JOLI-STER

Cuando la camioneta pasó velozmente, después del choque, una de las cestas de gallinas aterrizó con estrépito sobre el vehículo de los Hollister.

Luego, rebotó a un lado, se abrió un lateral y cuatro gallinas, cacareando estrepitosamente, corrieron hacia la jungla.

Balam se apresuró a detener la furgoneta y todos los Hollister salieron a comprobar con exactitud lo ocurrido. El conductor de la camioneta aceleró la marcha y desapareció muy pronto de la vista.

Balam miró con tristeza el lateral de la furgoneta. Estaba llena de abolladuras y arañazos.

—Un conductor nunca debe abandonar el escenario de un accidente —dijo, reprobativa, la señora Hollister.

—¿Podría usted identificar la camioneta, Balam? —preguntó Pete.

El indio se encogió de hombros y con un amplio ademán, repuso:

—Ha aparecido tan de prisa… Todo lo que puedo decir es que era una camioneta verde y polvorienta.

Holly y Ricky, entre tanto, descubrieron la cesta. Luego vieron una de las gallinas picoteando el suelo, al borde de la jungla.

—Vamos, Holly. Hay que atraparla.

Los dos hermanos avanzaron de puntillas, primero. Luego corrieron entre la maleza.

—Mira —dijo Ricky—. Veo cuatro gallinas.

Tres de los animales parecían muy animosos al correr hacia las profundidades de la jungla, pero el cuarto cojeaba. Holly pudo atraparlo fácilmente y volvió a la carretera con el ave bajo el brazo.

—Las otras se han escapado —notificó Ricky.

—Pero ¿qué vamos a hacer con esa gallina? —murmuró tía Marge.

—Quedarnos con ella. ¡Claro! —repuso Holly, muy convencida.

—Podemos llevarnos ese animal hasta Chichén Itzá. Tal vez podamos dársela a alguno de los nativos de allí —opinó la madre de Holly.

La niña hizo un pucherito y contestó:

—La he atrapado yo y es mía.

Jean, con una risilla, comentó:

—Holly encuentra animalitos caseros en cualquier parte a donde va. ¿Qué nombre vas a ponerle?

—La que sabe mucho sobre eso de bautizar animales, es Sue —dijo Pam, mientras volvían a la furgoneta.

Todos miraron a la linda pequeña, que se instaló en su asiento e hizo girar las pupilas vertiginosamente, mientras meditaba.

—Creo que un buen nombre sería «Tan-Tan» —dijo, por fin.

—Qué nombre tan raro —comentó tía Marge, mientras Balam se colocaba al volante.

—¿No se llama una cosa así este país? —preguntó la pequeña que con frecuencia entendía los nombres al revés.

Todos reían de la ocurrencia de la pequeña cuando se oyó gritar a Pete, que se había alejado un trecho por la carretera. Ahora corría hacia la furgoneta, enseñando algo que parecía una pelota de tenis.

—¡He encontrado algo! ¡Yo diría que es algo muy antiguo!

Hasta la gallina alargó el cuello para contemplar el hallazgo de Pete. Era una especie de pelota esculpida en piedra. Una porción de la superficie estaba áspera, como si aquella bola hubiera sido arrancada de alguna parte.

Balam tomó la bola en sus manos y le dio vueltas y más vueltas, examinándola con interés. Por fin anunció:

—Es un pendiente del dios de la lluvia.

—¡Canastos! ¿Qué quiere usted decir?

Pacientemente, Balam explicó que aquella bola había constituido un adorno esculpido en el ídolo de piedra.

—Pero ¿cómo habrá sido arrancada de allí? —preguntó Pam.

El guía sacudió la cabeza, diciendo que no había ningún templo en aquellos alrededores.

—Puede que se haya caído de la camioneta de las gallinas —sugirió Pam.

—Pero ¿qué haría eso en una camioneta de gallinas? —preguntó Teddy.

—En cualquier caso, lo que hay que hacer es ponerlo en manos de las autoridades —opinó tía Marge.

Balam concordó con ella y explicó que muchos de los objetos antiguos de las pirámides eran sacados ilegalmente del país.

—Cualquier cosa que uno encuentre, debe ser devuelta para que ocupe su debido lugar cuando las pirámides sean reconstruidas.

Mientras Balam conducía, Pete examinó la piedra. Los demás fueron hablando de Chichén Itzá.

—Fue fundada hacia el año cuatrocientos de la era cristiana —explicó tía Marge—, pero ya habían mayas aquí antes de esas fechas.

—Una cosa curiosa —agregó Teddy—: Chichén estuvo ocupada durante unos doscientos años. Luego quedó abandonada hasta el año mil. La tribu Itzá volvió y reconstruyó la ciudad.

—¿Y por qué hicieron todas esas pirámides? —preguntó Pete.

Ahora fue Balam quien habló, diciendo que, una vez el pueblo maya hubo plantado su maíz y recolectado la cosecha, los jefes decidieron ocupar a todos los habitantes en la construcción de los templos.

Tía Marge agregó:

—Situándoos en un lugar elevado, podréis ver elevaciones que surgen por todo el bosque. Son las pirámides, no descubiertas, en las que han arraigado árboles y maleza.

—Una de ellas es el Templo del Ídolo Risueño —se le ocurrió decir a Ricky, dándose mucha importancia.

A lo que Balam repuso:

—Está en las profundidades de la jungla. ¡No sé si llegaremos a encontrarlo!

—Pero tenemos un… —Pete se mordió instantáneamente la lengua. Incluso entre amigos, era preferible guardar silencio sobre el mapa que llevaba en el cinturón.

Pam se apresuró a cambiar de tema, hablando de la llegada de los españoles al Yucatán. Jean dijo que los mayas fueron conquistados en el año 1697, por una expedición al mando de Martín D. Urzia.

Hablando sobre Méjico el tiempo pasó para todos muy de prisa y pronto el vehículo se detuvo a un lado del camino. Allí, entre floridos arbustos, se levantaba una bella hacienda.

—Éste es vuestro hospedaje —dijo Balam a los niños, y empezó a bajar las maletas.

—¿Vosotros también vivís aquí? —preguntó Pam a sus primos.

—No. En la hacienda siguiente, bajando un poco por el camino.

Todos, menos los más pequeños, ayudaron a llevar los equipajes al soleado patio, y a dejarlos junto a una susurrante fuente.

—El sitio donde nosotros vivimos es más agreste, más selvático —susurró Teddy—. ¡En cuanto acabéis con las maletas, venid! Está carretera abajo. Hay que cruzar una verja.

—Hasta luego —contestó Pete, cuando Teddy y Jean se alejaban con su madre.

El director del hotel llevó a los Hollister hasta las dos amplias y frescas habitaciones que iban a ocupar. Al ver la gallina que Holly llevaba bajo el brazo, arqueó las cejas y dijo con cortesía:

—Me temo que no podremos permitir que este animal se aloje aquí.

—«Tan-Tan» tiene una pata enferma —protestó Sue.

—Entonces, os mostraré un buen sitio para ella —dijo el director.

Tomando a Sue de la mano, el hombre condujo a la pequeña y a Holly a través de un patio, bajó un tramo de escaleras de piedra, que llegaban a una piscina y luego fue a la parte posterior de la hacienda donde, bajo un árbol frondoso, había una jaulita.

—«Tan-Tan» puede hospedarse aquí —dijo el hombre, sonriente—. Esta jaula la ocupaba un palomo, pero ya no está.

Sue quedó satisfecha. Levantó la tapa de la jaula, hecha de estrechos, listones de madera, y Holly metió la gallina.

—«In siguida» te traeremos comida —prometió la pequeña.

Y las dos hermanas volvieron con su familia.

En cuanto tuvieron desocupadas las maletas, Pete y Pam dijeron a su madre que se iban a visitar a Teddy y Jean.

Cruzaron la carretera, recorrieron unos metros y se encontraron ante una verja que llevaba a una especie de poblado. Varias casas nativas, con techumbre de cañas, estaban en primera línea, cerca de la carretera y, más allá, había cuatro casitas de tipo más moderno. De una de ellas salió Teddy y Jean, que corrieron a saludar a sus primos.

—¡Zambomba! ¡Vaya sitio estupendo! —exclamó Pete.

—Pues ya veréis qué iglesia tenemos aquí —dijo Jean, abriendo la marcha por un caminillo en el que dejaron atrás un árbol seco, en el que se hallaban posados varios pájaros.

—Son buitres —dijo Teddy—. ¿No os parecen muy lúgubres?

Algunos de los negros pajarracos extendieron sus alas y emprendieron el vuelo. Siguiendo el camino, entre los altos arbustos, los niños encontraron dos cabras que mordisqueaban las hierbas.

Entonces apareció ante sus ojos la iglesia. Era de tipo español, muy antiguo, con tres campanas de hierro pendientes de las arcadas del techo. De la campana de mano derecha pendía una larga cuerda que casi llegaba al suelo.

—Tienen un sonido maravilloso —dijo Jean—. Las oímos por la mañana.

—Y, a veces, también por la noche —añadió Teddy—. Algunos nativos dicen que estas campanas están encantadas.

—Imposible —dijo Pete, echándose a reír.

—Entonces, ¿cómo se explica que suenen a medianoche? —insistió Teddy.

—Puede ser alguien que quiere gastar una broma —fue la opinión de Pam.

Jean movió de un lado a otro la cabeza.

—Aquí la gente es muy tranquila —dijo—. No creo que a nadie se le ocurriera hacer semejante cosa.

Los niños caminaron alrededor de la antigua iglesia, que se encontraba en los límites de la jungla. Luego entraron en la húmeda y fría nave, buscando alguna explicación al misterioso repique de las campanas. Como no encontraron nada, corrieron a la casita, donde tía Marge les esperaba, en la puerta.

—Sí estáis preparados, podemos ir todos a comer y luego visitaremos la pirámide de Kukulcan.

Toda la familia se sentó en torno a una larga mesa de la hacienda, a saborear una apetitosa ensaladilla de frutas frescas y grandes vasos de leche helada.

Luego, con Teddy y Jean al frente del grupo, todos echaron a andar carretera adelante y pronto penetraron en la gran plaza del Templo de Kukulcan.

—¡Es fantástico! —se admiró Pam.

Ante ellos se levantaba una gigantesca pirámide. En la parte central de cada uno de los cuatro laterales, que llevaban a la plataforma superior, se veían los numerosos escalones de unas largas escaleras.

—Subamos en seguida —propuso Pete.

—No. Espera, Quiero enseñaros un sitio mejor —dijo Teddy.

—Sí —concordó la hermana—. ¡El campo de pelota! ¡Venid!

Dejando a sus madres admirando la pirámide, los niños echaron a correr detrás de Jean y Teddy, hasta llegar a una gran extensión cubierta de césped, flanqueada por altos muros.

—Aquí es donde los mayas jugaban a pelota —informó Teddy.

Ricky se apresuró a preguntar:

—¿Dónde están las porterías?

Echándose a reír, el primo repuso:

—No habían porterías. ¿Ves eso de arriba? —Teddy señalaba un gran aro de piedra incrustado en uno de los paredones—. Bastaba con que hiciesen pasar la pelota una sola vez, por ese agujero, para ganar el partido.

—¡Zambomba! ¡No debía de ser muy difícil pasar la pelota por allí! —opinó Pete.

—Es que no la arrojaban con las manos —explicó Jean—. Tenían que hacerlo con los codos, las rodillas o el cuerpo.

Entonces Ricky hubo de admitir:

—Pues sería muy difícil conseguirlo, ¡canastos!

—Pero lo peor de todo es lo que sucedía al capitán del equipo que perdía —prosiguió Teddy.

—¿Qué le sucedía? —inquirió Holly.

—¡Se quedaba sin cabeza! —declaró Teddy.

—¡No vengas con bromas! —replicó Ricky.

—Es verdad —dijo Jean—. El capitán del equipo que perdía tenía que dejarse cortar la cabeza por el capitán del equipo ganador.

—Venid. Os enseñaré un dibujo de cómo lo hacían —ofreció Teddy.

Los niños se encaminaron a una gran piedra esculpida, de un lado del patio. Los jugadores, que se adornaban la cabeza con plumas, aparecían entrelazados con serpientes, pero Jean les mostró al capitán del equipo ganador y a su víctima.

—¡Uggg! —masculló Holly.

—Hay otra cosa muy curiosa en este campo —dijo Teddy—. Se puede oír hasta un susurro de un extremo a otro.

Los siete niños se encaminaron al fondo del patio. Allí se detuvieron y, al volverse, vieron a dos hombres que caminaban, lentamente, hacia el extremo opuesto.

—Anda, Ricky, ve hasta donde están esos hombres y di algo en voz muy bajita. Verás cómo podemos oírte. Nosotros también te hablaremos en murmullos.

Pero aún no habían hecho ningún movimiento, cuando las voces de aquellos hombres llegaron a oídos de los niños.

—¿Veis lo que quiero decir? —preguntó Teddy.

Todos escucharon atentamente y, de pronto, una expresión de asombro asomó a sus rostros.

—Dicen: Joli-ster. Jolister… Apuesto algo a que se refieren a nosotros —dijo Pete.