XLVI

La casa en reformas se hallaba en el extremo norte de la ciudad; desde allí, desalentados, nos encaminamos hacia el sur. Esta vez, nuestro paso no era de marcha, sino solamente enérgico. Gémino seguía sin abrir la boca.

Llegamos a la Saepta Julia, pero mi padre continuó andando. Por mi parte, me estaba acostumbrando de tal manera a meterme en problemas caminando a su lado que, al principio, no dije nada; sin embargo, finalmente, decidí comentar:

—Creía que volvíamos a la Saepta.

—No es ahí adonde vamos.

—Ya lo veo. Hace un rato que la hemos dejado atrás.

—En ningún momento he tenido intención de quedarme ahí. Si recuerdas, durante nuestra visita a Caro ya te dije donde pensaba ir.

—A casa, dijiste.

—Exacto. Y ahí es adonde voy —dijo mi padre—. Tú puedes hacer lo que te parezca.

¡Su casa! Sólo podía referirse a la que ocupaba con su pelirroja.

Me resultaba increíble que aquello estuviera sucediendo.

Hasta ese momento jamás había pisado la casa de mi padre, aunque tenía la certeza de que Festo no era un extraño entre aquellas paredes. Mi madre nunca me perdonaría si lo hacía. Yo no formaba parte de la nueva vida de Gémino, ni deseaba hacerlo. La única razón de que continuase caminando junto a él era que sería una grave descortesía abandonar a un hombre de su edad que acababa de llevarse un gran disgusto en casa de Caro y con el que acababa de organizar un buen alboroto. Mi padre andaba por las calles de Roma sin sus guardaespaldas de costumbre y bajo la amenaza de violencia de Caro y Servia. Y, además, me pagaba para que lo protegiese. Lo menos que podía hacer por él era ocuparme de que llegara a su casa sano y salvo.

Gémino me condujo en una larga caminata desde la Saepta Julia, dejando atrás el circo Flaminio, el Pórtico de Octavio y el teatro de Marcelo. Me arrastró bajo la sombra del Arco y del Capitolio y me hizo continuar, a regañadientes, más allá de la punta de la isla Tiberina, del foro del viejo mercado de ganado, de una larga serie de templos y de los puentes Sublicio y Probo.

Finalmente, me hizo esperar mientras rebuscaba en los bolsillos la llave de la casa. Como no aparecía, decidió tirar de la campanilla para que le abrieran. Después me hizo seguirlo al interior del pulcro vestíbulo. Se despojó de la capa, se quitó las botas y, con un gesto brusco, me indicó que hiciera lo mismo. Sólo cuando estuve descalzo, y al advertir que me sentía vulnerable, Gémino se dignó comentar en tono despectivo:

—¡Puedes respirar tranquilo! Ella no está.

Casi me desmayé de alivio.

Mi padre me dirigió una mirada de asco. Le di a entender que el sentimiento era mutuo.

—Le he montado un pequeño negocio para evitar que meta la nariz en el mío. Los martes, acude al local para pagar los salarios y hacer las cuentas.

—Hoy no es martes —apunté, malhumorado.

—La semana pasada tuvieron algunos problemas y ha ido a encargar ciertas obras en el local. En cualquier caso, estará fuera todo el día.

Tomé asiento sobre un cofre mientras él abandonaba la sala para dar indicaciones a su mayordomo. Un muchacho me trajo un par de sandalias y se llevó mis botas para limpiarles el barro. Además de aquel esclavo y del que nos había franqueado la puerta, vi varios rostros más. Cuando mi padre reapareció, comenté que la casa estaba bien provista de personal.

—Me gusta tener gente a mi alrededor.

¡Y yo que siempre había pensado que la razón principal de que nos abandonara había sido tener demasiada gente en torno a él…!

—Pero todos son esclavos.

—Soy un hombre liberal. Trato a mis esclavos como a hijos.

—¡Me gustaría replicar que, por el contrario, trataste a tus hijos como a esclavos! —Nuestras miradas se cruzaron—. Pero no lo haré. No sería justo.

—¡No es preciso que te esfuerces en mantener la cortesía, Marco! Sé tú mismo, con toda libertad —me ofreció con el añejo sarcasmo típico entre familiares.

Mi padre vivía en una casa alta y bastante estrecha junto a la orilla del río. Aquella húmeda ubicación estaba muy cotizada por su panorámica del Tíber, de modo que las propiedades eran pequeñas. Las casas de la zona padecían frecuentes inundaciones y observé que la planta baja estaba pintada con sencillez, utilizando colores bastante oscuros. Al quedarme solo, eché un vistazo a las salas anexas al vestíbulo. Unas estaban destinadas a los esclavos y las demás a despachos en los que recibir a los visitantes. En una de ellas incluso se guardaban sacos de arena para situaciones de emergencia. El único mobiliario permanente lo formaban varias arcas de piedra de gran tamaño a las que no afectaban las inundaciones.

En el piso superior, todo aquello cambiaba drásticamente. Frunciendo la nariz ante el olor peculiar de una casa ajena, seguí a mi padre escaleras arriba. Nuestros pies hollaron un magnífico tapiz oriental. Gémino tenia aquella lujosa alfombra extendida en el suelo, dándole el uso para el que había sido concebida, en lugar de conservarla colgada de la pared, donde no se estropeara. En realidad, todo lo que había en la casa —y era mucho— estaba allí para ser utilizado.

Cruzamos una serie de estancias pequeñas y abigarradas. Todo estaba muy limpio, pero abarrotado de tesoros. La pintura de las paredes se veía vieja y descolorida. La casa había sido pintada de la forma más convencional —probablemente, cuando mi padre y su pelirroja se habían instalado allí, hacía veinte años— y no había vuelto a tocarse desde entonces. Por él, estaba bien. Las habitaciones en sencillos tonos rojos, amarillos y azul marino, con frisos y cornisas convencionales, eran el mejor contraste para la colección de muebles y jarrones de mi padre, numerosa y siempre cambiante, por no hablar de los objetos curiosos y artesanías interesantes que todo subastador consigue a cestos. Con todo, era un caos organizado. Si a uno le gustaba lo recargado, podía vivir allí. La impresión que producía era de solidez y comodidad; su gusto estaba marcado por unas personas que se daban satisfacción a sí mismas.

Intenté no mostrar demasiado interés por los objetos artísticos; eran admirables, pero sabía que ahora estaban definitivamente perdidos. Mientras lo observaba caminar delante de mí, echando de vez en cuando una mirada a alguna pieza al pasar junto a ella, tuve la impresión de que mi padre se sentía seguro como no recordaba haberlo visto cuando vivía con nosotros. Gémino sabía dónde se encontraba cada cosa. Todo cuanto había en la casa estaba allí por deseo suyo… lo cual, presumiblemente, cabía extender a su pelirroja.

Me condujo a una sala que tanto podía ser su cubil privado como el lugar en que se sentaba a conversar con su mujer (había facturas y recibos esparcidos por todas partes y una lámpara desmontada en proceso de reparación, pero también observé un pequeño huso que asomaba de debajo de un cojín). Unas gruesas alfombras de lana, con algunas arrugas, cubrían el suelo. En la estancia había dos divanes, varias mesillas auxiliares, diversas miniaturas en bronce de exquisito diseño, lámparas y cestos de leña. En una de las paredes había colgada una colección de máscaras de teatro que, posiblemente, no había escogido mi padre. Sobre un estante descansaba un jarrón de cristal azul con camafeos, de extraordinaria calidad, a la vista del cual se le escapó un breve suspiro.

—¡Desprenderme de eso me va a doler! ¿Un poco de vino? —me ofreció, al tiempo que cogía la inevitable jarra de un estante cercano a su diván. Junto a éste tenía un cervatillo dorado de una vara de altura, colocado de tal modo que podía darle unas palmaditas en la testuz como si fuera un animal de verdad.

—No, gracias. Prefiero seguir recuperándome de la resaca.

Mi padre detuvo la mano sin llegar a servirse y me miró por un instante.

—No estás dispuesto a ceder un ápice, ¿verdad? —preguntó. Entendí a qué se refería y sostuve su mirada en silencio—. He conseguido hacerte entrar en la casa… pero sigues tan amigable como un alguacil. Menos, incluso —añadió—. No he conocido a ningún alguacil que rechazara una copa de vino.

No dije nada. Habría resultado tremendamente irónico que me dedicara a hacer averiguaciones sobre mi difunto hermano para terminar trabando amistad con mi padre. Y yo no creo en esas ironías. Habíamos tenido un buen día de meternos en problemas de todo tipo… y aquello dejaba zanjado el asunto.

Gémino dejó a un lado la jarra y su copa vacía.

—¡Entonces, acompáñame a ver el jardín! —me ordenó.

Desanduvimos nuestros pasos a través de las salas hasta llegar a la escalera. Allí, para mi sorpresa, me indicó que subiera hasta el siguiente rellano. Imaginé que estaba a punto de ser víctima de alguna broma perversa, pero llegamos a un arco bajo, cerrado por una puerta de roble. Mi padre corrió los pestillos y se apartó para dejarme asomar la cabeza y pasar primero.

Me encontré en una terraza ajardinada, con numerosos bancales llenos de plantas, bulbos y hasta pequeños árboles. Unos bellos enrejados aparecían cubiertos de rosas y de hiedra. En el pretil, otros rosales se enroscaban como guirnaldas en torno a unas cadenas. Cerca de él, entre arbustos de boj plantados en tinajas, había dos bancos en forma de león desde los que se abarcaba una vista del curso de agua y de los jardines del César, el Trastévere y la silueta en forma de ballena del Janículo.

—¡Oh, esto no es justo! —logré articular con una débil sonrisa.

—¡Te pillé! —respondió él, con sorna. Gémino debía de saber que, por parte de mi familia materna, yo había heredado un profundo amor por las plantas. Hizo ademán de ofrecerme asiento, pero yo ya estaba junto al pretil, gozando de la vista.

—¡Ah, viejo bastardo afortunado! ¿Y quién se ocupa del jardín?

—Yo mismo lo proyecté. Tuve que hacer reforzar la azotea. Ahora ya sabes por qué tengo tantos esclavos; acarrear tierra y agua en cubos esos tres pisos no es ninguna broma. Paso aquí buena parte de mi tiempo libre…

Por supuesto. Yo habría hecho lo mismo.

Ocupamos los asientos. El ambiente era agradable, pero mantuvimos nuestra actitud reservada. A mí no me incomodaba que así fuera.

—Bueno —dijo él—. ¡Capua!

—Yo iré.

—Te acompañaré.

—No te molestes. Soy muy capaz de hacer cantar a un escultor, por escurridizo que sea. Por lo menos, sabemos hasta qué punto lo es antes de ir en su busca.

—Todos los escultores son escurridizos. En Capua hay gran número de ellos y tú ni siquiera sabes qué aspecto tiene. Iré contigo y no se hable más. Conozco a Orontes y, más aún, conozco Capua.

Por algo había vivido allí varios años.

—Seguro que no me pierdo en un villorrio de cuatro calles de la Campania —repliqué con un bufido despectivo.

—Olvídalo. A Helena Justina no le haría ninguna gracia que te robase el primer carterista que te viera, ni que abordaras a alguna prostituta…

Estuve a punto de preguntar si era eso lo que él había hecho durante su estancia allí pero, naturalmente, cuando mi padre huyó a Capua lo hizo con su propia fulana.

—¿Y te atreves a abandonar el negocio?

—La mía es una empresa bien organizada, gracias; puede mantenerse unos días sin mi presencia. Además —añadió—, si sucede algún imprevisto mi mujer es perfectamente capaz de tomar decisiones por sí sola.

Me sorprendió saber que la pelirroja le merecía tanta confianza; incluso que entendiese del negocio. Por algún motivo, siempre la había considerado una figura negativa. Mi padre parecía uno de esos hombres cuya opinión del papel social de la mujer es rígida y tradicional. Con todo, de sus palabras no cabía deducir que la vendedora de pañuelos estuviera de acuerdo con él.

Oímos abrirse la puerta detrás de nosotros. Pensé en la pelirroja de mi padre y me volví rápidamente, temiendo encontrarla allí, pero quien asomó fue un esclavo cargado con una gran bandeja, sin duda resultado de la breve conversación de mi padre con su mayordomo. La bandeja fue colocada sobre una pila de baño para pájaros, convertida en improvisada mesa.

—Toma un bocado, Marco.

Era media tarde, pero nos habíamos saltado otros refrigerios. Gémino se sirvió enseguida y dejó en mis manos la decisión de hacer lo mismo, de modo que, con la excusa antes citada, acepté el ofrecimiento y comí con buen apetito.

No era ninguna exquisitez, sólo un tentempié preparado sobre la marcha para el amo que volvía a casa intempestivamente. Pero, para lo que suelen ser estos refrigerios improvisados, estaba bastante sabroso.

—¿Qué pescado es ése?

—Anguila ahumada.

—Deliciosa.

—Pruébala con una gota de salsa de ciruela damascena.

—¿Es ésa que llaman alejandrina?

—Es posible —respondió mi padre—. A mí sólo me interesa que está condenadamente buena. ¿Me voy ganando tu aprecio? —inquirió con tono malicioso.

—No, pero pásame los panecillos, ¿quieres?

Quedaban dos tiras de anguila y las atravesamos con nuestros cuchillos como dos niños disputándose golosinas.

—Un hombre llamado Hirrio tenía un criadero de anguilas —empezó a explicar Gémino con rodeos, aunque por algún motivo comprendí que pronto daría la vuelta a la conversación para empezar a discutir sobre nuestra precaria situación—. Lo vendió por cuatro millones de sestercios. Fue una venta muy comentada; ¡ojalá me la hubiera encomendado! Ahora, a ti y a mí nos vendría muy bien una cantidad como ésa.

Respiré lentamente, al tiempo que lamía la salsa de los dedos.

—Medio millón… Cuenta con mis ahorros, pero no puedo ofrecerte gran cosa. He estado tratando de reunir cuatrocientos mil y calculo que habré juntado un diez por ciento de esa cantidad. —Era un cálculo optimista—. No he querido hacer una valoración de tus preciosas obras de arte, pero las cosas pintan mal para los dos.

—Es cierto —dijo él. Sin embargo, parecía sorprendentemente despreocupado.

—¿No te inquieta? Es evidente que has reunido aquí un gran número de objetos valiosos, pero has asegurado a Caro y a Servia que los venderías.

—Vender cosas es mi oficio —respondió sucintamente. Luego, confirmó mis suposiciones—: Tienes razón. Para cubrir la deuda tendré que desnudar la casa. La mayor parte de lo que tengo en el almacén de la Saepta pertenece a otros; eso es lo que hace un subastador: vender por cuenta de un cliente.

—¿Significa eso que todas tus inversiones personales están en la casa?

—En efecto. El edificio en sí me pertenece por entero. Me ha costado mucho y no estoy dispuesto a hipotecarlo ahora. Y no tengo demasiado dinero en manos de banqueros; es mucho riesgo.

—Entonces, ¿cómo andas de salud en el tema de los sestercios?

—No tan bien como tú crees. —Si Gémino hablaba en serio de la posibilidad de encontrar medio millón, era repugnantemente rico en relación a mí. Como todos los hombres que no tienen necesidad de preocuparse, a mi padre le gustaba quejarse—. Hay muchos gastos. En la Saepta es preciso repartir sobornos y propinas, y también pago la cuota al gremio para las cenas y los gastos de funeral. Desde el asalto al almacén he tenido que cubrir algunas pérdidas considerables, por no hablar de las compensaciones a la gente que vio reventada la subasta el otro día. —«Y todavía le paso una pensión a tu madre», podría haber añadido. Yo sabía que así era. Y también sabía que ella gastaba el dinero en sus nietos; yo mismo me encargaba de pagar el alquiler de su casa—. Cuando esté en paz con Caro, me quedará una casa vacía —añadió con un suspiro—. Pero ya me he encontrado así otras veces. Me recuperaré.

—Eres demasiado viejo para tener que empezar de nuevo. —Más aún, debía de ser demasiado viejo para sentirse seguro de poder conseguirlo. Por derecho, se merecía un retiro en una casa de campo—. ¿Por qué lo haces? ¿Por la reputación de mi hermano?

—Por la mía, más exactamente. Prefiero poder mirar con desprecio a un bodoque como Caro a permitir que Caro se mofe de mí. ¿Y tú, qué razón tienes?

—Soy el albacea testamentario del héroe.

—Bien, yo era su socio…

—¿En este asunto?

—No, pero eso poco importa, Marco. Si me hubiera pedido que participara en la adquisición de un fidias, lo habría hecho sin pensarlo. Deja que me ocupe de la deuda. Ya he vivido mi vida. No es preciso que eches a perder tu oportunidad de legalizar tu situación con la hija del senador.

—Tal vez nunca he tenido la menor oportunidad —reconocí, desconsolado.

Otro de los discretos esclavos domésticos asomó por la puerta, en esta ocasión con una jarra humeante de vino y miel. Nos sirvió sin preguntar, de modo que acepté la copa. La bebida estaba intensamente aromatizada con nardo índico. Mi padre había llegado muy lejos desde los tiempos en que lo único que se bebía en casa era vino rancio con posos, muy aguado y con alguna hoja de verbena para disimular el mal sabor.

Conforme avanzaba la tarde la luz se asía con manos frágiles al cielo lejano. Al otro lado del río, entre la bruma gris, apenas se distinguía la colina Janícula extendiéndose a la derecha. Por allí existía una casa que una vez había soñado tener, una casa en la que quería vivir con Helena.

—¿Te va a dejar? —preguntó mi padre, como si me hubiera leído los pensamientos.

—Debería hacerlo.

—No te he preguntado qué debería hacer ella.

—Conociéndola, Helena tampoco lo preguntaría. —Ensayé una sonrisa.

Gémino permaneció callado un buen rato. Ya me había dado cuenta de que Helena le caía bien.

De pronto, me incliné hacia delante hasta apoyar los codos sobre las rodillas, con la copa entre las manos. Se me había ocurrido algo.

—¿Qué hizo Festo con el dinero? —pregunté.

—¿El medio millón? —Gémino se frotó la nariz. Tenía la misma nariz que yo: recta desde la frente, sin protuberancias en el entrecejo—. ¡Sólo el Olimpo lo sabe!

—Yo no lo he encontrado.

—Pues yo nunca lo he visto.

—Entonces, ¿qué te dijo al respecto cuando te habló del fidias?

—¡Festo no me hizo la menor insinuación de que esa estatua hubiera sido financiada por esos coleccionistas! Sólo me enteré de ello mucho después, por el propio Caro.

Me recosté de nuevo en el respaldo del asiento.

—Así pues, ¿es cierto que le pagaron? ¿Cabe alguna posibilidad de que el recibo sea falso?

—Eso quise pensar —murmuró él con un suspiro—. Lo estudié con mucho detenimiento, créeme. Es muy convincente. Ve a verlo, si quieres.

Negué con la cabeza. Me desagrada revolcarme en la desgracia. No se me ocurrían más líneas de investigación. Ahora, Orontes Mediolano era nuestra única pista.

Dedicamos un buen rato (un par de horas, según mis cálculos) a discutir los preparativos para el viaje a Capua. Considerando el modo de ser de los Didio, tratar tales asuntos era un gran progreso. Aun así, todos mis juiciosos planes para aminorar las penalidades de un viaje largo y fatigoso se vieron trastornados. Yo quería cabalgar hasta allí lo más deprisa posible, resolver el asunto y volver a casa cuanto antes. Mi padre insistió en que sus viejos huesos ya no resistían tanto trecho en la silla de montar y decidió disponer un carruaje, alquilado en cierto establo que determinó vagamente como lugar de reunión. Casi llegamos a un acuerdo para compartir los gastos y hubo cierta discrepancia sobre la hora de partida, aunque finalmente quedó sin concretar. La familia Didia detesta tener que molestarse en resolver cuestiones prácticas.

Un nuevo sirviente apareció en la azotea con la excusa de recoger la bandeja. Mi padre y él intercambiaron una mirada que podía ser una señal.

—Supongo que querrás irte pronto —sugirió Gémino.

Nadie mencionó a la mujer que vivía con él, pero su presencia en la casa se había hecho tangible.

Mi padre tenía razón. Si ella había llegado, yo quería desaparecer de allí. Me acompañó hasta el pie de la escalera. Me calcé las botas, me puse la capa a toda prisa y salí a escape.

Como de costumbre, la suerte estaba contra mí. Sucedió lo último que me creía capaz de afrontar: apenas a un par de calles de la casa de mi padre, cuando aún me sentía un traidor, me encontré con mamá.