Sus ojos devoraron la obra de Fidias.
—¿Qué haces aquí? —pregunté sin alzar el tono. Gémino emitió un débil gemido de éxtasis y continuó embelesado contemplando el Zeus, sin prestar la menor atención a mis palabras—. ¿Sabías que la estatua estaba aquí, padre?
Gémino parpadeó durante un instante, sin responder todavía. Sin embargo, no podía saberlo desde mucho antes que yo, o no la habría dejado allí. No; Gémino debía de empezar a adivinarlo mientras subía la escalera. Intenté no imaginar que había acudido a la taberna a toda prisa con la intención de derribar el tabique él mismo.
Dio una vuelta alrededor del Zeus, admirándolo desde todos los ángulos. Me entretuve preguntándome si, de haber sido él quien encontrara la estatua, me lo habría contado. La expresión de mi padre era inescrutable. Me di cuenta de que era idéntica a la habitual en Festo, y ello significaba que no podía confiar en él.
—Deberíamos haberlo imaginado, Marco.
—Sí. Festo siempre rondaba por aquí.
—Más aún, ¡usaba el local como si fuese su casa! —asintió mi padre en tono seco—. ¡Cómo no caímos en la cuenta! Tu querido hermano debe de tener escondrijos repletos de tesoros en todos los sitios que visitó. Podríamos buscarlos —añadió.
—¡Seguro que nos cansaríamos de buscar! —respondí. La euforia se apaga muy deprisa y ya empezaba a sentirme cansado.
—Debía de tener una lista —dijo Gémino, colgando su candil del rayo de la estatua y regresando luego a nuestro lado.
—¡Qué tontería! —exclamé con una carcajada—. ¡Si fuera yo, los detalles sólo estarían anotados en mi cabeza!
—¡Oh, yo haría lo mismo! —asintió mi padre—. Pero Festo era diferente.
Vi que Helena sonreía, como si le divirtiese la idea de que mi padre y yo nos pareciéramos. Con un fidias de medio millón de sestercios delante de nosotros, me permití devolverle la sonrisa.
Nos quedamos allí todo el rato posible, admirando el Zeus. Después, cuando resultó ridículo permanecer por más tiempo en aquel lugar oscuro y vacío, regresamos al lujo relativo de la habitación amueblada. Gémino inspeccionó los escombros de mi trabajo de demolición.
—¡Buen estropicio has organizado aquí, Marco!
—He sido lo más cuidadoso que he podido, considerando las prisas y que no tenía las herramientas adecuadas… —Mientras ellos seguían boquiabiertos delante de la estatua, yo había estado pensando—. Escuchad, es imprescindible que actuemos deprisa y disimulemos los escombros como podamos. Será mejor llevarse la estatua antes de que alguien la vea. Es terrible, pero tenemos que trasladarla. Nosotros estamos seguros de que pertenecía a Festo, pero no sería tan sencillo explicárselo a la propietaria del local.
—Tranquilo —me interrumpió mi padre, condescendiente—. Nadie va a venir por aquí esta noche.
—Ahí es donde te equivocas. ¿Quieres escucharme? Me he quedado aquí de guardia mientras Petronio informa de la muerte del camarero a la propietaria. En cualquier momento se va a presentar aquí la misteriosa Flora y seguro que no le gustará descubrir ese boquete en el tabique…
Algo me impulsó a detenerme. Nadie iba a presentarse allí. Mi padre lo había dicho en tono categórico. Aún sin reflexionarlo, comprendí por qué.
—Gracias por cuidar las cosas —gorjeó mi padre con ironía. Yo aún trataba de no prestar atención a las insinuaciones, aunque ya me sentía estupefacto. El adoptó de nuevo su aire evasivo—. Flora no vendrá. Vigilar un local es trabajo de hombres; yo me he ofrecido a hacerlo.
Entonces, solté una exclamación al comprender lo que debería haber deducido semanas antes. Ya sabía por qué mi hermano siempre utilizaba aquel establecimiento como si fuera el dueño; por qué había encontrado trabajo allí para un fugitivo, y por qué había usado las habitaciones a su antojo.
Todo quedaba en familia.
Petronio tenía razón: Flora existía. Y también la tenía al pensar que yo habría preferido no descubrirlo. La bayuca de Flora era el negocio que mi padre le había montado a la mujer que ahora vivía con él, para que dejara de entrometerse en el suyo. Flora era la compañera de Gémino.