XXXVIII

Manlio y Varga regresaron a altas horas de la noche, dando traspiés y discutiendo a voz en grito con otro grupo de delincuentes artísticos como si fuera pleno día. Oí abrirse una contraventana y una voz que les recriminaba el alboroto; el grupo respondió con una calma inocente que daba a entender que el incidente era un hecho habitual. Aquellos bohemios no tenían sentido de la hora. Tampoco tenían el menor sentido de la decencia, pero eso ya lo sabía desde que los había visto gorronear unos tragos por cuenta de Festo.

El resto del grupo se despidió de Manlio y Varga y estos dos emprendieron su bamboleante ascenso. Permanecí sentado, atento a su irregular avance. Los informantes siempre temen este momento, cuando están agazapados en la oscuridad más completa a la espera de un problema. Yo ya sabía bastantes cosas de ellos. Cualquiera que irrumpiese en su habitación tropezaría inevitablemente con las ánforas vacías. La estancia olía a rancio. Sus ocupantes tenían pocas ropas y éstas apenas visitaban la lavandería. Los horarios de aquellos tipos eran tan disparatados que, cuando se les ocurría darse un baño, hasta las termas públicas estaban cerradas. Pero no sólo vivían con sus propios olores, ya de por sí suficientemente intensos, sino también con los emanados por una compleja mescolanza de pigmentos: plomo, resina de palma, hiel, conchas marinas molidas y gredas, además de yeso, cal y bórax. Comían platos baratos, cargados de ajo y con abundancia de esas alcachofas que provocan tantas ventosidades.

Entraron por fin, manchados de pintura de pies a cabeza y enfrascados en burdos comentarios de política. El humo de su antorcha resinosa se sumó a los demás olores que allí moraban. Su luz me permitió observar que estaba en una habitación comunitaria, un reducido espacio en el que se apretujaban tres o cuatro camas, aunque los dos pintores parecían los únicos huéspedes que la ocupaban.

Ninguno de los dos mostró la menor sorpresa al encontrarme allí, sentado en la oscuridad. Ninguno de los dos protestó; no era la primera vez que topaba con artistas y tipos creativos y les había llevado un ánfora llena.

Uno era alto y el otro, bajito. Los dos llevaban los brazos al descubierto, no por alardear sino porque eran tan pobres que no tenían ni capa. Ambos rondaban la treintena, pero sus modales eran de adolescentes y sus hábitos, pueriles. Bajo el manto de roña, ambos podrían haber resultado apuestos —cada cual a su modo—, pero preferían distinguirse por la personalidad; algún buen amigo debería haberles avisado de que la personalidad también requería cierto esmero en el vestir.

Los vi colocar la antorcha en una vasija larga y estrecha, una elegante urna funeraria ateniense. Imaginé que aún contenía los restos del griego. Aquél debía de ser su concepto del humor: convertirlo en pie de lámpara.

Ninguno de los dos me reconoció.

—¿Quién eres?

—Me llamo Marco… —empecé a responder, tratando de hacer una presentación formal.

—¡Eh, Marco! ¡Encantado de verte, Marco!

—¿Qué tal te va, Marco?

Reprimí el impulso de declarar que sólo permitía que me llamaran por mi nombre propio algunos escogidos miembros de mi familia. Los bohemios no saben de normas de etiqueta; sobre todo, los que andan casi siempre borrachos.

El más alto de los dos, un hombre de ojos soñolientos que vestía una túnica que un día había sido blanca y lucía un flequillo de cabello negro desagradablemente húmedo, era Manlio, el dibujante. Especialista en miniaturas, su rincón de la habitación estaba decorado con dibujos de pequeñas columnas, festones y jarrones de flores.

Varga, por su parte, compensaba su cortedad de piernas con un ancho mostacho. Su túnica era de un color manganeso pardusco, con jirones de trencilla de un tono púrpura deslustrado, y llevaba sandalias con cordones dorados. Mamá lo habría considerado una persona de poco fiar. Varga era el auténtico pintor. Prefería audaces escenas de batalla con gigantes mitológicos de torso desnudo y tenía buena mano para los centauros trágicos; encima de su cama aparecía representado uno de cinco pies de altura, ensangrentado y con expresión agónica, atravesado por la lanza de una amazona.

—¡Qué maravilla de modelo!

—¿La chica o el caballo?

—El caballo, por supuesto. ¡Qué magníficas pezuñas!

Los comentarios eran satíricos; la amazona era despampanante. Fingí admirar los delicados tonos de su piel para que todos pudiéramos regodearnos disimuladamente en sus formas voluptuosas. Su cuerpo tenía algo de la muchacha que había posado para la escena, pero le debía más a la lujuria febril de Varga, que la había mejorado hasta casi deformarla. Me di cuenta de ello. Y reconocí a la modelo. La había visto en una ocasión, por lo menos. La doncella guerrera del mural estaba basada en una mujer de generosos encantos cuyas proporciones en la vida real dejaban a un hombre sin aliento, pero no sin esperanza. La amazona de la escena era para sueños desbocados.

La modelo original era una morena madura de ojos grandes y osados, unos ojos que en una ocasión se habían fijado en mi hermano, muy probablemente de forma premeditada.

Era la mujer junto a la que Festo se había sentado en el circo la noche en que arrojara a Marina a mis brazos. La misma noche —ahora estaba seguro de ello— en que Festo había vagado por la ciudad buscando a alguien (aunque tenía la impresión de que, por una vez, la mujer sólo había sido una mensajera).

—¿De quién es ese cuerpazo?

—De Rubinia… aunque yo he añadido algunos retoques. Rubinia suele compartir nuestra mesa.

Así pues, había dado con el lugar que buscaba, me dije. La noche de marras, Rubinia debió de decirle a Festo que encontraría a los pintores en La Virgen; probablemente, también le dijo dónde podía localizarla a ella, pero eso ahora carecía de importancia.

Solté una carcajada, complacido.

—Me parece que mi hermano la conocía.

—¡Es más que probable! —asintió Manlio con una risotada. Debía de decirlo por la tal Rubinia, porque no me había preguntado quién era mi hermano.

Quizá lo sabía.

O quizá no, al menos por el momento.

Mientras buscaba el modo de llevar la conversación a lo que me interesaba, nos recostamos en las camas con las botas puestas y bebimos en abundancia. (Los artistas no tienen madres que los eduquen como es debido… o, en todo caso, no tienen que obedecerles).

Mi referencia a Festo quedó olvidada. Los pintores eran gente despreocupada que le dejaban a uno mencionar a un conocido o a un pariente sin mostrar más curiosidad. Conocían a todo el mundo. Cualquier desconocido era un amigo, si se presentaba con un ánfora de vino o lo encontraban en una taberna con la bolsa llena. Que recordasen a un antiguo benefactor, con tantos como tenían, no sería tarea fácil.

Nuestro encuentro resultó todo lo terrible que yo esperaba. Los dos pintores se pusieron a hablar de política. Manlio era republicano. Yo también lo era, aunque me guardé de mencionarlo en presencia de aquellos tipos tan sueltos de lengua. Una esperanza demasiado vehemente en la restauración del antiguo orden implicaba el derrocamiento del emperador. Vespasiano podía ser un viejo carcamal tolerante, pero la traición seguía siendo un delito capital y yo prefería evitar tales pasatiempos. Bastante tenía con verme acusado del asesinato de un soldado.

Manlio era decidido partidario de eliminar a Vespasiano; Varga odiaba al Senado entero. Tenían un plan para convertir Roma en una galería pública gratuita, abastecida mediante la incautación de las colecciones de los patricios y el saqueo de los atrios públicos y financiada por el Tesoro. El plan era sumamente detallado… y absolutamente impracticable en sus manos. Aquel par habría sido incapaz de organizar una orgía en un burdel.

—Podríamos llevarlo a cabo —afirmó Varga— si la clase dirigente no estuviera protegida por las cotas de malla y la mentalidad fanática de la guardia Pretoriana.

Decidí no mencionar que en ocasiones había trabajado como agente imperial, no fuera a aparecer decapitado en mitad de una plaza pública. Los artistas no tienen medida de la proporción… y los borrachos no tienen medida.

—¡Esta ciudad está gobernada mediante el miedo! —farfulló Manlio—. Por ejemplo… aquí tienes un ejemplo, Marco: ¿por qué todos los esclavos llevan la misma ropa que el resto de nosotros? ¿Por qué se preocupan sus amos de que así sea?

—¿Porque trabajan mejor si están bien abrigados, quizá?

Mi respuesta provocó una enorme risotada.

—¡No! ¡Porque, si llevaran un uniforme propio de esclavos se darían cuenta de que son millones y que están dominados por un simple puñado de hijos de perra a los que podrían barrer fácilmente si se lo propusieran!

—¡Estupendo, Espartaco!

—Lo digo en serio —murmuró Manlio, al tiempo que concentraba sus esfuerzos en servirse otra copa.

—¡Por la república! —brindé con él, sin alzar la voz—. ¡Cuando cada hombre labraba su propio surco, cuando todas las hijas eran vírgenes y todos los hijos se quedaban en casa hasta cumplir los cuarenta y nueve, diciendo «Sí, padre» a todo!

—¡Eres un cínico! —comentó Varga, sin duda el más astuto de aquel par de despreocupados.

Mencioné que tenía un sobrino empleado como aprendiz de un pintor de frescos en la costa de Campania. En realidad, me había acordado de Lario porque, por un instante, temí que pudiera haberse unido a algún inútil degenerado como aquel par. El muchacho era tan sensato que daba rubor pero, aun así, debería haberme asegurado antes de dejarlo allí.

—¡Campania es un estercolero! —murmuró Manlio—. Estuvimos allí y era horrible. Fuimos por el sol y las mujeres y las exquisitas uvas… además de por los clientes prodigiosamente ricos, por supuesto. No hubo suerte. Un hatajo de presuntuosos, Marco. Nadie que no sea griego o del lugar les interesa. Nos volvimos aquí.

—¿Tenéis trabajo en este momento?

—Desde luego. Un buen encargo. Varga está haciendo El rapto de las sabinas para que lo contemplen los aristócratas mientras se zampan un pavo real en gelatina. Varga crea un rapto espléndido…

—¡No puedo creerlo!

—Estoy haciéndolo en un par de habitaciones de la casa: uno en blanco y otro en negro. A ambos lados del atrio. El equilibrio, ¿comprendes? Me atrae el equilibrio.

—Y dobla tus ingresos, ¿no?

—Para los artistas el dinero no significa nada.

—Esta generosa actitud explica por qué has tenido que rebajarte a pintar esos toscos esbozos en La Virgen. En pago por lo que debías, ¿me equivoco?

—¿Eso? —Varga frunció el entrecejo.

—Estabais de juerga —apunté, apreciando la calidad de lo que pintaba para su propio gusto.

—Lo estábamos, Marco. ¡La necesidad de beber es algo terrible!

Ya me había cansado de aquello. Los pies se me habían calentado lo suficiente para empezar a dolerme; el resto de mi cuerpo estaba tenso, cansado y aburrido. Estaba harto de beber, harto de contener la respiración en aquella atmósfera insalubre y harto de contemporizar con borrachos.

—¡No me llames Marco! —exclamé bruscamente—. No me conoces lo suficiente.

Ambos me miraron con la vista nublada. Estaban muy lejos del mundo real. Los habría puesto en un aprieto con sólo preguntarles su nombre o su fecha de nacimiento.

—¿A qué viene eso, Marco?

—Volvamos al principio: soy Marco Didio Falco —terminé de presentarme, con una hora de retraso. Gracias a los efectos de mi ánfora, su euforia se había aplacado y esta vez me dejaron terminar—. Vosotros conocisteis a Marco Didio Festo: un nombre distinto, un rostro distinto y, os lo aseguro, una personalidad distinta.

Manlio, quizás el que sacaba a ambos de apuros habitualmente, movió una mano, consiguió posarla sobre la cama y se incorporó a medias. Intentó decir algo, pero se dio por vencido y volvió a tumbarse.

—¿Festo? —dijo Varga con voz temblorosa, mirando el techo. Sobre su cabeza, situada de modo que pudiese contemplarla cuando estaba sumiéndose en el sueño, había pintado una pequeña y exquisita Afrodita tomando un baño, cuyo modelo no había sido Rubinia sino una rubia menuda y exquisita. Si la imagen reflejaba la realidad, lo mejor que podía haber hecho el pintor era llevarse a la rubia a la cama, pero las rubias esperan, por lo menos, tener la comida segura y un surtido de collares de cuentas. De lo contrario, la inversión en el tinte de cabello carece de sentido.

—Festo —repetí, esforzándome por obtener algo coherente de mi visita.

—Festo… —Varga se volvió de costado para mirarme con los párpados entrecerrados. En un rincón de aquellos ojos hinchados parecía brillar tenuemente un nuevo nivel de inteligencia—. ¿Y qué se te ofrece, Falco?

—Varga, quiero que me digas por qué quería verte Marco Didio Festo cierta noche de hace cinco años, cuando te vi con él en La Virgen.

—¡Pero si es incapaz de recordar con quién estuvo en la taberna hace apenas cinco días! —intervino Manlio, recuperando los pedazos de sus facultades—. ¡No quieres nada…!

—Lo que quiero es conservar el cuello y escapar del verdugo —repliqué con franqueza—. Un soldado llamado Censorino ha sido asesinado, probablemente por querer averiguar lo mismo que yo. A menos que consiga saber qué sucedió en realidad, me condenarán por esa muerte. Por lo tanto, presta atención y escucha bien lo que digo: ¡soy un hombre desesperado!

—No sé nada de nada —me aseguró Varga.

—¡Sabes lo suficiente para mentir! —exclamé con voz áspera. Después, suavicé el tono para añadir—: Festo ha muerto, de modo que no vas a perjudicarlo. Incluso puede que la verdad proteja su reputación, aunque, para ser sincero, no lo espero; por lo tanto, no te calles nada para evitar ofenderme.

—No tengo la menor idea de qué me estás hablando —repitió Varga.

—¡No soporto a la gente que se hace pasar por idiota! Me volví en la cama donde estaba recostado, agarré al tipo por el brazo derecho y se lo retorcí hasta que dejó escapar un quejido. Al tiempo que me abalanzaba sobre él, desenvainé el puñal y apliqué el filo de la hoja sobre su muñeca de modo que, al menor movimiento, él mismo se hiriese. —Deja de tomarme el pelo. ¡Sé que te viste con Festo y sé que es importante! ¡Canta, Varga, o te rebano la mano de pintar!

El tipo se puso blanco. Demasiado borracho para resistirse y, en cualquier caso, demasiado inocente para hacerlo, me miró aterrorizado, casi incapaz de respirar. Me sentía tan frustrado por su falta de colaboración que estuve a punto de cumplir mi amenaza. Me daba miedo a mi mismo y Varga se dio cuenta de ello. Su garganta emitió un vago gorgoteo.

—¡Habla, Varga! ¡No seas tímido!

—No recuerdo haber conocido a tu hermano…

—Yo sí recuerdo que lo conociste —repliqué fríamente—. ¡Y ni siquiera formaba parte de la conspiración!

El otro pintor se volvió hacia mí, inquieto. Por fin estaba llegando a alguna parte.

—No participamos en ninguna conspiración —intervino Manlio desde el otro lecho—. ¡Ya se lo dije al soldado cuando estuvo aquí!