LXV

La primera parte de nuestra intriga contra Caro y Servia fue la más dolorosa: mi padre reunió medio millón de sestercios subastando sus bienes. Un amigo suyo se encargó de la puja principal mientras Gornia, desde el despacho, supervisaba el resto de la venta. Entretanto, Gémino se marchó un par de días a Tívoli, probablemente en compañía de la pelirroja. Por mi parte, viajé a la Campania a buscar uno de nuestros bloques de piedra de Paros.

Con la excusa de la muerte de Epimando, cerramos la bayuca. Hicimos sitio en la cocina, instalamos allí el bloque de mármol, fuimos a Celio en busca de Orontes, lo trajimos y lo pusimos a trabajar.

—¿Serás capaz de hacerlo?

—Si así puedo librarme de vosotros, torpes pordioseros… Está bien, lo haré. ¡Pero dejadme trabajar en paz!

Usando el Zeus como modelo, junto con sus recuerdos de la estatua hermana, el Poseidón, Orontes iba a redimir su traición a Festo haciendo un nuevo fidias para nosotros.

Mientras esto se producía, creamos una falsa sensación de seguridad en la pareja de coleccionistas pagándoles nuestra supuesta deuda.

Era poco antes del amanecer.

Ascendimos por la Vía Flaminia en un carro abierto durante la última hora en que se permitía el tránsito de vehículos con ruedas por las calles de Roma. A la altura del Campo de Marte, la niebla envolvía con su gélida humedad todos los silenciosos edificios públicos. Pasamos ante las piedras grises del Panteón y de la Saepta, en dirección a los elegantes jardines y mansiones de la parte norte de la ciudad.

Todas las calles estaban desiertas. Los noctámbulos ya se habían retirado, los ladrones estaban ocupados en guardar su botín bajo los tablones del suelo, las prostitutas descansaban y los bomberos roncaban. Los porteros dormían tan profundamente que un visitante habría podido llamar durante media hora sin conseguir que le abrieran.

Estábamos preparados para tal eventualidad.

Cuando llegamos al pacífico pasaje donde Casio Caro habitaba con su dama, dimos marcha atrás al carro hasta apoyarlo contra el portal delantero. Como si obedeciera una orden, uno de nuestros bueyes soltó un mugido. Mi padre se sentó en el carro muy erguido, borroso a la luz de las antorchas humeantes, y empezó a tañer con gesto solemne una enorme campana de cobre. Una gran nube de estorninos, semejante a una cortina oscura, se elevó de los tejados y comenzó a volar en círculos. Yo, con dos ayudantes, avanzamos por la calle golpeando sólidos batintines.

Estábamos en una zona refinada de clase media cuyos vecinos preferían meter la cabeza bajo la almohada y no hacer caso del alboroto que llegara del exterior, por excesivo que fuese. Pero los despertamos. Continuamos el ruido hasta que todo el mundo se dio por enterado. Las ventanas se abrieron y los perros guardianes ladraron furiosamente. Por todas partes asomaron cabezas desgreñadas mientras nosotros seguíamos nuestra zarabanda con gestos pausados y estudiados, como si se tratara de algún espantoso rito religioso.

Finalmente, Caro y Servia aparecieron, agitados, en la entrada de la casa.

—¡Por fin! —exclamó mi padre. Los ayudantes y yo volvimos a su lado con la misma ceremonia—. ¡Los buitres aparecen para saldar las cuentas! —informó Gémino a la concurrencia—. ¡Escuchadme bien!: Aulo Casio Caro y Ummidia Servia sostienen que mi hijo, Didio Festo, héroe nacional en posesión de la Corona Mural por haber dado su vida por Roma, les debía medio millón de sestercios. ¡Que nunca se diga que la familia Didia incumple sus obligaciones!

Estuvo brillante. Después de años de observar a pujadores perplejos en el corro de la subasta, tenía la habilidad de expresarse como quien cree que probablemente ha sido estafado, aunque no acaba de entender cómo.

—¡Aquí está el dinero, pues! —añadió—. ¡Que sean testigos de ello todos los presentes!

Avanzó hasta el borde de la plataforma del carro. Me encaramé a su lado.

—¡Ahí tienes tu dinero, Caro! ¡Está contado!

Entre los dos, acercamos uno de los arcones con el dinero hasta el borde del carro, lo levantamos por un extremo, abrimos la tapa y dejamos que el contenido se derramase en la calzada. El primer lote de nuestro medio millón rodó a los pies de los coleccionistas, que se dejaron caer sobre el dinero con un grito acongojado intentando en vano recoger las monedas que rodaban y rebotaban sobre el empedrado y por las cunetas. Apartamos a un lado el arcón vacío y acercamos otro. Con la colaboración de nuestros ayudantes, repetimos el proceso cofre tras cofre hasta que un montón de centelleantes monedas que nos llegaba a la altura del pecho llenó la entrada principal de la casa de Caro, como una gran pila de arena invernal colocada junto a una carretera empinada.

Habíamos reunido el total de la deuda en moneda fraccionaria. Caja tras caja de piezas de cobre diversas, antiguas piezas de bronce y monedas de plata se derramaron por la calle como las escamas de mica que brillan en la arena del circo Máximo. Vaciamos hasta el último sestercio en la calzada. No teníamos necesidad de recibo: toda la calle era testigo de nuestra entrega. De hecho, cuando pusimos el carro en movimiento y empezamos a alejarnos, muchos de los vecinos de los coleccionistas, sumamente serviciales, se apresuraron a salir de sus casas, todavía en zapatillas y ropa de dormir, impacientes por colaborar en la recogida de monedas a lo largo y ancho de la calle.

—¡Que lo disfrutes, Caro! —fue la frase de despedida de mi padre—. ¡Con ese puñado de monedas no tendrás problemas para usar unas cuantas veces las letrinas públicas!