UN JUGUETE NUEVO

—¿Me morderá? —preguntó la chiquitina Sue Hollister.

—¡Canastos! —repuso Ricky, el travieso pelirrojo—. ¿Cómo va a morder a nadie una serpiente de juguete?

Retorciendo entre sus dedos una de sus trenzas castañas, Holly, dijo, riendo:

—Y aún menos cuando es una serpiente de color púrpura, con pintitas amarillas y boca sonriente.

Las dos hermanas, de cuatro y seis años, y su hermano, de ocho, estaban contemplando el escaparate de una tienda de juguetes en el aeropuerto, sito a pocos kilómetros de Shoreham, la ciudad en que ellos habitaban.

Era aquélla una tarde emocionante para toda la familia, incluidos papá y mamá, Pete y Pam, los hermanos mayores, porque el tío Russ Hollister llegaba de la costa occidental con un gran secreto.

La linda Sue, de pelo alborotado y muy amante de los misterios, mantenía los ojos fijos en la larga serpiente, de algodón y terciopelo.

—¡Cómo me gustaría tener una serpiente tan guapa! —dijo.

—¿Y cómo sabes que esta serpiente es «guapa» y no «guapo»? —preguntó Ricky, arrugando la naricilla llena de pecas.

—Porque se llama «Matilde» y «Matilde» es nombre de señora —explicó, gravemente, la pequeñita.

Holly, muy sorprendida, se apresuró a preguntar:

—¿Y cómo sabes su nombre?

—Porque yo se lo he «ponido» —explicó Sue—. ¿No te parece un buen nombre?

En ese momento se acercaron los dos hermanos mayores. Pete era un gallardo muchachito de doce años, con el cabello corto. Pam, con dos años menos, tenía el cabello ondulado y oscuro, y una alegre y dulce sonrisa.

—A todos nos gusta mucho «Matilde» —explicó Ricky, señalando el áspid del escaparate—. ¿Os parece que podemos comprarla?

—¡Zambomba! Me parece que sería muy divertido tenerla —declaró Pete—. ¿Cuánto cuesta?

El chico acercó más la cabeza al escaparate para ver la etiqueta del precio. Marcaba seis dólares.

—Yo sólo tengo treinta centavos —dijo el pecoso, haciendo sonar unas monedas dentro de su bolsillo.

Los demás se apresuraron a contar el dinero que poseían. Todo junto sumaba tres dólares y sesenta centavos.

De repente, a sus espaldas oyeron una voz que decía:

—¿De modo que estabais aquí?

Todos se volvieron en redondo para encontrarse frente a su padre, que les sonreía. El señor Hollister era un hombre alto y de nobles facciones, que aquel día vestía modernos pantalones azul pálido y camisa deportiva de igual color.

—Ya estábamos preguntándonos si habríais desaparecido —comentó.

—No sabes cuánto nos gustaría comprar a «Matilde», papaíto —dijo Pam.

—Y ¿quién es «Matilde»? —preguntó.

Inmediatamente se lo explicaron. Al enterarse de la cantidad de dinero que les faltaba para efectuar la compra de la serpiente, el señor Hollister entró en la tienda con sus hijos.

El dependiente sacó a «Matilde» del escaparate y la puso en manos de Sue. Una vez que todos hubieran contribuido a pagar, salieron de la tienda, sonriendo, felices. Sue se encajó la cabeza del áspid bajo el brazo y Ricky tomó la cola para ponérsela sobre el hombro.

—¿Qué clase de serpiente es? —preguntó Sue, mientras corrían por el vestíbulo, hacia la taquilla en la que les aguardaba la madre.

—Es una bondadosa purpúrea moteada —replicó el padre—. Creo que a mamá le sorprenderá verla.

—Pero ¿qué traéis ahí? —exclamó la señora Hollister, mientras sus hijos se aproximaban.

La madre de los Hollister era delgada, alta y de ojos azules.

—Es una bondadosa purpúrea moteada y se llama «Matilde» —explicó Sue—. Tómala, mami.

Mientras la señora Hollister se inclinaba para acariciar el morro aterciopelado del juguete, llegó un aviso por el altavoz.

—Señores pasajeros que esperan el vuelo sesenta y tres de Los Ángeles a Nueva York: habrá un retraso en la llegada del aparato, debido a una emergencia a bordo.

—Ése es el vuelo del tío Russ —dijo Pam, con una expresión de asombro.

—¿Qué es lo que ocurre? —preguntó el señor Hollister al empleado de la taquilla.

—No lo sé, señor. El aparato está aterrizando ahora.

Al oír aquello, Ricky y Holly corrieron a las escaleras que llevaban a la plataforma de observación del campo de aterrizaje. Los demás le siguieron, con Sue en la cola, arrastrando a «Matilde».

Un fuerte viento azotaba el cabello de los niños, que se agolpaban en la baranda para observar el aparato que se deslizaba por la pista. De repente, una pequeña camioneta blanca atravesó el campo. Se detuvo cerca del avión y de él salieron dos hombres, con redes en sus manos.

—¡Qué raro! Puede que en el avión vaya alguna persona peligrosa —dijo Holly.

Y Pete añadió:

—O algún animal salvaje, suelto.

El avión se encontraba a bastante distancia del edificio terminal, cuando desplegaron una escalerilla portátil. La portezuela delantera se abrió y los dos hombres de las redes subieron a toda prisa. Durante unos minutos, los Hollister estuvieron observando la abierta portezuela con gran ansiedad. Empezaron a descender los pasajeros.

—¡Mirad! ¡Ahí veo a tío Russ! —anunció Ricky con voz estridente, viendo al hombre alto, de anchos hombros, que bajaba ágilmente las escalerillas.

—¡Vamos! —gritó Holly, echando a correr hacia la puerta de descarga de equipajes, seguida atropelladamente, por todos sus hermanos.

El corazón les saltaba con fuerza en el pecho. Los cinco hermanos estaban muy emocionados porque adoraban a su simpático y juguetón tío, que les visitaba cada vez que tenía una oportunidad, durante sus viajes a las costas oriental y occidental. Tío Russ era un famoso dibujante, que hacía historietas cómicas para varios periódicos.

Tío Russ vivía en Crestwood con tía Marge y sus dos hijos, Teddy y Jean.

Mientras cruzaban la puerta, los Hollister vieron a su tío detenerse para echar una mirada a la camioneta blanca.

—¡Tío Russ! ¡Tío Russ! ¿Qué ha pasado? —preguntó Ricky, echándose a los brazos de su tío.

Sue, cuyas piernas regordetas no eran tan largas como las de los otros, corría de la mano de su madre, con «Matilde» alrededor de su cuello. Tío Russ vio la serpiente de juguete y abrió los ojos con perplejidad.

—Pero ¿es que sabíais algo? ¡A una serpiente se debe el conflicto surgido en el avión!

—¿Una serpiente viva? —preguntó Pam.

—¡Ya lo creo! Se deslizaba por todo el pasillo. ¡Todo el mundo estaba muerto de pánico!

—Lo imagino —confesó la señora Hollister—. ¿Ha picado a alguien?

—Por suerte, no. Pero, con tantas complicaciones, he perdido mi maletín.

—¿Iba dentro tu secreto? —quiso saber Holly.

La niña recordaba la llamada telefónica de su tío, el día anterior, cuando les dijo que llevaba un secreto a Shoreham.

Tío Russ se palmeó el bolsillo superior de la americana, al tiempo que contestaba:

—No. Gracias al cielo, había metido el secreto en mi billetero.

Mientras él hablaba, los dos hombres de las redes pasaron apresuradamente, seguidos por una multitud de miradas.

—Sí. La hemos capturado —dijo uno de ellos, en cuya red se encontraba abultada por la presencia de una larga serpiente del color del maíz dorado.

—Una buena pieza —añadió el otro hombre—. Había un científico en el avión. Él ha identificado la serpiente como una «cribo». Procede de las junglas del Yucatán.

Tío Russ frunció las cejas.

—¿Yucatán? —preguntó.

Y sacudió la cabeza, pero ya no dijo nada mientras iba a reclamar su equipaje.

Luego, en la taquilla, notificó que había perdido su maletín. El empleado prometió que lo buscarían inmediatamente y anotó el número de teléfono de los Hollister.

Con el equipaje ya apilado en la parte posterior de la furgoneta familiar, el grupo se puso en marcha hacia casa. Al cruzarse con otros vehículos, Ricky sacaba por la ventanilla la cabeza de «Matilde» y hacía reír a la gente.

—El que la serpiente «cribo» proceda de Yucatán es una rara coincidencia —comentó el tío.

—¿No será porque tu secreto está relacionado con Yucatán? —se le ocurrió decir a Pam.

—Eso es exactamente —contestó tío Russ.

—¿Dónde está Yucatán? —preguntó Ricky.

—Es una península, situada al sur de Méjico —dijo Pam—. Lo hemos estudiado en la escuela. De allí son los indios mayas.

—¿Hay indios en tu secreto? —preguntó Sue, con ojos desorbitados.

Tío Russ sonrió.

—Sólo uno, hasta la fecha.

—Anda, tío, háblanos de eso —suplicó Holly.

—Esperad a que recobre el aliento. ¡Esta «cribo» me ha dado muy mala impresión!

Al fin el señor Hollister se detuvo en el amplio camino del jardín. La casa, antigua y acogedora, se encontraba en medio de amplios prados, y el patio trasero, donde se gozaba de la sombra de dos gigantescos sauces llorones, llegaba hasta el Lago de los Pinos.

«Zip», el espléndido perro pastor, llegó corriendo desde la parte posterior de la casa para lamer las manos de Sue, en cuanto ella salió del edificio, acunando en sus brazos a «Matilde», como si se tratara de un bebé.

Pete llevó la maleta de su tío al dormitorio de los invitados, mientras Pam corría a la cocina para preparar una gran jarra de limonada.

Cuando la sirvieron, en el porche, tío Russ comentó:

—¡Qué agradable es esto! ¿Habéis tenido mucho calor aquí, este verano?

—Más de la cuenta —repuso su hermano—. No tienes más que ver lo quemado que está el césped. Hemos estado sin lluvia tres semanas seguidas.

—Eso es que no estáis en buenas relaciones con el dios de la lluvia —bromeó tío Russ, guiñando un ojo—. Bueno. Ahora os hablaré de mi secreto.

Sue se instaló en las rodillas de su tío y Ricky se montó a horcajadas en la baranda del porche, muy cerca de él, mientras los demás se apresuraban a rodearle.

—Tengo un amigo que se llama Skeets Packer —empezó tío Russ—. Es una persona poco corriente; es arqueólogo y fotógrafo.

—Arque… ¿qué? —preguntó Ricky, rascándose la cabeza.

—Ya sabes lo que es un arqueólogo —le dijo Pam—. Descubre ruinas y cosas antiguas, y así se entera de la historia.

—Chisst —ordenó Sue, impaciente—. Tenemos que oír el secreto.

Tío Russ prosiguió:

—Pues bien; hace dos años, aproximadamente, mi amigo Skeets descubrió la pirámide de un templo maya en la jungla del Yucatán.

—¡Carambita! ¡En la jungla! —se admiró Ricky.

—La que os digo es muy intrincada, y el templo es tan viejo que tiene un gran valor histórico.

Añadió que Skeets Packer había fotografiado parte del templo, pero sin permitir en ningún momento que nadie conociese su localización.

—¿Por qué? —preguntó Holly.

—Porque los buscadores de tesoros podrían encontrar ese lugar y robar las piezas antiguas.

—¡Qué intrigante! —exclamó la señora Hollister—. ¿Hay muchos templos así en el Yucatán, Russ?

—Sí. Docenas de ellos, y muchas personas han robado objetos de allí, antes de que el gobierno mejicano pudiera impedirlo.

El señor Skeets había dado a su descubrimiento el nombre de Templo del Ídolo Risueño, porque en la parte delantera había una figura de piedra, sonriendo.

Pete preguntó:

—Y ¿qué es lo que hará ahora tu amigo Skeets?

—Skeets Packer está enfermo —contestó el tío—, y se encuentra descansando en un balneario de montaña, en California. El otro día estuve visitándole. Me dio un mapa que indica cómo se puede encontrar la vieja pirámide del templo.

—¿Y vas a ir allí, tío Russ? —quiso saber Pam.

—Esa idea tengo. —El tío Russ buscó su billetero y de él extrajo un mapa—. Voy a buscar ese lugar, haré unos cuantos bocetos para las historietas del periódico y luego pasaré toda la información al gobierno mejicano. —Mirando uno tras otro, a todos sus sobrinos, añadió—: Tía Marge, Teddy y Jean están en Chichén Itzá, esperándome, con un guía maya que se llama Balam. Es el indio que antes mencioné.

Ricky saltó al suelo, desde la baranda.

—¡Canastos! ¿Teddy y Jean van a ir a la jungla contigo?

—Sí. Creo que les resultará muy divertido.

—¿Y no podemos ir también nosotros? —preguntó Holly.

—Eso sería lo más estupendo del mundo —afirmó Pete, mientras sus padres se miraban.

El tío siguió hablándoles sobre Chichén Itzá, el nombre de una ciudad donde se habían hecho importantes descubrimientos de templos.

—Cerca hay un gran pozo, llamado cenote —siguió diciendo el tío Russ—, y en los tiempos antiguos, cuando no llovía, se arrojaban allí jóvenes doncellas, como sacrificio al dios de las lluvias.

Ricky miró al brillante cielo, y sus ojillos se iluminaron con una gran idea. Entre dientes empezó a tararear una cancioncilla, sin prestar ya atención a lo que se hablaba.

Una vez que Pam hubo llevado los vasos vacíos a la cocina, ella y Pete buscaron varios tomos de una enciclopedia para leer más información sobre el Yucatán.

Holly y Sue, entre tanto, marcharon con Ricky al embarcadero, situado detrás de su casa.

—Ya sabes, Holly, que nos está haciendo mucha falta la lluvia —empezó a decir el pecoso, meneando la cabeza.

La traviesa Holly comprendió al instante:

—Y ¿estás pensando en sacrificar a alguien?

Bajando la cabeza de manera que la barbilla le tocase la garganta, con lo cual adquiría un aire de gran importancia, Ricky contestó:

—¿Qué te parece si sacrificamos a una doncella en el cenote del Lago de los Pinos?

—¿Quién, por ejemplo?

—Por ejemplo, tú —repuso Ricky.

Y sin más, arrastró hacia sí a Holly por las trenzas y…, ¡la empujó fuera de los tablones del embarcadero!

¡PLAFFF!

Con playero y todo, Holly desapareció bajo la superficie, para asomar un momento después escupiendo y nadando hacia la orilla.

—¡Ricky, eres malísimo! —gritó.

—Pero ¿qué está ocurriendo ahí? —preguntó la señora Hollister, desde la puerta posterior de la casa.

—¡Me han sacrificado! —explicó Holly, a voces, y atravesó el césped, chorreando por todas partes.

—¡Ese Ricky!… —murmuró la señora Hollister, mientras Holly subía a su dormitorio a cambiarse, dejando tras sí un reguero de gotitas.

—¡Ahora yo! —solicitó Sue.

Pero Ricky había quedado inmóvil en el embarcadero, mirando al cielo con la boca abierta. Una gran nube grisácea se extendía sobre el Lago de los Pinos, ocultando el sol.

Un momento después, el pequeño corría a la casa, seguido por Sue, para contarles a Pam y Pete lo que acababa de suceder.

Cinco minutos más tarde, cuando bajaba Holly con un vestido seco, un terrible estruendo se escuchó en el Lago de los Pinos, seguido por una serie de relámpagos y truenos.

—¡Qué cosas pasan! ¡Ha dado resultado! —dijo Pete.

Pero Pam, muy sensata, repuso:

—Ya sabes que eso no puede ser. Más pronto o más tarde, tenía que acabar lloviendo.

En lo más álgido de la tormenta, cuando tío Russ, sentado en la salita, reía al enterarse de la extraña coincidencia del «sacrificio» de Holly con la llegada de la lluvia, sonó el teléfono. Pete, que acudió a contestar, llamó en seguida:

—¡Tío Russ, conferencia desde California!

El dibujante acudió a toda prisa al teléfono.

—¡Hola, Skeets! ¿Eres tú?… ¿Cómo va todo por California?

Al momento, el rostro de tío Russ se frunció en un gesto preocupado. Después de escuchar durante unos momentos, dijo:

—Está bien. Andaré con cautela. Gracias, Skeets.

—¿Qué pasa, Russ? —preguntó el señor Hollister.

—Malas noticias, John. ¡Skeets Packer piensa que un malhechor anda siguiéndome!