—No te quedes ahí quieto, soltando agudezas —dije en un jadeo—. ¡Échame una mano!
Gémino cruzó el estudio con parsimonia, sonriendo como lo habría hecho Festo.
—¿Que es esto, Marco, una nueva forma de excitación? ¿Joder sobre la tapa de un ataúd? —Y luego añadió con una sonrisa burlona—: ¡Esto no le va a gustar nada a la noble y poderosa Helena Justina!
—Helena no lo va a saber —le respondí en tono severo; a continuación, mandé a la modelo desnuda a sus brazos con un empujón. Él la cogió y la retuvo con más placer del necesario—. ¡Ahora, tú eres quien tiene el problema, y yo soy quien mira!
—¡Pues tápate los ojos, muchacho! —exclamó mi padre con júbilo—. Eres demasiado joven…
Parecía arreglárselas bastante bien, pero supuse que estaba acostumbrado a apreciar obras de arte de muy cerca. Mientras cogía a Rubinia por las muñecas sin prestar atención a sus furibundos intentos por golpearlo en la entrepierna, pasó revista a los atractivos de la muchacha con una mirada tan lasciva como admirativa.
Me sentí presa de cierta irritación.
—¿Cómo has llegado hasta aquí, por todos los demonios?
—Helena se inquietó al advertir que te escabullías con esa fea sonrisa presuntuosa en los labios —me explicó, subrayando el nombre con una nueva sonrisa burlona—. ¡Ahora entiendo por qué! —continuó—. ¿Sabe ella cómo te comportas cuando sales a divertirte por tu cuenta?
—¿Cómo has dado conmigo? —insistí, ceñudo.
—No ha sido difícil. He estado quince pasos detrás de ti todo el camino. —Eso me enseñaría a felicitarme por mi habilidad para seguir a alguien; mientras yo andaba tras Rubinia muy pagado de mí mismo por hacerlo con tanta discreción, alguien me había estado siguiendo. Tenía suerte de que no hubiera venido a ver el espectáculo toda Capua. Mi padre continuó—: Cuando te sentaste junto al pozo de ahí fuera, aproveché para buscar una taberna en la carretera…
Aquello me puso furioso.
—¿Te marchaste a beber? ¿Y me estás diciendo que incluso después del incidente del mozo de cuadra has dejado a Helena Justina sola en la pensión?
—Bueno, éste no es lugar para traerla… —apuntó mi padre con una afectación que me colmó de irritación—. Helena es una chica muy abierta, pero créeme, hijo, ¡esto no le gustaría!
Sus ojos recorrieron desvergonzadamente las figuras de nuestros dos desnudos acompañantes, deteniéndose en el encerrado Orontes con una mirada más severa.
—¡Me alegro de que hayas puesto a ese tipejo en el sitio que se merece! Y ahora, Marco, tranquilízate. Con tres platos de judías en el estómago, Helena será un duro adversario para cualquiera.
—¡Continuemos con esto! —dije con voz seca.
—Está bien. Libera al difunto de ese sarcófago y le contaremos a esta encantadora pareja la razón de nuestra visita.
Me volví en redondo, sin dejar de apoyarme con todo mi peso en la tapa del ataúd. A dos dedos de la nariz, las figuras talladas en ella resultaban deprimentes: una serie de héroes mal proporcionados, colocados oblicuamente como si desfilaran por la cubierta de un barco.
—No sé si soltarlo —musité, al tiempo que dirigía una mueca de desagrado hacia Orontes—. Desde dónde está puede oírnos perfectamente. Creo que, antes de que le deje salir de ahí, tendrá que decirnos lo que queremos saber…
Mi padre se sumó a la idea con vehemencia.
—¡Estupendo! Si se niega a hablar, podemos dejarlo ahí permanentemente.
—¡Ahí dentro no duraría mucho! —comenté.
Gémino, cuyo extravagante sentido del humor estaba reafirmándose rápidamente, arrastró a Rubinia hasta la estatua de un sátiro especialmente lascivo y utilizó el cinturón para atarla a los velludos cuartos traseros de la figura en una postura insinuante.
—¡Ah, Marco, la chica se ha puesto a llorar!
—Le gustan los esfuerzos. No hagas caso de ella. Una mujer que estaba dispuesta a darme una patada en las partes no me merece ninguna simpatía.
Mi padre le dijo que él estaba de su lado, pero que debía quedarse allí. Rubinia replicó con una nueva demostración de su gráfico vocabulario. Después, Gémino me ayudó a calzar la tapa del sarcófago con un voluminoso pedrusco a modo de cuña, de modo que resultaba imposible moverla desde dentro; por el resquicio, Orontes inspeccionaba la situación. Yo estaba apoyado en una escalera colocada contra la pared de enfrente; mi padre, por su parte, se encaramó a una gran diosa entronizada y se acomodó tranquilamente en su regazo.
Miré a Orontes, quien nos había causado tantas molestias. Y quien tantas más nos tenía que causar todavía, aunque entonces yo aún no lo sabía.
Con su calva y su abundante barba, rizada y tupida, se advertía que una vez había resultado atractivo y poseía aún la autoridad teatral de un antiguo filósofo griego. Si lo envolvía en una sábana y lo sentaba en un pórtico, la gente acudiría a oírlo estrujarse el cerebro. Hasta aquel momento, el escultor no había tenido nada que decirnos. Era preciso poner remedio a semejante situación.
—¡Ya basta! —exclamé, intentando dar a mi voz un tono amenazador—. No he cenado, estoy preocupado por mi novia y, aunque tu impúdica modelo es una visión muy agradable, no estoy de humor para que esto dure toda la noche.
El escultor por fin abrió la boca:
—¡Ve y báñate en los campos Flégreos! —Su voz era grave, sombría, áspera a causa de la bebida y los excesos.
—¡Un poco de respeto, aliento a comino! —le espetó mi padre. A mí me gustaba actuar con dignidad; a él le encantaba mostrarse severo.
Seguí hablando pacientemente:
—De modo que tú eres Orontes Mediolano… ¡Y eres una rata mentirosa!
—No te diré nada.
Orontes se revolvió en el interior de su prisión de piedra, consiguió sacar una rodilla por la abertura e intentó mover la tapa. Trabajar con el buril le había dado musculatura, pero no suficiente.
Me acerqué y, de improviso, di un puntapié al sarcófago.
—Ya te cansarás, Orontes. Sé razonable: puedo dejarte encerrado a oscuras en este sólido sarcófago y venir una vez al día a preguntar si has cambiado de idea… o, si decido que no mereces la molestia, puedo encerrarte ahí dentro y no molestarme en volver. —El tipo cesó en sus esfuerzos—. Todavía no nos hemos presentado —proseguí, reanudando educadamente las presentaciones como si estuviéramos tumbados sobre camillas de mármol en algún elegante establecimiento de baños—. Me llamo Didio Falco y éste es mi padre, Marco Didio Favonio, también conocido por Gémino. Seguro que lo reconoces. Otro pariente nuestro se llamaba Didio Festo; a él también lo conociste.
Rubinia soltó un chillido muy agudo. Podía ser de terror o de irritación.
—¿A qué viene eso? —rugió mi padre, contemplándola con lujuriosa curiosidad—. ¿Eh, Marco, crees que debería llevármela ahí detrás y hacerle unas preguntas en privado? —La insinuación era clarísima.
—Aguarda un poco —lo contuve. Esperaba que no hablase en serio, aunque no estaba seguro del todo. Mamá siempre lo había tildado de mujeriego. Lo único cierto era que parecía dispuesto a lanzarse a cualquier forma de diversión que se le presentara.
—Quieres decir que la deje pensar, ¿no?
Vi que mi padre dirigía una sonrisa malévola a Orontes. Tal vez el escultor recordaba a Festo; en cualquier caso, no parecía dispuesto a ver marcharse a su despampanante cómplice con otro de aquellos desenfrenados Didio.
—Reflexiona —le aconsejé en un murmullo—. ¡Rubinia parece una muchacha bastante influenciable!
—¡A mí no me metas en esto! —gritó la muchacha.
Me separé de la escalera y me dirigí sin prisas hasta donde estaba atada Rubinia. Sus hermosos ojos, rebosantes de malevolencia, me fulminaron.
—¡Pero ya estás metida, encanto! Dime, ¿te dejaste seducir por Didio Festo la noche que te vi en el circo? —Recordara o no la ocasión, se sonrojó ligeramente ante la mención del nombre y ante mi insinuación. Si no más, estaba dando pie a una riña doméstica entre Rubinia y Orontes una vez que nos hubiéramos marchado y pudieran recapitular sobre nuestra visita. Volví de nuevo junto al escultor—. Festo andaba loco por encontrarte. Aquí, tu amiguita, lo llevó hasta tus amigos Manlio y Varga y ellos lo timaron… ¿Llegó a encontrarte esa noche?
Dentro del sarcófago, Orontes negó con la cabeza.
—Una lástima —apuntó mi padre con voz seca—. ¡Festo sabía cómo tratar a los traidores!
Orontes demostró ser tan cobarde como habían resultado sus dos amigos, los pintores. Toda resistencia estaba desapareciendo de él ante nuestros ojos.
—¡Por todos los dioses! —gimió—. ¿Por qué no me dejáis en paz? ¡Yo nunca pedí meterme en esto y lo que sucedió no fue culpa mía!
—¿Qué fue lo que sucedió? —preguntamos a la vez mi padre y yo. Me volví a él con un gesto de enfado. Con Petronio, mi viejo camarada, esas cosas nunca ocurrían; los dos teníamos un procedimiento perfectamente establecido para efectuar un interrogatorio a dúo. (Con lo cual me refiero a que Petro sabía cuándo dejarme llevar la voz cantante).
Pero, según resultó, gritar a Orontes desde dos direcciones distintas obró el efecto deseado. Entre unos gemidos patéticos, nos llegó su voz:
—Dejadme salir de aquí. No soporto los espacios reducidos…
—¡Cierra la tapa un poco más, Marco! —exclamó mi padre. Me dirigí hacia el ataúd con aire decidido.
El escultor soltó un alarido. Su novia le gritó:
—¡Oh, cuéntales a estos hijos de perra lo que quieren saber y volvamos a la cama!
—Una mujer con las prioridades adecuadas —comenté en voz baja a dos palmos de su amante enclaustrado—. ¿Estás dispuesto a hablar, pues?
Orontes asintió, compungido. Dejé que saliera. Al instante, hizo un intento por alcanzar la libertad. Mi padre, que esperaba su reacción, se había deslizado al suelo desgarbadamente desde el regazo de la enorme matrona que le servía de sillón. Fue a aterrizar delante de Orontes y administró al escultor un potente golpe a la barbilla que lo dejó sin sentido.
Me apresuré a sostener a Orontes por debajo de las axilas, calientes y peludas.
—¡Oh, papá, genial! ¡Lo has dejado inconsciente! ¡Ahora sí que va a contarnos cosas!
—¿Y bien, qué querías? ¿Que ese desgraciado se nos escapara?
Entre los dos, dejamos a Orontes en el suelo; después, le echamos encima una jarra de agua fría. Cuando recobró la conciencia, nos encontró apoyados en la estatua más próxima. Yo seguía reprendiendo a mi padre:
—¡Siempre tienes que excederte en todo! Ten más juicio. Lo queremos vivo; al menos, hasta que haya hablado…
—Debería haber golpeado más fuerte a la muchacha —murmuró Gémino, como un matón loco que disfrutara torturando a la gente.
—Bueno, por el momento está bien así.
Orontes miró a su alrededor, alarmado, buscando a Rubinia. No había rastro de ella en el estudio.
—¿Qué le habéis hecho? —preguntó.
—Poca cosa… por el momento —respondió mi padre con una sonrisa.
—¡Gémino ha equivocado la vocación! —le comenté al escultor—. No te preocupes; la chica sólo está un poco asustada. Hasta ahora he logrado contener a mi padre, pero no voy a poder seguir haciéndolo mucho tiempo más. Será mejor que hables, Orontes, o te vas a encontrar con un buril clavado donde menos querrías y sólo Júpiter sabe qué le hará este maníaco a ese ejemplo de feminidad decorativa que comparte tu cama.
—¡Quiero ver a Rubinia!
Me encogí de hombros. Haciendo caso omiso de su mirada frenética, examiné detenidamente la estatua en la que estaba apoyado. Tenía el cuerpo de un atleta griego de magnífica planta, pero la cabeza de un compatriota romano sesentón, con el rostro surcado de arrugas y unas orejas muy grandes. «Ovonio Pulquer», según se leía en la peana. Repartida por el estudio había una decena de tales monstruosidades, todas con idéntico cuerpo pero con diferentes cabezas. Eran la última moda; todo el que era alguien en Campania debía de haber encargado una.
—Son horribles —dije con franqueza—. ¡Músculos producidos en serie con rostros que no encajan en absoluto!
—El tipo hace buenas cabezas —discrepó mi padre—. Y por aquí veo algunas reproducciones bien logradas. Este Orontes es un copista condenadamente bueno.
—¿De dónde proceden esos torsos juveniles?
—De Grecia —graznó el escultor, tratando de complacernos. Gémino y yo volvimos la cabeza e intercambiamos una larga mirada de inteligencia.
—¿De Grecia? ¿En serio?
—Orontes viaja a Grecia —me informó mi padre—. Me pregunto si hace años se desplazaría allí a menudo a buscar objetos para que los vendiera nuestro Festo…
Solté un silbido entre dientes.
—¡Un buscador de tesoros! ¡Así que éste es el zoquete que Festo empleaba como agente, el famoso tipo con el que se reunió en Alejandría…! De modo que Grecia, ¿eh? ¡Seguro que preferirías haberte quedado allí, tumbado al sol en la llanura de la Ática!
—¡Necesito un trago! —fue la réplica desesperada del escultor.
—No le hagas caso —masculló mi padre—. Lo conozco de antiguo y es un borrachín. Beberá todo lo que le des hasta perder el conocimiento.
—¿En eso te gastaste el soborno, Orontes?
—¡Nunca he aceptado un soborno!
—¡No mientas! Alguien te ofreció mucho dinero para que le hicieras un favor y ahora vas a decirnos quién fue… ¡y a cambio de qué!
—¡Fue el jodido Casio Caro quien puso el dinero! —exclamó de pronto mi padre, a voz en grito. Yo sabía que era una conjetura, pero también me daba cuenta de que, probablemente, estaba en lo cierto.
—¿Es verdad eso, Orontes? —El aludido asintió débilmente con un gemido. Mientras estaba inconsciente, habíamos encontrado un odre de vino. Papá me hizo un gesto de asentimiento y ofrecí el pellejo al escultor. Cuando Orontes le hubo dado un ávido tiento, puse el vino fuera de su alcance—. Ahora, cuéntanos la historia completa.
—¡No puedo! —volvió a gemir.
—Claro que sí. Es fácil.
—¿Dónde está Rubinia? —insistió. Pero la muchacha lo traía sin cuidado; lo único que pretendía era ganar tiempo.
—Donde no puede ayudarte.
En realidad, la habíamos encerrado en otra parte para que no estuviera presente. Mi padre se acercó un poco más y levantó el odre del vino.
—Puede que Orontes le tenga miedo a esa chica. Tal vez le espera una buena bronca si ella descubre que se ha ido de la lengua. —Dio varios largos tragos y me ofreció el pellejo. Lo rechacé con una mueca de asco—. ¡Eres un chico listo, Marco! Para estar en el corazón de una zona de producción de vinos, éste es puro vinagre. Pero Orontes no bebe por el sabor, sino por el efecto que produce.
El escultor miraba su odre con ansia, pero Gémino no soltó su repulsiva presa.
—Háblanos del fidias —apremié al tipo—. Habla ahora… o mi padre y yo te vamos a hacer mucho más daño que cualquiera que te haya amenazado hasta ahora.
Mis palabras debieron de sonar convincentes porque, ante mi sorpresa, Orontes empezó a confesar.
—Viajo a Grecia siempre que tengo ocasión, en busca de gangas… —Gémino y yo dirigimos otra mirada despectiva a sus estatuas híbridas y soltamos un bufido para expresar la opinión que nos merecía todo aquello—. Festo tenía un acuerdo conmigo. Yo me había enterado de dónde podía estar esa estatua de Fidias y creía que podíamos hacernos con ella. En cierta isla había un templo en bancarrota que deseaba hacer una liquidación de existencias; creo que esa gente no se daba perfecta cuenta de lo que estaban poniendo en el mercado. Aun así, no era barata. Festo y algunos socios suyos consiguieron reunir el dinero y vuestro pariente también consiguió interesar a Caro y Servia como posibles compradores. Cuando su legión abandonó Alejandría para combatir en la rebelión de Judea, Festo se las arregló para viajar a Grecia como escolta de ciertos correos; así fue cómo vino conmigo a ver el fidias. Le gustó lo que vio y lo compró, pero no hubo tiempo para hacer otros planes, así es que la estatua tuvo que viajar con él hasta Tiro. Una vez allí, se encontró inmovilizado en Judea con el ejército, de modo que me encargó la supervisión de su transporte a Italia.
—¿Y tenías que escoltarla personalmente? —preguntó mi padre. Supuse que se trataba del sistema habitual que él y su hijo habían establecido para proteger un objeto de gran valor. Uno de los dos, o un agente que consideraran de verdadera confianza, acompañaría la pieza cada milla del trayecto.
—Eso fue lo que prometí a Festo, que había dispuesto el envío de un lote completo de otros objetos, piezas de valor pero de menor calidad en comparación, en un barco llamado el Hipericón.
Toqué a Orontes con la puntera de la bota y el escultor cerró los ojos.
—Dado que el Hipericón se hundió cuando transportaba el fidias y que ahora estás aquí tumbado, irritándonos, el resto es evidente. ¡Rompiste tu promesa a Festo y te largaste a otra parte!
—Más o menos… —confesó, sin mucha convicción.
—¡No puedo creer lo que oigo! ¿Dejaste que una estatua valorada en medio millón viajase sola? —Gémino rezumaba incredulidad.
—No exactamente…
—Entonces, ¿qué exactamente? —dijo mi padre, en tono amenazador.
Orontes emitió un gemido de impotencia y se enroscó en el suelo, encogiendo las rodillas como si sufriera algún dolor terrible. Hay gente a la que la mala conciencia afecta de esa manera.
—El barco con la estatua se hundió —insistió en un susurro.
—¡Eso ya lo sabemos! —Gémino perdió la calma. Arrojó el pellejo de vino contra una ninfa esquiva y el odre reventó con un horrible chapoteo. El vino tinto corrió por las escasas ropas de la estatua como si fuese sangre—. El Hipericón…
—No, Gémino. —Orontes respiró profundamente y, a continuación, nos reveló lo que habíamos venido a averiguar—: El fidias que Festo compró nunca estuvo en ese barco…