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No vayáis a pensar mal. Jamás sigo a una desconocida con esa intención.

En cualquier caso, la morena encantadora no me resultaba del todo desconocida. La había visto desnuda (aunque ella no lo sabía) y también en el circo, sentada junto a Festo. Podría haber pronunciado su nombre y haber probado a abordarla y darme a conocer: «Disculpa, pero creo que te vi con mi hermano en cierta ocasión» (¡la vieja excusa de costumbre!).

Su nombre, si hubiese querido hacerme el encontradizo, era Rubinia.

Hice lo que debía. La seguí hasta el nido de amor que compartía con el escultor, Orontes. Vivían a cuatro millas de la ciudad y debían de considerarse a salvo de perseguidores, sobre todo durante las horas de oscuridad. La despampanante modelo no se había dado cuenta en absoluto de que unos pies expertos se deslizaban tras ella en silencio.

Les di tiempo a que comieran las costillas, apurasen la bebida y se enredasen en un íntimo abrazo. Entonces, entré sin llamar.

Se llevaron una gran sorpresa.

Y pude apreciar que no les complacía mi presencia.