Unas semanas más tarde, el mundo de las bellas artes bullía con la noticia de una inminente venta privada.
En la galería de Cocceyo se exhibía un mármol interesante.
—No puedo ofrecer ninguna garantía acerca de su autor o de su antigüedad —repetía Cocceyo, que era un ejemplo de tratante honrado.
Los comentarios sobre los admirables rasgos de la estatua no tardaron en llegar a oídos de los coleccionistas y fueron muchos los que acudieron a contemplarla. Era un Poseidón desnudo, con un brazo en ademán de arrojar un tridente y con una tupida barba rizada. Una escultura muy griega… y absolutamente espléndida.
—Tiene una historia misteriosa —informó Cocceyo con su habitual sosiego a quienes se interesaban por ella—. El ilustre senador Camilo Vero encontró esta pieza de excelente factura en el desván de la casa de su difunto hermano, al hacer repaso de lo que éste guardaba…
¡La historia de siempre!
Por toda Roma, la gente corrió a su casa para inspeccionar lo que tenía en el desván.
Nadie más encontró una pieza comparable.
Dos personas, un hombre y una mujer profusamente envueltos en capas y velos, acudieron a observar la estatua de incógnito. Cocceyo los recibió con un gesto de reconocimiento.
—¿Cuál es su procedencia, Cocceyo?
—Me temo que lo ignoro. No me atrevo a hacer suposiciones aunque, como podéis ver, no cabe duda de que la piedra es mármol de Paros.
Esto último era evidente. La escultura no era ninguna copia romana en piedra caliza. Incluso el mármol fino de Carrara presentaría vetas más grises…
—¿Y por que razón desea desprenderse de ella su propietario?
—Su explicación me parece convincente. Tengo entendido que el senador está intentando reunir fondos para llevar a su segundo hijo al Senado. Me atrevería a decir que podéis pedir confirmación de esto a sus vecinos. Cuando nadie lo esperaba, ese joven brillante se ha creado un nombre y, como sea que su padre goza de la confianza de Vespasiano, tiene despejado el camino hacia el escaño. El único problema es cómo financiar su candidatura. Por eso, Camilo Vero admite ofertas por este dios marino de hermosa planta, aunque será asunto vuestro decidir cuál es su origen…
—¿De dónde procede?
—No tengo la más remota idea. El noble hermano del senador se dedicaba a la importación de productos, pero ha muerto y, por lo tanto, no podemos preguntárselo.
—¿Dónde desarrollaba sus actividades el difunto?
—Por todas partes, tengo entendido: el norte de África, Europa, Grecia, el Oriente…
—¿Grecia, dices?
—La estatua parece tener algunos daños poco importantes en un hombro… —Cocceyo era absolutamente sincero. Un modelo de neutralidad.
—Es excelente, pero no ofreces garantías de su origen…
—No garantizo nada, en efecto. —Cocceyo era honrado a carta cabal. Una agradable novedad, para variar.
Hay muchas maneras de garantizar una cosa… y no todas ellas implican mentir abiertamente.
Los coleccionistas embozados abandonaron la galería para reflexionar su decisión.
La siguiente vez que aparecieron, el propietario de la estatua parecía estar considerando la posibilidad de retirar ésta de la venta. Alarmados ante la noticia, el hombre y la mujer ocultos bajo las capas escucharon la conversación al amparo de las sombras. Quizás hubiera otras personas en otras sombras pero, si era así, resultaban invisibles.
La noble hija del senador le estaba exponiendo a Cocceyo las dudas de su padre respecto a desprenderse de la estatua.
—Necesitamos el dinero, desde luego, pero es una obra tan exquisita… Sería espléndido que nos ofreciesen una suma elevada por ella, pero estamos tentados de quedárnosla y disfrutarla en nuestra casa. ¡Dioses benditos! Mi padre no sabe qué decisión tomar… ¿No podríamos pedir a algún experto que le echara un vistazo?
—Desde luego. —Cocceyo jamás forzaba a sus clientes a que vendieran contra su voluntad—. Puedo encargar a algún historiador del arte que os ofrezca una opinión autorizada. ¿Cuánto estarías dispuesta a pagar?
—¿Qué voy a conseguir? —quiso saber la noble Helena Justina.
—Bueno, por unos honorarios reducidos puedo conseguirte un hombre que cerrará los ojos y dirá lo primero que se le ocurra —respondió Cocceyo, que era honesto pero bromista.
—Olvida los honorarios reducidos.
—En tal caso, por una cantidad un poco superior puedo traer a un experto como es debido.
—Eso está mejor.
—¿De qué clase lo prefieres?
Helena puso cara de sorpresa, aunque no parecía tan perpleja como lo habría estado antes de conocerme.
—¿De qué clases tienes?
—Bueno, está Arionte, que te dirá que la estatua es auténtica, y Pavonino, que mantendrá que es una falsificación.
—¡Pero si todavía no la han visto!
—No es preciso. Siempre llegan al mismo veredicto.
Helena Justina, aparentemente, estaba cada vez más tensa. Con su tono de voz más frágil (tan quebradizo como una rebanada de pan tostado cuando uno responde a la puerta y se olvida de ella hasta que huele a quemada), preguntó:
—¿Cuánto… cuánto tendría que pagar por el mejor experto?
Cocceyo se lo dijo. Helena dejó escapar una exclamación:
—¿Y qué conseguiremos por esa suma exorbitante?
El galerista respondió, con manifiesto apuro:
—Conseguiréis a un hombre que viste una túnica algo rara y que observará la estatua largo rato, se tomará una infusión de hierbas con aire meditabundo, os ofrecerá los dos veredictos posibles y declarará que, para ser sincero, no puede determinar con seguridad cuál de los dos es el correcto.
—¡Ah, ya entiendo! —comentó Helena, asintiendo con una sonrisa—. Este es el más listo de todos.
—¿Cómo es eso? —inquirió Cocceyo, aunque lo sabía muy bien.
—Porque, sin poner en juego su propia reputación, hace que cada cual quede convencido de haber oído el consejo que quería escuchar. —La noble Helena tomó una decisión con la rapidez habitual en ella—: ¡Ahorrémonos ese dinero, entonces! Estoy autorizada a hablar en nombre de mi padre. —Evidentemente, la del senador era una familia progresista y librepensadora (y sus mujeres, muy activas y enérgicas)—. Si con ella podemos dotar la carrera política de mi hermano, la venta habrá merecido la pena. Quien se fije en la estatua, sabrá reconocer su calidad. Si alguien ofrece una suma adecuada, mi padre venderá.
Los coleccionistas de las capas se apresuraron a enviar a Arionte, y también a Pavonino, para que inspeccionaran el Poseidón; asimismo, consultaron con el hombre de la túnica extraña —quien tenía, además, una dicción muy peculiar—, y éste les dijo que debían tomar una decisión.
La pareja resolvió que su necesidad de tener el Poseidón era desesperada.
La cuestión del dinero fue planteada discretamente. Al parecer, para instalar al joven Justino en el Senado, el ilustre Camilo necesitaría una cantidad muy considerable.
—La cifra que se ha mencionado —declaró Cocceyo en el tono reservado del médico que anuncia una enfermedad fatal— es la de seiscientos mil.
Naturalmente, los coleccionistas ofrecieron cuatrocientos mil, a lo que el propietario replicó que aquello era un ultraje; no podía llegar a un acuerdo por menos de quinientos mil. Se cerró el trato. A cambio de la estatua de origen desconocido, se entregó medio millón en áureos de oro (más la comisión de Cocceyo).
Más tarde, un selecto grupo de gente era invitado a una recepción en la residencia privada de Casio Caro y Ummidia Servia, que habían adquirido un Poseidón de Fidias.
Estábamos en paz. Nos habíamos sacado de encima a la pareja y habíamos recuperado nuestro dinero. Y los habíamos engañado: les habíamos vendido nuestra falsificación.
El Zeus aún estaba en nuestro poder, de modo que éramos ricos.
Mi padre y yo compramos un ánfora del mejor vino envejecido de Falernia. Después, compramos dos más.
A continuación, antes de probar una gota pero conscientes de que estábamos a punto de pillar una borrachera suprema, acudimos juntos a la bayuca para echar una amorosa mirada a nuestro Zeus.
Entramos por el callejón trasero. Orontes había dejado la puerta del establo debidamente cerrada al marcharse. La abrimos entre exclamaciones de contento. Pasamos adentro, cerramos de un portazo y encendimos sendas lámparas. Luego, poco a poco, nuestras celebraciones se acallaron.
En el espacio despejado donde había colocado el bloque de mármol para que Orontes trabajara seguía habiendo… ¡un bloque de mármol! Sólo faltaba un pedazo, un rectángulo cortado limpiamente en la parte superior. Donde habían quitado el fragmento, la piedra de Paros brillaba en su prístina blancura. La mayor parte del bloque que, presuntamente, había sido transformado en el Poseidón, permanecía intacta.
Subimos al piso de arriba. Mientras lo hacíamos, los dos sabíamos ya qué había sucedido, pero teníamos que ver la prueba.
En la cámara donde habíamos dejado nuestro Zeus de Fidias a disposición de Orontes, lo único que quedaba era un brazo cortado blandiendo un rayo.
—Estoy soñando…
—¡Ese hijo de perra perezoso, disoluto y estafador! ¡Si le pongo la mano encima…!
—¡Oh!, ya estará muy lejos…
En lugar de molestarse en tallar una nueva estatua entera, Orontes Mediolano se había limitado a modificar la ya existente, dotándola de un brazo derecho nuevo. Ahora, el Zeus empuñaba un tridente, en lugar del rayo.
En vez de una falsificación, habíamos vendido a Caro y a Servia nuestro Fidias auténtico.