LXVII

Estábamos en abril y, hasta donde yo sabía, no era un día infausto en el calendario romano oficial, aunque así quedaría marcado para siempre en el mío. En el antiguo cómputo republicano, el Año Nuevo empieza con los idus de marzo, de modo que éste era el primer mes del año. El Senado entraba en receso para reservar fuerzas. Uno tenía que hallarse en buena forma para sobrevivir al mes de abril, cuyos días estaban saturados de celebraciones: las Megalesias y los Juegos Florales, los juegos y el festival de Ceres, las Vinales, las Robigales y las Parilias, que conmemoraban el aniversario de la propia Roma.

No estaba seguro de poder soportar tanta alegría pública. En realidad, en aquel momento aborrecía la perspectiva de aquellas festividades.

Deambulé por el Foro. A petición de mi padre, lo había acompañado a la Saepta y lo había dejado en su despacho, aturdido pero sobrio, al menos por el momento. Gémino deseaba estar solo. Yo tampoco tenía ánimos para ver a nadie. Toda mi familia, Helena incluida, estaría reuniéndose en casa de mamá. Ser recibido con guirnaldas cuando, en realidad, yo no les llevaba otra cosa que mi propia estupidez, me resultaría insoportable.

Debería haber supervisado al escultor. Orontes me había dicho que prefería trabajar sin interrupciones. Y yo me había dejado engañar con aquella simple mentira.

La creación es un proceso delicado. El engaño es una bella arte.

Los Hados tienen modos sutiles de apearnos de nuestra arrogancia. Recorrí las calles de Roma sin detenerme hasta que fui capaz de aceptar lo que había hecho, las oportunidades que había dejado pasar. Necesitaba ocuparme en algo o perdería la razón.

Aún quedaban cuestiones por resolver. Pese a todo lo sucedido, no había olvidado el encargo de mi madre. Habíamos resuelto un asesinato y casi habíamos conseguido asestar un golpe vindicativo en nombre de toda la familia, pero aún quedaba pendiente un asunto: la reputación de mi hermano mayor.

Era posible que Festo sólo hubiera cometido un error de cálculo. Caro lo había estafado con la ayuda de Orontes. Mal podía yo culpar a mi hermano de lo sucedido, ahora que Orontes me había hecho lo mismo a mí. Una de sus transacciones comerciales, la única de la que yo tenía noticia, le había salido mal. Incluso sin estar en posesión de todos los datos, Festo había adoptado medidas para corregir el fiasco. Sólo la muerte se había interpuesto en sus planes. Y sólo el hecho de que no hubiese confiado en nadie —ni siquiera en nuestro padre, ni siquiera en mí— había impedido que esos planes se vieran cumplidos.

¿Era Festo un héroe?

Yo no creía en heroicidades. No creía que mi hermano hubiera realizado un sacrificio glorioso y abnegado por Roma. Para ser sincero, nunca había creído tal cosa. Festo era un romántico pero, si por alguna razón inimaginable había escogido realmente tal camino, seguro que antes se habría ocupado de liquidar sus asuntos pendientes. Mi hermano no habría soportado la idea de dejar un proyecto inacabado. Aquel fidias emparedado en Roma donde tal vez nadie lo encontraría jamás, aquellos bloques de mármol abandonados en la granja de mis soñadores tíos… Todo ello me decía, con absoluta certeza, que Festo esperaba regresar.

¿O tal vez pensó que yo terminaría el asunto? No; yo era su albacea, pero sólo porque el ejército lo había obligado a nombrar uno. Era una pantomima. No había nada que reclamar oficialmente. Festo nunca había hecho planes para que yo continuara aquellas transacciones que eran su orgullo y su alegría. Se proponía llevarlas a cabo él mismo. Tenía la intención de completarlas por su cuenta.

Ahora, mi único legado consistía en decidir qué clase de fama debía permitirle conservar.

¿Cómo podía tomar una decisión así?

Lo único que me quedaba por hacer era echarlo de menos. No había nadie como él. Todo lo malo que había hecho en mi vida había tenido origen en sus incitaciones. Lo mismo podía decir de todo lo bueno y generoso. Tal vez no lo creyese un héroe, pero eso aún dejaba muchas otras cosas en las que creer: en aquel gran corazón, en aquel personaje magnífico, pintoresco y complejo que, incluso transcurridos tres años de su muerte, aún seguía dominándonos a todos.

Pensé en mí. Había dedicado demasiado tiempo a simples especulaciones. Aquella noche iba a descubrir la verdad, si existía en alguna parte.

Había entrado en el Foro desde el Capitolio por la escalinata Gemonia. Anduve desde los Rostros y la Milla de Oro hasta el templo de Cástor a lo largo del muro de la Basílica Julia. Se me ocurrió entrar en las termas del templo, pero descarté la idea. No estaba de humor para las atenciones de los esclavos y la cháchara con los amigos. Pasé ante la casa y el templo de las Vestales y salí a la zona que los republicanos llamaban la Velia.

Todo el barrio en el que me encontraba, desde el Palatino a mi espalda hasta el Esquilino que tenía enfrente, abarcando las colinas Celia y Oppia, había sido destruido por el fuego y luego adquirido por Nerón para la abominación que había denominado su Casa Dorada.

«Casa» no era la palabra adecuada para describirla. Lo que había creado allí era mucho más que un palacio. Sus descollantes estructuras salvaban los desniveles en un festín de arquitectura fabulosa. La decoración interior era increíble, de una riqueza e imaginación que superaba cualquier cosa que hubiesen creado hasta entonces los artistas. En los terrenos circundantes, el emperador había conseguido otra maravilla. Si la arquitectura dejaba boquiabierto, pese a representar tan ostensible megalomanía, más espectacular aún resultaba el paisaje que rodeaba los salones y peristilos: un terreno silvestre dentro de los muros de la ciudad. Allí existían parques y arboledas en los que habían vagado animales domésticos y salvajes, con el famoso Gran Lago dominándolo todo. Aquél había sido el mundo privado del tirano, pero Vespasiano, en un calculado golpe propagandístico, lo había abierto a la plebe convertido en un enorme parque público.

¡Astuto movimiento, Flavios! Ahora teníamos un emperador que consideraba su propia divinidad como una ironía. Hablaba de derribar la Casa Dorada, aunque él y sus hijos vivían allí en aquel momento. El lago, en cambio, ya había sido secado. Era el mejor emplazamiento de la ciudad, justo al final de la Vía Sacra, en el acceso principal al Foro. Allí, Vespasiano se proponía utilizar el hueco dejado por el lago para construir los cimientos y las dependencias subterráneas de un nuevo circo inmenso que llevaría el nombre de la familia.

El proyecto era el orgullo de la ciudad mucho antes de que el emperador pusiese la primera piedra con su paleta de oro. Los curiosos acudían regularmente a deambular por allí. Aquél era el mejor lugar de Roma para pasar una hora, o varias, contemplando tranquilamente cómo otros trabajaban. El emplazamiento del circo Flavio tenía que ser el mayor y mejor agujero abierto en el suelo de la historia.

No hacía mucho que había estado por allí, echándole un vistazo en compañía del centurión Laurencio. Después de la muerte del camarero en la bayuca, Petronio y yo habíamos ido a buscar al militar. En lugar de quedarnos a hablar en casa de su hermana, entre el alboroto de sus hijos pequeños, decidimos pasear por Roma y terminamos junto a la obra. Allí le contamos a Laurencio lo sucedido con Epimando y nuestra teoría de que el asesino de Censorino era el camarero.

Laurencio no se sorprendió al oírlo. Al reconocer al esclavo fugado, ya había imaginado lo que le contábamos. Con todo, la confirmación y el relato del solitario final de Epimando nos había dejado abatidos.

Laurencio era un tipo sensato, pero aun así empezó a filosofar sombríamente:

—¡Fijaos en ésos, por ejemplo! —había exclamado cuando pasamos junto a un grupo de prisioneros orientales que cavaban zanjas sin mostrar mucho ahínco. Los trabajos de construcción tienen momentos de actividad frenética, pero aquél no era uno de ellos—. Nosotros, los legionarios, nos agotamos bajo el sol ardiente con los sesos hirviendo bajo los cascos —se lamentaba Laurencio con amargura—, mientras ésos se dejan capturar tranquilamente y viven con comodidad en Roma… ¿Os parece justo? —inquirió. La queja de costumbre.

Fue en ese momento cuando le pregunté por Festo. Pero Laurencio no había estado presente en las murallas de Betel.

—Me encontraba marchando con un destacamento bajo las órdenes de Cerealis, en tierra de bandidos, más al sur. Despejábamos el terreno en torno a Jerusalén en preparación del asedio, mientras el viejo tomaba las poblaciones de las montañas. —El centurión se refería a Vespasiano—. ¿Hay algún problema, Falco?

—En realidad, no. —Me sentí obligado a mostrar cierta reserva. Criticar al héroe de una campaña significa poner en cuestión el valor de la campaña entera; desvelar que Festo no había sido tan glorioso como todo el mundo creía habría desmerecido también a los supervivientes—. Sólo me preguntaba qué sucedió, exactamente.

—¿No recibiste un informe? —preguntó.

—¿Quién cree en los informes? ¡Recuerda que yo también he estado en el ejército!

—¿Y qué es lo que crees, entonces?

—Con lo que sé ahora —respondí con una sonrisa, descartando la idea—, me pregunto si cuando Festo sufrió ese revés comercial vuestro grupo de inversión no lo arrojaría desde lo alto del bastión defensivo como represalia por la pérdida financiera que os había causado.

—¡Ni hablar! —replicó el centurión concisamente—. Fíate del informe…

No iba a revelarme nada más.

Sin embargo, cuando Laurencio ya había dado media vuelta para marcharse, volvió la cabeza para añadir:

—Créete lo que se cuenta, Falco. —Sus ojos brillantes e inquisitivos me observaron fijamente desde aquel rostro sereno, que infundía confianza—. Ya sabes lo que sucede. Cuando uno investiga a fondo, todos estos asuntos siempre resultan iguales. Probablemente, lo que mató a Festo fue algún estúpido accidente.

El centurión estaba en lo cierto y, por tanto, tenía razón al decir que todos teníamos que olvidar el asunto. Sí, yo entendía su punto de vista, pero no me bastaba. Debía proporcionar a mi madre algo más que la simple fe.

Me quedaba el recurso de viajar a Panonia y buscar a los que habían presenciado la muerte de mi hermano, a los hombres de su centuria que lo habían seguido en el asalto, pero ya sabía lo que me dirían: lo mismo que había dicho el ejército.

Podía emborrachar a los legionarios y entonces me contarían una historia distinta, pero eso sería porque los soldados bebidos aborrecen al ejército y, mientras están ebrios, lo acusan de un montón de falsedades, de mentiras que vuelven a convertirse en verdades tan pronto como recuperan la sobriedad. Sus camaradas de armas tenían un interés establecido en mantener la versión oficial del destino de Festo. Los muertos tenían que ser héroes. No había más que hablar.

Y si el muerto era un oficial, todavía más.

Últimamente, la campaña de Judea había cobrado fama debido a que de ella había salido un emperador, pero esto último había sido un accidente que nadie había previsto en los meses en que se produjo la muerte de Festo. Mi hermano perdió la vida en marzo o abril; Vespasiano no fue reconocido emperador en ninguna parte hasta el mes de julio, y le llevó bastante tiempo más completar el proceso de conseguir el trono. Hasta entonces, la rebelión de Judea no había tenido la menor relevancia. Sólo era otro embrollo político en un lugar terrible donde se suponía que llevábamos los dones de la civilización a sus rústicos habitantes con el fin de mantener un precario control de algún campo comercial lucrativo. Por lo menos, a diferencia de la mayoría de sus colegas, Festo tenía ciertos conocimientos directos sobre tintes, cristales y maderas de cedro y comprendía la necesidad de proteger nuestros vínculos con las rutas de la seda y de las especias. Pero, incluso con tales conocimientos, allí nadie estaba dispuesto a luchar (¿para qué morir por un desierto tórrido sin más habitantes que unas cabras y cuatro fanáticos religiosos pendencieros?) a menos que pudiera creer, como mínimo, en la promesa de que su cadáver alcanzaría cierta gloria. Ser el primero en saltar el terraplén defensivo de una de tantas poblaciones de montaña tenía que ser tomado en cuenta.

Y también tenía que ser importante para la madre que había dejado en Roma.

Así pues, dado que ella me lo había pedido, hice cuanto pude. Aquella incógnita llevaba tres años acosándonos a todos. Había llegado el momento de despejarla.

El circo Flavio iba a ser construido por una mano de obra proporcionada por las conquistas de Vespasiano y de Tito: esclavos capturados en Judea.

Había acudido allí para hablar con ellos.