XLVIII

En cierta ocasión Horacio efectuó un viaje a lo largo de la Vía Apia y lo describió como un fárrago de posaderos deshonestos, baches, fuegos de hogar, pan arenoso e infecciones oculares; de ser embarcado en un transbordador para cruzar los pantanos Pontinos y luego, sin la menor explicación, permanecer inmovilizado a bordo durante horas; de mantenerse en vela la mitad de la noche, animado por la expectativa de una cita con una muchacha que no se molestaba en presentarse…

Y eso que, comparado con nosotros, Horacio hizo su trayecto con gran comodidad. Viajaba en calidad de secretario de actas a una conferencia oficial de triunviros e iba acompañado de intelectuales —Virgilio, nada menos— y ricos mecenas para quitar las matas espinosas de su capa de montar. Se alojaba en casas privadas donde quemaban cazoletas de aceite aromático como bienvenida. Nosotros hacíamos noche en posadas públicas (cuando no las encontrábamos cerradas por ser temporada invernal), y, en lugar de Virgilio, yo viajaba en compañía de mi padre, a cuya conversación le faltaban unos cuantos exámetros de poesía épica.

Con todo, a diferencia de Horacio, yo contaba con un cesto preparado por mi madre en el que no sólo había un buen pan romano, sino también suficiente embutido de Lucania para un mes. Y llevaba conmigo a mi chica, de modo que me quedaba el consuelo de saber que, si no fuera porque el viaje me dejaba completamente agotado, Helena habría estado complacientemente accesible la noche que yo hubiese querido.

Una de las cosas que Horacio no tuvo que hacer en su viaje a Tarento fue visitar a su tía abuela, Febe, y a una hueste de ariscos parientes del campo. (Si lo hizo, no lo incluyó en sus Sátiras. Y si sus parientes se parecían a los míos, no se lo reprocho).

Había tres razones para visitar la casa de campo de la familia. La primera era la propia Febe; mi tía abuela habría oído hablar de Helena y estaba obligado a presentársela si quería volver a probar su sopa de berzas. La segunda era poder dejar a Gémino en la posada cercana, donde se habían alojado el difunto Censorino y, probablemente, su colega, el centurión Laurencio. Mi padre tenía vedado el acceso a la casa de campo, debido a lo que en nuestra familia se entiende por discreción, y le sugerí que buscara acomodo en la posada, que invitase al dueño a una buena jarra de vino y que averiguara qué se llevaba entre manos el soldado (o quizá los dos soldados). La tercera razón para la visita era investigar si mi hermano había guardado algo allí.

Mucho se ensalzan las grandes propiedades agrícolas romanas, trabajadas por miles de esclavos para beneficio de senadores que jamás pisan sus tierras. Menos se oye hablar de las fincas de subsistencia como la que trabajaban los hermanos de mi madre, pero también las hay. Más allá de los límites de Roma y de muchas otras ciudades, los pobres viven de milagro en familias muy numerosas que devoran cualquier beneficio que puedan obtener y deben trabajar tenazmente, año tras año, sin obtener a cambio otra cosa que malhumor. En la Campania, por lo menos, había una tierra fértil y vías rápidas para acceder a un mercado voraz cuando se cosechaba algo.

Así era cómo se habían conocido mis padres. En un viaje a Roma, mamá le vendió a mi padre unas coles en no muy buen estado y, cuando él se presentó a quejarse, ella tuvo la astucia de permitir que la invitara a una copa de vino. Tres semanas después, en lo que en aquel momento debía de haber parecido un gran acierto de la campesina, se casaron.

Mientras avanzábamos camino de la casa, intenté explicar a Helena lo que encontraríamos allí:

—Mi abuelo y el tío abuelo, Escaro, fueron los primeros dueños de las tierras. Ahora, un par de hermanos de mi madre se encargan de ellas por temporadas. Son un par de tipos imprevisibles y no sé decirte a cuál de ellos encontraremos esta vez. Siempre están ausentes, sea por el amor de una forastera o para recuperarse de un acceso de remordimientos porque el carro ha arrollado una guadaña. Luego, precisamente cuando alguien acaba de dar a luz gemelos sobre la mesa de la cocina y la cosecha de rábanos se ha perdido, se presentan en casa de improviso, dispuestos a violar a la hija adolescente del cabrero y llenos de ideas desquiciadas sobre cambios en la horticultura. Ten cuidado; es muy probable que, desde mi última visita, haya habido al menos una pelea feroz, algún adulterio, un buey muerto envenenado por un vecino y un accidente mortal en la recolección de nueces. A mi tío Fabio, el día le sabe a poco a menos que descubra que tuvo un hijo ilegítimo con una mujer de corazón débil que lo amenaza con una reclamación judicial.

—Todo eso es bastante absurdo en una casa de campo donde hay tanto que hacer, ¿no crees?

—Las casas de campo son lugares muy agitados —la previne.

—¡Lógico! Es de esperar que una gente que pasa todo el día tratando con la abundancia de vida, muerte y crecimiento de la naturaleza tenga emociones de pareja intensidad.

—¡No te lo tomes a broma, mujer! He pasado la mitad de mi infancia en esta casa. Cada vez que había problemas en la nuestra, nos mandaban aquí para recuperarnos.

—Por lo que cuentas, no parece el mejor lugar para un descanso.

—La gente de campo sabe afrontar los problemas con la misma facilidad con que arrancan unas hojas de lechuga. Déjame continuar la explicación o no me dará tiempo a terminar antes de que lleguemos. En el centro de este tráfago, la tía abuela Febe ocupa el mejor lugar junto al fuego, como una roca, dedicada a preparar una polenta que podría detener una epidemia y a mantener unido a todo el mundo.

—¿La hermana de tu abuelo?

—No; su segunda esposa, sin boda mediante. Mi abuela murió joven…

—¿Abrumada por la excitación?

—¡No seas romántica! Agotada de tantos partos. Al principio, Febe era una esclava; después, fue el consuelo de mi abuelo durante años. Es algo bastante corriente. Desde que tengo memoria, siempre compartieron la cama, la mesa y todo el trabajo duro que mis tíos no tenían tiempo de hacer debido a sus fascinantes vidas sociales. El abuelo la declaró liberta y siempre tuvo intención de casarse con ella, pero nunca llegó a hacerlo…

—No veo nada malo en ello, si eran felices —apuntó Helena con voz severa.

—Yo, tampoco —me apresuré a declarar, eliminando cortésmente cualquier asomo de crítica—. Pero Febe se avergüenza de ello. Ya verás que es muy tímida y desconfiada.

Helena se tomó a broma todas mis explicaciones hasta que llegamos a la casa.

Encontramos a la tía abuela Febe hilando junto al hogar, impertérrita. Era una mujer menuda, dulce, de mejillas redondas, que parecía frágil como la hierba pero tenía más fuerza que tres hombres adultos, lo cual era una suerte ya que, mientras los demás se dedicaban a reflexionar sobre sus vidas privadas, ella había tenido que encargarse de la cosecha de coles y de hincar la pala en la pila del estiércol. Últimamente, ya no trabajaba tanto. A sus más de ochenta años, había decidido que ayudar en el parto de un becerro ya no era una tarea digna de ella.

La pasión que la anciana sentía por nuestra familia se basaba en el hecho de que había cuidado de casi todos sus miembros en la infancia y en las enfermedades. No es preciso decir que su favorito siempre había sido Festo («¡Qué vástago!»).

Tío Fabio estaba ausente por oscuras razones que nadie quiso concretar.

—¿Otra vez el mismo problema? —pregunté a Febe con una sonrisa.

—¡No aprende nunca! —musitó ella, moviendo la cabeza.

Tío Junio estaba en casa, donde pasaba el tiempo quejándose de la ausencia de Fabio. Al menos el tiempo libre, pues la mayor parte de sus energías estaba concentrada en un criadero de carpas condenado a un rápido fracaso y en sus esfuerzos por seducir a una mujer llamada Armila, esposa de un terrateniente vecino, mucho más próspero.

—¿Se ha dejado embaucar? —pregunté, mostrándole a Helena cómo debía leer el código.

—¿Cómo lo has sabido? —cloqueó Febe, rompiendo el hilo.

—Lo he oído antes.

—¡Ah, bien!

Una vez había existido un tercer hermano, pero no se permitía que nadie lo mencionara jamás.

Durante toda aquella aparente demostración de interés por mis tíos, el verdadero centro de atención de la tía abuela fue la presencia de mi nueva amiga. Era la primera vez que llevaba allí a alguien que no fuera Petronio Longo (sobre todo porque yo solía visitar la casa en vacaciones, cuando tanto las uvas como las muchachas estaban maduras, con evidentes intenciones de disfrutar de ambas).

Helena Justina permaneció sentada, con un aire benevolente en sus ojos negros, aceptando la inspección ceremonial. Helena era una mujer educada que sabía cuándo debía refrenar su fiero temperamento a fin de evitarnos a ambos una condena familiar a treinta años bajo la acusación de que mi novia no había querido integrarse.

—Es la primera vez que Marco trae a una de sus amigas romanas a ver la finca —comentó la tía abuela Febe, dando a entender que sabía que habían sido muchas y que le complacía que, finalmente, hubiera encontrado una que debía de haber mostrado interés por el cultivo de puerros. Le dediqué una sonrisa amigable. Era lo único que podía hacer.

—Me siento muy honrada —dijo Helena—. He oído hablar mucho de toda la familia.

Tía Febe dio muestras de turbación, como si considerase que el comentario encerraba una censura a su relación no legalizada con mi despreocupado abuelo.

—Espero que no te importe que mencione esto —continuó Helena—. Se trata del reparto de alcobas. Normalmente, aunque no estamos casados, Marco y yo compartimos habitación. Espero no escandalizarte. Y no es culpa de Marco; siempre he opinado que una mujer debería conservar su independencia mientras no haya hijos de por medio…

—¡Esto es una novedad para mí! —cloqueó la anciana, a quien parecía gustarle aquel planteamiento.

—¡También lo es para mí! —intervine, más inquieto que mi tía abuela—. ¡Yo esperaba contar con la garantía que da la respetabilidad!

Helena y Febe cruzaron una mirada de complicidad.

—Así son los hombres… ¡Siempre han de aparentar! —exclamó mi tía abuela. Febe era una anciana sabia a la que tenía en gran aprecio, aunque no estuviéramos emparentados en firme (o precisamente por eso, quizá).

Tío Junio accedió a regañadientes a llevarme al trastero. Cuando salíamos, advertí que Helena contemplaba con curiosidad el pequeño nicho semicircular donde estaban expuestos los dioses domésticos. También había allí un busto de Fabio, en cerámica, entre unas flores dispuestas con veneración por Febe, que siempre honraba la memoria de cualquier pariente ausente (a excepción, naturalmente, del tío al que nunca se mencionaba). En una repisa próxima, la anciana tenía otro busto, en este caso de Junio, dispuesto allí para ser objeto del mismo tratamiento honorífico la siguiente vez que fuera él quien faltaba de la casa. En el fondo del nicho, entre las estatuillas de bronce convencionales de los lares danzantes cargados con los cuernos de la abundancia, se distinguía una dentadura cubierta de polvo.

—¿Todavía la conserva, pues? —pregunté, tratando de dar un tono irónico a mis palabras.

—Sigue donde él la dejaba siempre por la noche —respondió el tío Junio—. Febe la puso ahí antes del funeral y ahora nadie tiene el valor de retirarla.

Me vi en la obligación de explicarle a Helena a qué venía aquello.

—El tío abuelo Escaro, un hombre de lo más excéntrico, dejó en cierta ocasión que un dentista etrusco le cuidara la boca. A partir de entonces, se convirtió en apasionado devoto de los puentes dentales etruscos, que son una refinada forma de arte si uno puede permitirse el alambre de oro. Con el tiempo, el pobre Escaro se quedó sin dientes a los que poder sujetar los ganchos de los puentes (y sin dinero, todo sea dicho). Entonces, intentó inventarse su propia dentadura postiza.

—¿Y es ésa de ahí? —inquirió Helena educadamente.

—¡Ajá! —dijo Junio.

—¡Vaya! ¿Y le funcionaba?

—¡Ajá!

Junio daba toda la impresión de estar calculando si la hija del senador podía ser una candidata a recibir sus penosas atenciones. Helena, que poseía un refinado sentido de la discreción, se mantuvo pegada a mi lado.

—Este era su cuarto intento. —recordé. Tío Escaro me tenía en un gran concepto y siempre me había mantenido informado de los progresos de sus invenciones. Consideré preferible no mencionar que algunas piezas de aquella dentadura número cuatro procedían de un perro muerto—. Funcionaba perfectamente. Podía romper un hueso de buey con esos dientes. Y partir nueces y otros frutos secos. Por desgracia, Escaro se asfixió con ella.

Helena me miró con expresión acongojada.

—No te aflijas —intervino el tío Junio en tono confortador—. Él lo habría considerado gajes de la investigación. Seguro que así es como le habría gustado morir: atragantándose con ella accidentalmente.

La dentadura del tío Escaro sonrió ligeramente desde el larario, como si el viejo aún la llevara puesta.

A Escaro le habría gustado mi nueva novia. Y a mí me habría gustado que viviese para verla. Me produjo una punzada de inquietud dejar a Helena allí plantada, limpiando ceremoniosamente el polvo de la dentadura con el extremo de la estola.

En el trastero había muy pocas cosas de interés. Apenas unas cuantas sillas de mimbre rotas, un baúl con un boquete en la tapa, un cubo abollado y algún cachivache más.

Asimismo, alineados al fondo como una hilera de lúgubres lápidas para cíclopes, distinguí cuatro enormes bloques rectangulares de piedra de cantería.

—¿Qué es eso, Junio? —inquirí.

Mi tío se encogió de hombros. Una vida de líos e intrigas lo había vuelto cauto a la hora de formular preguntas, por miedo a descubrir a un heredero largo tiempo perdido que reclamara derechos sobre sus tierras, o el influjo nefasto de la profecía de alguna bruja que podía frustrar sus esfuerzos por seducir a la apetecible esposa del vecino o meterle en un pleito de diez años con el reparador de las carretas de bueyes.

—Debe de ser cosa de Festo —murmuró con evidente nerviosidad.

—¿No comentó para qué quería esos bloques?

—Cuando los trajo, yo no estaba.

—¿Alguna de tus escapadas con una mujer?

Junio me dirigió una mirada amenazadora.

—Quizá lo sepa el jodido Fabio.

Si Fabio sabía algo, Febe también estaría al corriente. Mi tío y yo regresamos a la casa, pensativos.

Mi tía abuela le estaba contando a Helena la anécdota de aquel jinete loco, de quien supimos más tarde que podía tratarse del emperador Nerón en persona, que huyendo de Roma para suicidarse (un detalle menor en la narración de la anciana), había cruzado al galope los sembrados de legumbres y le había matado la mitad de las gallinas en el camino. Febe no sabía qué eran los bloques de piedra, pero me dijo que Festo los había llevado allí durante aquel último permiso de marras. Además, me enteré por ella de que hacía algunos meses dos tipos, que podían haber sido Censorino y Laurencio, se habían presentado en la heredad haciendo preguntas.

—Querían saber si Festo había dejado algo aquí.

—¿Mencionaron esos bloques de piedra?

—No. Se mostraron muy reservados.

—¿Les enseñaste el trastero?

—No. Ya conoces a Fabio… —En efecto. Mi tío era un hombre terriblemente desconfiado, en el mejor de los casos—. Se limitó a llevarlos a un viejo granero que tenemos lleno de aperos de labranza y, después, se hizo el palurdo idiota.

—¿Qué sucedió entonces?

—Como de costumbre, tuve que intervenir. —A tía Febe le gustaba que la considerasen una mujer de carácter.

—¿Cómo te libraste de esos tipos?

—Les enseñé los dientes de Escaro en el larario y les dije que era lo único que quedaba del último forastero indeseable que había rondado por aquí. Después, les eché los perros.

Al día siguiente, reemprendimos viaje hacia el sur. Le hablé a mi padre de los cuatro bloques de piedra. Los dos meditamos sobre aquel misterio sin cambiar palabra, pero empezaban a ocurrírseme algunas ideas y, si conocía a mi padre, a él le sucedía otro tanto.

Gémino me contó que Censorino y otro soldado se habían alojado en la posada.

—¡Lo sabemos! —Helena y yo lo pusimos al corriente de lo que nos había explicado Febe.

—¡De modo que he perdido el tiempo! Ese albergue era infecto —se lamentó—. Y supongo que, mientras tanto, a vosotros os mimaban con toda clase de lujos, ¿no?

—¡Desde luego! —le aseguré—. ¡Esa casa es un alojamiento excelente, si uno está dispuesto a soportar las historias de gallinas de tía Febe y las lamentaciones de Junio acerca de su hermano!

Mi padre sabía a qué me refería.

—Supongo que Junio le echaría el ojo a tu chica, ¿verdad? —apuntó con la intención de devolverme el sarcasmo. Helena enarcó sus elegantes cejas.

—Al menos, se sintió tentado de hacerlo. Y yo estuve a punto de cogerlo por banda y tener unas palabritas con él pero, si conozco a Junio, advertirle de que se abstenga de algo es el modo más seguro de conseguir que lo haga.

—Sí —corroboró mi padre—. Es tan inútil como gritar: «¡Está detrás de ti!», cada vez que el Fantasma acecha al Honrado Padre Anciano en una farsa atelana… ¿Y Fabio, ese sentimental empalagoso?

—Estaba ausente. Algo relacionado con sus líos de siempre.

—Nunca recuerdo qué líos son esos.

—Yo, tampoco —confesé—. El juego, me parece. O los ardores. En una ocasión se largó de casa para ser gladiador, pero eso sólo fue un desliz pasajero para escabullirse de la recogida de altramuces.

—Febe preguntó por ti, Didio Gémino —anunció Helena con voz grave, como si pensara que estábamos siendo frívolos en nuestro repaso de las novedades familiares.

—Supongo que sus palabras exactas serían: «¿Cómo está ese golfo inútil que te engendró?» —replicó él, refunfuñando. Gémino conocía perfectamente cuál era la opinión que todos tenían de él. Siempre la había conocido. Ser objeto del constante desprecio de los peculiares parientes de mi madre debía de haber sido una de las penalidades que, finalmente, habían resultado demasiado horribles de soportar.