieron en seguida la situación de los hombres y corrieron hacia ellos.

—¡Esperen! —les gritó Pete.

Los hombres se volvieron, con expresión de sorpresa. Uno de ellos era bajo y ancho, y llevaba bigote negro. El otro era ligeramente más alto, con el rostro delgado y rugoso, lo que daba la impresión de que estuviera mordiéndose la parte interior de las mejillas.

—Hola —dijo el bigotudo—. ¿Me hablabais a mí?

—Sí —repuso Pete, que luego hizo la presentación de su primo y de sí mismo—. Les oímos a ustedes mencionar nuestros nombres en el campo de pelota. ¿Nos buscaban ustedes?

Las negras cejas del hombre se arquearon en un gesto de sorpresa. Luego habló con fuerte acento español:

—Yo soy el señor Punto —dijo, y dedicando una ligera inclinación de cabeza a su compañero, añadió—: Éste es el señor Vargas, un amigo al que no había visto desde hace muchos años.

—Pero ¿por qué mencionaron nuestro apellido? —fue la pregunta que hizo Pam, al llegar con los otros por el lado opuesto.

El señor Punto giró en redondo. Al principio pareció algo agitado, pero, en seguida, recuperó la compostura.

—Estoy buscando a un hombre que se llama Russell Joli-ster.

—Es mi padre —contestó Teddy—. ¿Qué quiere usted de él?

Punto se frotó las manos, al contestar:

—Se trata de algo relativo al señor Skeets Packer, de los Estados Unidos. Me ha escrito para que esté pendiente del señor Joli-ster.