Habíamos acudido a casa de los coleccionistas andando, y andando emprendimos el regreso.
Pero no fue lo mismo. Mi padre adoptó esta vez un paso enérgico, casi feroz. Nunca me ha gustado entrometerme en los problemas de otro… y cuando uno acaba de fracasar en su intento de evitar pagar medio millón de sestercios, sin duda está en un buen aprieto. Así pues, me limité a marchar a su lado y, dado que Gémino deseaba dar rienda suelta a su cólera en completo silencio, respeté su mutismo.
Cuando salimos a la Vía Flaminia, la expresión de mi padre era tan amistosa como un rayo de Júpiter y en la mía debía de brillar por su ausencia mi habitual atractivo.
Yo también le estaba dando vueltas a muchas cosas en mi cabeza.
Casi habíamos llegado a la Saepta cuando Gémino se desvió hacia el mostrador de una taberna.
—¡Necesito un trago!
Yo también lo necesitaba, pero aún me duraba la resaca.
—Te esperaré aquí sentado. —Unos albañiles de monumentos estaban partiéndome el cráneo con el estruendo que producían—. Ayer me pasé la noche engrasando las cuerdas vocales de un par de pintores.
Mi padre hizo una pausa en la lectura de la carta de vinos escrita en la pared, incapaz de decidir cuál de ellos era lo bastante fuerte para crear el olvido que necesitaba.
—¿Qué pintores? —inquirió.
—Manlio y Varga. —Yo también hice una pausa, aunque en mi caso no fue para pedir un esfuerzo a mi mente, pues me había limitado a apoyar el codo en el mostrador y a mirar a mi alrededor con desinterés, como cualquier hijo que acompaña a su padre en una salida de casa—. Festo los conocía.
—Yo, también. Continúa —me apremió, pensativo.
De modo que continué:
—Bueno, hay un escultor que se alojaba con ellos… Pero ha desaparecido.
—¿Cómo se llama?
El camarero empezaba a inquietarse, como si percibiera que iba a perder una consumición.
—Orontes Mediolano.
—Orontes no ha desaparecido —dijo mi padre, soltando un bufido—. Yo lo sabría, pues a veces utilizo a ese desgraciado holgazán para hacer una copia o restaurar alguna pieza. Orontes se ha alojado con esos haraganes del Celio hasta el verano pasado, por lo menos. ¡Se bebieron tu vino y te tomaron el pelo!
El camarero perdió definitivamente la venta.
Salimos a toda prisa en busca de Manlio y Varga.
Pasamos casi toda la tarde tras su rastro. Mi padre me llevó a ver a más soñolientos pintores de frescos —y a más de sus exuberantes modelos— de los que me hubiera creído capaz de soportar. Visitamos horribles cuartos alquilados, gélidos estudios, áticos desvencijados y mansiones a medio pintar. Recorrimos toda Roma. Incluso probamos en una estancia de Palacio, donde el césar Domiciano había encargado algo elegante en amarillo ocre para Domicia Longina, la amante a la que había arrebatado del lado de su marido para instalarla como si fuese su esposa.
—¡Nada como eso! —murmuró mi padre. Pero, a decir verdad, había mucho como aquello; los gustos de los Flavios eran bastante predecibles. A aquellas alturas de su vida, Domiciano sólo estaba jugando; tendría que esperar a que murieran tanto su padre como su hermano mayor antes de poder embarcarse en su plan maestro para un nuevo Palatino. Comenté lo que pensaba de sus gustos decorativos y mi padre asintió, aceptando sin reservas la opinión autorizada de un agente imperial—. Tienes mucha razón. E incluso el adulterio con lo más selecto de la sociedad es un hecho corriente, hoy en día. Tanto Augusto como ese repulsivo Calígula consiguieron a sus esposas arrebatándoselas a sus maridos.
—No es mi caso. Cuando tuve ocasión de ligarme a la hija de un senador, escogí una que ya se había divorciado con anterioridad a mis requerimientos amorosos.
—¡Muy bien hecho! —fue su respuesta, cargada de ironía—. No te gustaría en absoluto ser objeto de las críticas públicas…
Por último, alguien nos indicó la dirección de la casa en la que estaban trabajando los tipos que buscábamos. Nos encaminamos hacia allí en silencio. En esta ocasión no teníamos ningún plan. Me sentía irritado, pero no veía necesidad de manifestarlo. Respecto a mi padre, no llegué a preguntarle cómo se sentía, pero muy pronto tuve ocasión de averiguarlo.
La casa en cuestión estaba siendo sometida a una reforma completa. Un andamio colgaba amenazadoramente sobre la entrada, donde las tejas de la techumbre original llovían del cielo a un contenedor mal colocado. El capataz que supervisaba el trabajo debía de ser un canalla adormilado. Nos abrimos paso entre un revoltijo de tablones y escaleras hasta tropezar con un saco de herramientas. Gémino lo levantó del suelo y, cuando el capataz alzó la vista de la partida de damas que estaba jugando en un tablero dibujado en el polvo del suelo de mosaico a medio terminar, le pregunté si había visto a Tito por alguna parte y continuamos nuestra marcha a toda velocidad, simulando seguir la vaga indicación de su brazo levantado.
Siempre hay algún carpintero que se llama Tito y empleamos el nombre varias veces más para justificar nuestra presencia allí. Incluso un tipo obeso y quisquilloso envuelto en una toga, probablemente el propietario de la casa, nos dejó pasar sin hacer preguntas y se limitó a fruncir el entrecejo con aire malhumorado cuando nos cruzamos con él en un pasillo. Su propiedad llevaba meses en manos de aquellos patanes y ya no protestaba si alguien tropezaba con él, orinaba en sus bancales de acantos o echaba una siesta en su diván de lectura favorito con la túnica sucia de trabajar.
—¡Lo siento, gobernador! —Mi padre tuvo la habilidad de usar el mismo tono que un plebeyo torpe que acabara de atravesar con el pico una conducción de agua y tratara de desentenderse del asunto a toda prisa.
Me enteré de que Manlio estaba trabajando cerca del atrio, pero en el momento en que llegamos había allí demasiada actividad. Dejamos el lugar y empezamos a recorrer los comedores en busca de sabinas raptadas. El caserón era enorme y disponía de tres estancias distintas para banquetes. En la tercera dimos con Varga, que estaba retocando sus figuras femeninas.
El enyesador acababa de prepararle una nueva superficie en un sector de la pared. En la pintura al fresco, el truco consiste en trabajar muy deprisa. Varga se encontraba ante una gran superficie de yeso húmedo, en blanco y muy lisa, y disponía de un boceto con varios fondos y figuras. A su lado tenía una marmita con pintura de color carne ya preparada y en la mano blandía un pincel de pelo de tejón.
Entramos en la sala de improviso.
—¡Alto, Varga! ¡Deja el pincel! ¡Somos los Didio!
Las enérgicas frases, que me sobresaltaron tanto como al pintor, procedían de mi padre.
Varga, lento en reaccionar, continuó asido al pincel.
Gémino, que era un tipo robusto, agarró por el brazo al pintor con una mano y con la otra lo cogió por el cuerpo y lo levantó del suelo. A continuación, lo hizo girar en un semicírculo de modo que el pincel dejara un trazo rosa subido a lo largo del yeso recién alisado por un operario sumamente caro. Había sido un poema perfecto, brillante.
—¡Mico podría aprender algo, aquí! Pero no te quedes ahí parado, Marco, y arranquemos esa puerta de sus goznes. Corre a la cocina de ahí al lado y trae la cuerda que usan para colgar los trapos.
Perplejo, obedecí sus indicaciones. Nunca acepto órdenes de buen grado, pero aquélla era la primera vez que actuaba como soldado del clan de los Didio. Un clan de hombres duros, sin duda.
Llegaron a mis oídos los gemidos de Varga. Mi padre seguía sujetándolo enérgicamente y lo sacudía de vez en cuando, sin fijarse en lo que hacía. Cuando regresé, arrojó al pintor al suelo y me ayudó a levantar de sus bisagras de bronce una puerta plegadiza ornamental. Varga, jadeante, apenas se había movido. Lo incorporamos por la fuerza, le obligamos a abrir brazos y piernas y lo atamos a la puerta. Después, apoyamos ésta contra la pared opuesta a la que Varga se disponía a pintar y recogí la cuerda sobrante como si fuera la driza de la cubierta de un barco. De la cuerda aún pendían los trapos húmedos, lo cual contribuía a producir un efecto de irrealidad.
Varga quedó colgado de la puerta y dimos la vuelta a ésta, de modo que el pintor quedara boca abajo.
Un buen enlucido resulta muy costoso y debe pintarse mientras aún está húmedo. Los pintores de frescos que dejan pasar el momento tienen que pagar de su bolsillo el coste de rehacer el trabajo.
Mi padre me pasó el brazo por los hombros y bajó la vista hacia el rostro situado a la altura de sus botas.
—Varga, éste es mi hijo. Me he enterado de que tú y Manlio le habéis engañado como a un palurdo…
Varga se limitó a lanzar un débil gemido. Mi padre y yo nos acercamos a la pared en obras, tomamos asiento a ambos lados del área recién enyesada y apoyamos la espalda en el muro con los brazos cruzados.
—Vamos, Varga —continuó mi padre, persuasivo.
—No termina de entenderlo —intervine con una sonrisa torva.
—Claro que sí —murmuró Gémino—. ¿Sabes?, creo que una de las cosas más tristes del mundo es ver a un pintor de frescos contemplando cómo se seca la pared mientras él permanece atado e inmovilizado…
Mi padre y yo nos volvimos lentamente a contemplar el revoque a medio secar. Varga resistió cinco minutos más. Su rostro enrojecido aún mostraba una expresión desafiante.
—Háblanos de Orontes —apunté—. Sabemos que sabes dónde está.
—¡Orontes ha desaparecido! —balbució el pintor.
—No, Varga —le dijo mi padre en tono amable—. Orontes no ha desaparecido. Hasta hace muy poco seguía viviendo en vuestra pocilga del Celio. El pasado abril le encargué la reparación de una siringa a la que faltaba un caño. Como de costumbre, hizo un trabajo chapucero. Y no se lo pagué hasta noviembre. —Las condiciones comerciales de mi padre eran draconianas y oprimían a los pequeños artesanos, demasiado artistas para entrar en sutilezas mercantiles—. El dinero fue enviado a vuestra guarida…
—¡Y nosotros nos quedamos con él! —sostuvo Varga con desfachatez.
—Entonces, falsificasteis la marca de su sello en mi recibo. ¿Y cuál de vosotros dos se supone que hizo el trabajo que encargué a Orontes?
—¡Oh, lárgate ya, Gémino!
—Bueno, si vas a seguir en esa actitud… —Mi padre se puso de pie—. Estoy harto de todo esto —me dijo y, a continuación, hurgó en la bolsa que llevaba colgada de la cintura y extrajo de ella un puñal de considerables dimensiones.