Cuando dejé la Saepta Julia, el aire era frío y enrarecido. Estuve a punto de encaminarme a las termas de Agripa, pero no me apetecía tener que emprender el largo camino a casa en una noche invernal después de haber estado en lugar tan cómodo y cálido. Era mejor terminar primero el trabajo duro y dejar el descanso para más tarde.
Gémino se había ofrecido a llevarme en su litera ornamental hasta el sector Decimotercero, pero preferí caminar. Ya había tenido suficiente. Necesitaba estar a solas. Necesitaba pensar.
Helena me estaba esperando.
—Sólo un beso rápido, querida, y nos vamos.
—¿Qué sucede?
—¡Ando metido en una buena! Primero, me emplea mi madre para que demuestre que Festo no fue un delincuente; ahora, me contrata mi padre porque, probablemente, lo fue.
—Por lo menos, tu hermano te proporciona trabajo —comentó mi encantadora Helena, siempre tan optimista—. ¿Voy contigo para ayudarte?
—No. Ese incontrolable Gémino me ha cargado el asunto del fidias. Puede que ciertos acreedores con malas pulgas se presenten aquí a buscarme. Tendrás que refugiarte en algún lugar más seguro hasta que se calmen las cosas. Te llevaré a casa de los parientes que quieras.
Decidió volver a casa de mi madre. La acompañé hasta allí, rehuí las preguntas de mi mamá, prometí acudir a verlas cuando pudiera y, a continuación, me encaminé al Celio mientras caía la noche.
Esta vez estaba dispuesto a encontrar a los amigos de mi hermano, los pintores de aquellos murales detestables.
Probé en La Virgen, sin éxito.
Probé en todos los demás locales donde podían estar Varga y Manlio, pero tampoco los encontré. Aunque era un fastidio, resultaba imprescindible para el curso de mi trabajo. Una investigación es, sobre todo, una serie de chascos y fracasos. Se necesitan unas botas gruesas y un ánimo fuerte, además de una capacidad infinita para permanecer despierto mientras uno monta vigilancia en una pérgola ventosa, esperando que ese extraño ruidito escurridizo sea sólo una rata, no un hombre con un puñal, aunque uno sepa que, si aparece la persona que está vigilando, esas mismas botas serán un engorro.
—¿Por qué no acudes directamente a los coleccionistas de arte y les explicas la situación? —me había sugerido Helena.
—Lo haré. Espero tener algo que ofrecerles primero.
Mientras vigilaba la entrada de una posada de mala muerte que daba auténtica grima, en la peor zona de un barrio poco recomendable de la ciudad despiadada, me pareció muy improbable que una estatua griega antigua y excepcional estuviera aguardando allí, con los pies tan fríos como los míos, el traslado en un carretón a otro ambiente más refinado.
Debí de permanecer en el mismo lugar cerca de cuatro horas. En un frío jueves de marzo como aquél, eso era muchísimo tiempo.
La calle estaba oscura como boca de lobo. Era corta, estrecha y pestilente; un lugar muy adecuado para establecer comparaciones con la vida. La actividad noctámbula era bulliciosa: borrachos, fornicadores, más borrachos, gatos que habían aprendido de los fornicadores y borrachos aún más ebrios. Hasta gatos borrachos, probablemente. En aquel barrio todo el mundo le había estado dando a algún ánfora, lo cual me resultaba muy comprensible. Allí, todo el mundo andaba perdido: perros, gatos, humanos… Incluso la brigada de bomberos, cargada con cubos de agua medio vacíos, me preguntó por dónde se iba a la calle de la Ostra. Les indiqué el camino más corto, pero luego vi desaparecer sus antorchas humeantes en la dirección contraria. Los apagafuegos buscaban una taberna donde tomar una copa rápida; por ellos, el incendio podía continuar.
Una prostituta me propuso un asunto rápido de otra clase, pero la rechacé alegando que no tenía en buen estado las cañerías. La mujer soltó una carcajada y se lanzó a explicar una serie de teorías médicas que me hicieron sonrojar. La corté, identificándome como uno de los vigilantes de la guardia nocturna, y ella se alejó apresuradamente, con paso tambaleante y mascullando maldiciones. Aquella noche, en las calles más anchas del barrio, incluso el ruido nocturno de los carros de reparto de mercancías parecía más reducido de lo habitual. Por encima de su traqueteo, estridente en el aire gélido, escuché las notas de una corneta pretoriana llamando a retreta en el gran campamento. Sobre mi cabeza, donde debería haber estrellas, sólo se extendía la oscuridad.
Finalmente, los transeúntes se hicieron más esporádicos. Tenía los pies helados y las piernas demasiado cansadas para quitarme el frío pataleando. Llevaba puestas dos capas y tres túnicas, pero el aire gélido me penetraba hasta los huesos. Aun cuando me encontraba a bastante distancia del río, la niebla del Tíber se colaba en mis pulmones. No corría ni un soplo de brisa; sólo reinaba aquel frío callado y engañoso, como un animal que le devoraba a uno el corazón mientras permanecía allí plantado.
Era una de esas noches en las que los ladrones profesionales echan un rápido vistazo al exterior y deciden quedarse en casa e incordiar a sus esposas. Alguna mujer con el corazón destrozado andaría rondando por las inmediaciones del puente Emiliano a la espera de un momento de soledad para encaramarse al pretil y saltar al vacío. Ante las puertas del circo, más de un mendigo estaría agonizando entre toses. Niños perdidos y esclavos fugitivos debían de acurrucarse contra las enormes murallas negras bajo la Ciudadela y más de uno debía de sumirse en el Hades accidentalmente, al olvidarse de respirar. No había viento, ni siquiera llovía pero, de todos modos, era una noche cruda, ominosa y penosa. Y me resultaba muy ingrato tener que pasarla allí, al aire libre.
Por último, me salté las normas sobre las vigilancias y decidí entrar en la casa de huéspedes en que se alojaban los pintores. Abrí la chirriante puerta, ascendí a tientas cinco tramos de escalera (afortunadamente los había contado en mi anterior visita al lugar), encontré la habitación, pasé media hora intentando forzar la cerradura, descubrí que la puerta estaba abierta de todos modos y, a continuación, me senté en la oscuridad a la espera de que se presentaran. Allí, por lo menos, estaba a cubierto.