Truenos y relámpagos amarillentos inundaban los cielos. Caía la lluvia con más fuerza que nunca, pero los Hollister ni siquiera se fijaban en ella. Se miraban unos a otros, perplejos, pensando en la llamada telefónica.
—¿De verdad te siguen? ¿Por qué motivo piensa eso Skeets? —preguntó Pete.
—Le han registrado su apartamiento, en Los Ángeles.
Tío Russ añadió que a su amigo le habían robado monedas mayas antiguas, que Skeets había tomado de Chichén Itzá y otros lugares del Yucatán.
—Skeets piensa que el ladrón estaba buscando el mapa que muestra la manera de llegar al Templo del Ídolo Risueño.
—Pero ¿cómo podía saber el ladrón que tú lo tienes, Russ? —preguntó la señora Hollister.
—Skeets ha vuelto a casa hoy, desde el balneario, y ha descubierto que su apartamiento ha sido saqueado, mientras él se encontraba ausente. Al no encontrar el mapa, puede haber seguido la pista de Skeets hasta el balneario.
—¡Y os vio a los dos! —adivinó Pete.
—Exactamente —replicó tío Russ—. Puede que nos haya oído hablar de mi viaje al Yucatán y me haya seguido para apoderarse del mapa.
Pam estaba extrañada.
—Pero ¿cómo podía haber alguien en Los Ángeles que conociera algo sobre el mapa de Skeets?
Su tío explicó que alguien había intentado robar el mapa, el día antes de que él saliera del Yucatán.
—Skeets me dijo que un hombre flaco y tostado le detuvo en una calle desierta y le exigió que le diera el mapa. Pero Skeets empezó a forcejear y a gritar, y el hombre huyó corriendo.
—¿Y ahora tu amigo piensa que el hombre le siguió la pista hasta Los Ángeles? —preguntó Pam.
Tío Russ asintió.
Pete dio un silbido.
—Ese ladrón debe de tener unas tremendas ganas de apoderarse del mapa.
—¡Canastos! Será que hay muchos tesoros en el templo —opinó Ricky.
—Es muy posible —asintió el tío—, ya que nadie lo ha explorado antes.
John Hollister preguntó a su hermano si había advertido algo sospechoso en el avión.
—Había un hombre delgado y moreno, sentado al otro lado del pasillo, detrás de mí —repuso Russ Hollister—. Noté que no cesaba de mirarme.
—¿Y ese hombre bajó en Shoreham? —preguntó Pete.
—No lo sé.
—Bien. Pues yo creo que debemos salir a averiguarlo —dijo Pam, muy nerviosa.
—No hay que ser tan impetuoso —declaró el tío Russ, sonriendo—. Skeets no puede estar seguro de que el ladrón ande tras de mí. En cuanto al hombre del avión… Puede no tener nada que ver conmigo. Mejor será esperar y ver qué sucede.
Por entonces, la lluvia había cesado y los truenos sonaban en la distancia, pues la tormenta se iba alejando de Shoreham.
Caían aún algunas gotas de lluvia, cuando los Hollister se quitaron los zapatos y corrieron, con los pies descalzos, a chapotear en el lodo del patio.
—¡Canastos! ¡Qué divertido! —gritaba Ricky, intentando salpicar más alto que nadie.
Sue fue a la casa para regresar con «Matilde».
—La «probecita» también quiere jugar —dijo.
—Podemos jugar a que es una boa y la colgamos de un árbol —dijo Pete, cogiendo a la serpiente y suspendiéndola de la rama de un arce.
En aquel momento se oyó un vozarrón que decía:
—¡Eh, mirad lo que tengo!
Los niños se volvieron para encontrarse frente a un chicazo de aspecto antipático, de la edad de Pete, que avanzaba hacia ellos.
—Ya tenemos lío —pronosticó Ricky.
El chico era Joey Brill, el camorrista de la población, que tiraba de un perro moteado, atado con una gruesa cuerda. El animal, muy huesudo, tenía grandes y torpes patas y un rabo muy peludo.
—Mirad a mi guardaespaldas. Se llama «Tigre».
—¿De dónde lo has sacado? —preguntó Pete.
—Lo he encontrado. Estaba perdido. Cuidado, que es muy fiero.
Pam miró los tristones ojos del can.
—Pues no me parece muy fiero —declaró.
—No te dejes engañar —dijo Joey—. Es hijo de perrazos de raza. La verdad es que casi tiene «pedigree»[1].
—«Pedigree» de perro sin raza, querrás decir —se burló Ricky.
Joey frunció el ceño y miró la serpiente de color púrpura.
—¿Qué es esa ridícula cosa? —preguntó.
Mientras él hablaba, el perro dio un gruñido al juguete y, de súbito, se desprendió de Joey. Dio un gran salto, se llevó del árbol la serpiente y echó a correr con ella por el patio.
Mientras Sue daba grititos de alarma y Holly se precipitaba a recobrar a «Matilde», «Zip» llegó, a la carrera, por la esquina de la casa.
Dando grandes ladridos, se unió a la persecución, tomó a la serpiente por la cola y corrió en dirección contraria al otro perro.
—¡«Zip»! ¡Déjala! —gritó Ricky, viendo que la serpiente quedaba tirante entre los dos perros.
Ya era demasiado tarde. ¡RIHP! Empezaron a saltar trocitos del relleno del juguete.
Pete agarró a «Zip» por el collar y le obligó a que dejase su presa, mientras Pam se encargaba del otro perro, sacándole el juguete de las mandíbulas.
—¡«Matildita»! —sollozó Sue—. Se te ha rajado el «estógamo».
—No es más que la costura, hijita —la consoló Pam—. Podemos arreglarlo.
Pam enroscó la serpiente y la puso en manos de su hermanita.
Joey hizo una mueca despectiva.
—Todo esto demuestra que no entendéis ni una palabra de perros. Ya os advertí que era muy fiero. ¡Anda con ellos, «Tigre»! ¡Ataca!
Y el chicazo señalaba a Pam.
El animal se acercó a la niña y le lamió la mano. Pam le acarició la cabeza. Mientras los Hollister reían, Joey agarró la cuerda y arrastró al perro.
—¡Os creéis muy graciosos! —masculló, al alejarse—. Pero ¡ya os enseñaré yo!
Sin hacerle caso, Pam recogió del suelo los trocitos de relleno y, llevando de la mano a Sue, fue a casa, buscó hilo y aguja en el costurero de su madre, y empezó a coser la serpiente.
Entre tanto, Holly había ido al embarcadero.
Después de la tormenta, el lago había quedado quieto y transparente como un espejo.
La niña se arrodilló, se inclinó de manos y rodillas, y miró al agua.
—¡Mira, Ricky! —dijo, llamando al pecoso—. ¡Ven en seguida! ¡Qué cara tan rara he visto en el agua!
—¿Dónde? —preguntó Ricky, encaminándose al embarcadero a saltos, como si fuera una pelota de goma.
—Aquí —indicó apoyando las manos en las rodillas.
—¿Dónde? Yo no veo nada.
—¡Ahí!
—Ése soy yo —contestó Ricky, contemplando su reflejo en el agua—. Y yo no soy raro.
Holly, que se había ido irguiendo, lentamente, sonrió, traviesa y dio a su hermano un empujoncito.
—¡Oooh!
¡PLAF! ¡Glub! ¡Glub!
Ricky había ido a parar al agua. Un momento después sacaba su cabeza rojiza, chorreando.
Holly se frotó las manos y dijo:
—Ahora estamos en paz, Ricky —y añadió, riendo—: en Shoreham sacrificamos también a los «doncellos».
Cuando Ricky llegó nadando a la orilla, procuró deslizarse a la casa, para cambiarse de ropa, sin que nadie le viera ni le hiciese preguntas.
—¡Canastos! ¡Embromado por una niña! —musitó el pequeño.
Poco después, durante la cena, la señora Hollister hizo comentarios sobre lo limpio y bien peinado que estaba Ricky. El pelirrojo dirigió una mirada a Holly y luego hundió la cara ante el plato de estofado que tenía delante.
La conversación no tardó en girar en tomo al misterio del tío Russ y al lugar en que el maletín podría encontrarse entonces.
La respuesta a esto llegó al sonar el teléfono. Llamaban desde el aeropuerto de Nueva York. El maletín desaparecido había sido hallado en un rincón del avión, cuando éste aterrizó en el Aeropuerto Kennedy.
—Envían el maletín hacia aquí en el próximo vuelo —informó tío Russ—. Llegará a las ocho.
—Puede que el maletín quedase allí descuidado, por casualidad —dijo la señora Hollister, esperanzada.
Pero Pam movió, negativamente, la cabeza.
—Yo creo que se lo llevó ese hombre y lo dejó abandonado después de buscar el mapa y no encontrarlo.
—Estoy de acuerdo con Pam —declaró el tío que, a pesar de todo, añadió, alegremente—: Pero pronto tendremos el maletín en nuestro poder, y podré enseñaros una fotografía del Templo del Ídolo Risueño.
A Holly los ojitos le despedían chispas.
—¿Qué aspecto tiene el ídolo? ¿Es muy grandote y terrible?
—¿Con un millón de dientes? ¿Así? —preguntó Ricky, metiéndose los dedos en la boca para tirar de los labios y dibujar con ellos una descomunal y horrenda sonrisa.
—¡Qué horroroso te pones, Ricky! Puede que el ídolo tenga una risa más agradable —dijo Pam.
—¡Apuesto a que no! —respondió el pecoso—. Tío Russ, dinos, ¿es feo?
El dibujante se echó a reír y alborotó el cabello del pequeño, contestando:
—Ya lo veréis.
Holly dio un salto de alegría.
—Estoy deseándolo —dijo.
Aunque Sue tenía los ojos cargados de sueño, todos los Hollister y «Zip» entraron en la furgoneta y se dirigieron al aeropuerto. El avión de Nueva York ya había tomado tierra y un empleado se apresuró a llevar el maletín a tío Russ, al edificio terminal.
—Muchas gracias —dijo el dibujante.
—No hay de qué. Más vale que mire si falta algo —fue la respuesta del empleado.
Mientras los niños observaban, el tío abrió el maletín y revisó su contenido. Finalmente ahogó una exclamación:
—Sí. Falta algo: la fotografía del Ídolo Risueño.
En su lugar había un papel y el tío lo miró con extrañeza. Prorrumpió en un silbido y levantó el papel, mostrando la calavera que llevaba dibujada.
—¡Zambomba! ¡Esto es un aviso, tío Russ! —dijo Pete.
Y Ricky opinó:
—Será mejor que no vayas al Yucatán.
—Pero tiene que ir. ¡Allí están sus hijos! —reflexionó Holly, muy apurada.
—Holly tiene razón —dijo tío Russ—. Debo ir. Pero me temo que esto sea una seria advertencia. La calavera es muy similar a la que se encuentra esculpida en una roca de Chichén Itzá, cerca del Templo de Kukulcan.
—¡Kukulcan! —exclamó Pete—. Hemos leído algo sobre eso esta tarde.
Viendo la expresión de asombro de Holly, explicó que se trataba de una de las mejores muestras de un templo maya, restaurado.
Entre tanto, el empleado del aeropuerto dijo al tío Russ que la compañía haría todo lo posible por averiguar lo ocurrido con la fotografía desaparecida.
Los Hollister regresaron a casa, muy preocupados por la calavera dibujada. De repente, Pam dijo:
—Debimos preguntar en el aeropuerto si el hombre flaco tomó allí algún avión.
—Tienes razón —admitió el padre—. Pero podemos telefonear, en cuanto lleguemos a casa.
Ya estaba todo oscuro cuando entraron en el camino del jardín, todavía húmedo después de la lluvia. Al detenerse, la señora Hollister prorrumpió en una exclamación de extrañeza:
—¡Mirad! ¡Hay luz en la habitación de los invitados! Russ, ¿la dejaste encendida, cuando salimos?
—Estoy seguro de que la dejé apagada.
—Entonces, ¡alguien ha estado en casa! —dijo el señor Hollister.
Salió del vehículo, abrió la portezuela de atrás y «Zip» saltó al suelo. El perro corrió a la puerta posterior de la casa y el preocupado John Hollister a la puerta de la fachada.
—¡Está entreabierta! —dijo.
Con los hombres en cabeza, todos corrieron escaleras arriba hasta la habitación de los invitados. El señor Hollister abrió la puerta de par en par y todos contuvieron el aliento, ante el espectáculo que se apareció a sus ojos.
—¡Zambomba! ¡Todo está peor que si hubiera estallado una bomba aquí dentro! —exclamó Pete.