En casa de mi madre la reunión festiva que había intentado evitar ya había concluido.
—Nos hemos enterado de tu desgracia y los he mandado a todos a casa —anunció mi madre en un tono de voz bastante áspero.
—Gémino nos envió un mensaje contando lo sucedido —explicó Helena en un susurro.
—¡Gracias, padre!
—No te hagas el gracioso. El mensaje era, sobre todo, para avisarnos de que nos ocupáramos de ti. Al ver que no aparecías, estábamos preocupadísimas. Te he buscado por todas partes…
—Tal como lo dices, me recuerdas a Marina rastreando las tabernas para dar con mi hermano…
—En las tabernas es donde he mirado… —asintió ella con una sonrisa. Helena podía apreciar que no estaba bebido.
Tomé asiento a la mesa de la cocina de mamá. Mis mujeres me observaron como si fuera algo que tenían que atrapar en una jarra y expulsar por la puerta de atrás.
—Tenía un trabajo pendiente, recordad. Cierta persona me encargó una investigación sobre Didio Festo.
—¿Y qué has descubierto? —preguntó mi madre—. ¡Nada bueno, supongo!
Parecía otra vez la de siempre.
—¿Quieres saberlo?
—No —respondió, después de pensárselo—. Dejémoslo estar, ¿de acuerdo?
Exhalé un leve suspiro. Así son los clientes. Acuden a uno suplicando que les salves la piel y luego, cuando uno ha entregado semanas de duro esfuerzo a cambio de una mísera minuta, se presenta con la solución y lo miran como si estuviera loco de molestarlos por semejante minucia. Que el caso quedara en familia no cambiaba las cosas aunque, al menos, así conocía desde el principio con quién estaba tratando y ya estaba preparado para lo peor.
Un cuenco de comida apareció ante mí. Mamá me revolvió el cabello. Sabía cuánto me irritaba aquello, pero aun así lo hizo.
—¿Está todo resuelto? —Era una pregunta puramente retórica, destinada a tranquilizarme fingiendo cierto interés.
—¡Todo, excepto lo del cuchillo! —exclamé, decidido a mencionarlo.
—Toma la cena —respondió mi madre.
Helena intervino, murmurando una disculpa:
—Me temo que Marco tiene una fijación con eso de seguir el rastro de tu viejo cuchillo de cocina…
—¿Ah, sí? —dijo mamá—. No veo qué problema hay.
—Creo que se lo llevó mi padre.
—¡Por supuesto que fue él! —Lo dijo con absoluta calma. Yo estuve a punto de atragantarme.
—¡Podrías haberlo dicho desde el principio! —exclamé.
—¡Oh! Creía que lo había comentado… ¿A qué vienen tantos aspavientos?
Comprendí que no conseguiría nada intentando que lo reconociera. Ahora, todo era culpa mía. Sin duda estaba agotado, porque solté sin pensármelo la pregunta que todo el mundo había tenido la delicadeza de no plantearle:
—Si papá se llevó el cuchillo cuando se marchó de casa, ¿cómo es que apareció en la bayuca?
Mi madre simuló sentirse ofendida de haber criado un hijo tan estúpido.
—¡Está clarísimo! —respondió—. Era un buen cuchillo; nadie lo tiraría. Pero esa mujer de tu padre no quería entre sus utensilios de cocina nada que hubiese pertenecido a otra. A la primera oportunidad que tuvo, encontró un hogar decente para el cuchillo en otra parte. Yo habría hecho lo mismo —añadió, sin ánimo vengativo.
Helena puso cara de estar conteniendo la risa. Tras un silencio, se arriesgó a hacer otra pregunta aún más osada:
—Junila Tácita, ¿qué sucedió entre tú y Gémino para que os separaseis, hace ya tantos años?
—Favonio —replicó mi madre con cierto enojo—. ¡Se llamaba Favonio! —Mamá siempre había dicho que cambiar de nombre y pretender convertirse en otro era ridículo. Mi padre, aseguraba ella, nunca cambiaría.
—¿Qué razones tuvo para marcharse?
Helena tenía razón. Mi madre era una mujer dura. En realidad, no había ninguna razón para andar de puntillas en aquellos temas delicados que en su momento ella debió de afrontar con toda crudeza. Y, efectivamente, mamá respondió a Helena con bastante franqueza:
—Ninguna en especial. Demasiada gente amontonada en un espacio demasiado pequeño. Demasiadas peleas y demasiadas bocas que alimentar. Además, a veces la gente deja de interesarse entre sí.
—¡Nunca te había oído decirle esto a nadie! —intervine.
—Nunca me lo has preguntado.
Nunca me había atrevido. Tomé el resto de la cena con la cabeza gacha. Para soportar a la familia, un hombre necesita reponer fuerzas.
Helena Justina continuó aprovechando la oportunidad de explorar. Debería haber sido informante; no tenía inhibiciones a la hora de formular preguntas indiscretas.
—¿Y qué te llevó a casarte con él? Supongo que en sus años mozos sería muy guapo…
—¡Él se lo creía! —cloqueó mamá con sorna—. Ya que lo preguntas, parecía un buen pretendiente, con un negocio propio y sin gorristas. Comía bien; me gustaba lo limpio que dejaba el cuenco de la cena. —Una rara bruma nostálgica la envolvió—. Tenía una sonrisa que te volvía loca.
—¿Qué significa eso? —puse cara de extrañeza.
—¡Yo lo sé! —dijo Helena Justina, y se echó a reír. Probablemente, de mí.
—En fin, debió de pillarme en un momento de debilidad —concluyó mamá.
Terminé por contarle lo que me habían dicho los prisioneros acerca de su famoso hijo. Ella escuchó, pero resultó imposible saber qué pensaba o si se alegraba de saberlo.
Después de aquello, debió de tener otro momento de debilidad pues, de pronto, preguntó:
—¿Dices que lo dejaste en la Saepta?
—¿A quién? ¿A Gémino?
—Alguien debería sacarlo de ahí. —Noté la formidable y familiar sensación de ser presionado mientras, una vez más, mi madre tramaba otro trabajo para mí—. No debería quedarse allí a solas, dándole vueltas a la cabeza y bebiendo. ¡Hoy es martes! No habrá nadie en su casa. —En efecto. Mi padre me había contado que su caprichosa pelirroja, Flora, estaría en la bayuca repasando las cuentas, tal como hacía todas las semanas—. En la casa de comidas hay un camarero nuevo y esa mujer querrá supervisarlo.
Apenas podía creer lo que estaba oyendo. Mi madre estaba al corriente de todo lo relacionado con la familia. No había modo de escapar, ni siquiera si uno se marchaba durante veinte años.
—No voy a ser responsable de… —murmuré débilmente.
A continuación, no es necesario que lo diga, salí en dirección a la Saepta Julia.