LXIX

No puedo decir que me sentía feliz pero, al menos, me notaba suficientemente recuperado como para concederme un capricho de poca importancia. Desde el Foro, tomé la Vía Flaminia hasta la casa de los coleccionistas. Allí, me sumé a la multitud que se congregaba en su galería para admirar el fidias.

Los elegantes invitados rodeaban la estatua con ese aire de temor estreñido que suele mostrar la gente cuando tiene que contemplar una gran obra de arte sin el debido catálogo. Las mujeres lucían sandalias de oro que les torturaban los pies. Los hombres ponían cara de preguntarse cuándo podrían marcharse de allí sin faltar a la cortesía. Unas bandejas de plata con minúsculos pedazos de pastel de almendras circulaban como premio a quienes habían acudido a rendir homenaje. Como suele suceder en estas ocasiones, antes había habido vino, pero cuando yo llegué el camarero que lo ofrecía ya había desaparecido.

Poseidón tenía un aspecto magnífico. Entre los demás dioses de mármol, el nuestro no desmerecía en absoluto. Experimenté cierto orgullo. Y me sentí aún mejor cuando apareció Caro, con su rostro tristón casi feliz por una vez, llevando del brazo a Servia.

—Una obra impresionante. —Me llevé a la boca un pedazo de almendra—. ¿Cuál es su procedencia?

La pareja se extendió ligeramente en la historia del ilustre senador y de su hermano, que importaba artículos de Oriente. Los escuché con expresión pensativa.

—¿Un hermano de Camilo? ¿No será el que tiene esa sombra sobre su nombre, verdad? He oído algunas historias poco claras acerca de él… ¿No era un comerciante que trataba con artículos dudosos y que murió en circunstancias misteriosas? —Contemplé de nuevo la estatua—. ¡En fin, estoy seguro de que sabéis lo que hacéis! —apostillé.

Tras esto, me retiré. A mi espalda había dejado una insidiosa larva de desconfianza que ya empezaba a roer morbosamente.