XXXV

Cayo Baebio no había exagerado respecto al número de registros de arribadas que tendríamos que revisar en el puerto. Lo acompañé a Ostia. No tenía intención de quedarme allí, sino sólo de proporcionarle el estímulo inicial, pero me quedé horrorizado ante las montañas de rollos que los colegas de mi cuñado se ofrecieron gustosamente a poner a nuestro alcance.

—¡Por Júpiter, vienen tambaleándose como Atlas bajo el peso del mundo! —dije al verlos—. ¿Cuántos más hay?

—Unos pocos. —Es decir, unos pocos centenares. Cayo Baebio siempre procuraba no perturbar a nadie.

—¿Cuántos años guardáis los registros?

—Los tenemos archivados todos, desde que Augusto instituyera las tasas a la importación.

—¡Es asombroso! —exclamé en un intento por aparentar veneración.

—¿Has descubierto el nombre del agente de Festo?

—No he tenido suerte —respondí, irascible. (Me había olvidado por completo del asunto).

—No querría tener que leer esta montaña de documentos dos veces…

—Tendremos que pasar por alto ese dato y hacer lo que podamos.

Decidimos que yo repasaría la lista de nombres de los barcos mientras Cayo Baebio revisaba lentamente las columnas con la anotación del consignatario. Tuve la desagradable sensación de que con aquel método de trabajo nos perderíamos algún detalle.

Afortunadamente, había dado a Helena instrucciones de que me llamara ante cualquier emergencia… y que aplicase esta definición de la manera más amplia posible. A la mañana siguiente, recibí un recado en el que me informaba que debía volver para encontrarme con Gémino.

—Lo siento. Es una molestia terrible, Cayo, pero tengo que ir. De lo contrario, quebrantaría las condiciones de mi libertad condicional.

—Está bien, ve.

—¿No te importa tener que seguir tú solo?

—No, no.

Me percaté de que Cayo Baebio había decidido que mi manera de inspeccionar los documentos era demasiado despreocupada. Se alegraba de verme partir, pues de ese modo podría imponer su ritmo pausado. Lo dejé allí, dándose importancia entre sus horribles colegas aduaneros, y huí de vuelta a Roma.

La petición de una visita a Gémino era auténtica.

—¡No te mandaría un recado falso estando tan ocupado! —exclamó Helena, escandalizada.

—Pues claro que no, amor mío… ¿A qué se debe esa urgencia?

—Gémino teme que la gente que interrumpió la subasta proyecte actuar de nuevo.

—¡No me digas que ha cambiado de idea y acepta mi ayuda!

—¡Tú cuida de que no te hagan daño! —murmuró Helena al tiempo que me abrazaba con inquietud.

Tan pronto como llegué a la Saepta, tuve la impresión de que los demás subastadores acogían mi aparición con miradas maliciosas. Reinaba allí una atmósfera inquietante. La gente chismorreaba en corrillos que guardaban silencio cuando pasaba a su lado.

El tumulto ya se había producido, en esta ocasión en el propio almacén. Durante la noche, unos intrusos habían destrozado el material allí guardado. Gornia, el capataz de los mozos de cuerda, encontró tiempo para contarme que había descubierto el destrozo por la mañana. La mayor parte ya había sido retirada, pero aún pude ver suficientes divanes destripados y cómodas destrozadas como para calcular que las pérdidas eran serias. Fragmentos de cerámica llenaban varios cestos en la acera y escuché el tintineo de los trozos de cristal arrastrados por una escoba. Los bronces estaban llenos de inscripciones pintadas. En el amplio hueco de la entrada, la que fuera una estatua de Príapo había perdido, como dicen los catálogos, sus atributos.

—¿Dónde está Gémino?

—Ahí dentro. Tiene que descansar. Haz algo por él, ¿quieres?

—Si puedo…

Me abrí paso entre una pila de bancos y una cama volcada, me golpeé la oreja con una cabeza de jabalí disecada, me agaché bajo unos taburetes colgados precariamente de una viga inclinada y alcancé entre maldiciones el siguiente tabique divisorio del interior del almacén. Encontré a mi padre arrodillado en el suelo, concentrado en recoger cuidadosamente una serie de piezas de marfil. Tenía la tez cenicienta, aunque exhibió su habitual acaloramiento cuando advirtió mi presencia después de que hube carraspeado. Intentó ponerse de pie pero el dolor se lo impidió. Lo cogí por un brazo y lo ayudé a incorporar su cuerpo rechoncho.

—¿Qué es esto?

—Me patearon las costillas…

Encontré un resquicio de pared libre donde pudiera apoyarse y lo acerqué hasta allí.

—¿Quieres decir que estabas aquí cuando sucedió?

—Sí. Dormía en el piso de arriba.

—Helena me ha dicho que esperabas a una banda. Si me hubieras avisado antes, podría haberte hecho compañía.

—Ya tienes tus propios problemas.

—¡Y tú eres uno de ellos, créeme!

—¿Por qué estás tan irritado?

Como solía sucederme con mis parientes, no tenía la menor idea.

Lo examine por si tenía alguna herida o fractura. Gémino aún estaba demasiado aturdido para impedirlo, aunque no dejó de protestar. Tenía una contusión tremenda en el brazo, unos rasguños en la cabeza y las costillas magulladas. Viviría, pero había recibido todo lo que podía soportar. El cuerpo le dolía demasiado para subir al despacho, de modo que nos quedamos allí.

Había estado en el almacén suficientes veces para advertir, pese al desorden, que había más espacio vacío del habitual.

—Veo un montón de huecos, padre. ¿Significa eso que anoche te hicieron trizas el material, o que últimamente estás perdiendo clientela?

—Ambas cosas. Cuando uno tiene dificultades, la noticia vuela.

—Entonces, ¿algo anda mal?

Gémino me miró fijamente.

—Te he hecho venir, ¿no? —dijo.

—Sí, es cierto. ¡Las cosas deben de estar fatal, pues! Yo creía que sólo querías comprobar que no había violado la libertad provisional…

—Imposible —replicó mi padre con una sonrisa—. Tú eres uno de esos tipos arrogantes que se creen capaces de demostrar su inocencia de los cargos que les imputan.

—Tratándose de una acusación de asesinato, más me vale.

—¡Y ya que el dinero de tu fianza es mío, más te vale no esfumarte!

—¡Te devolveré el condenado dinero! —Ya estábamos enfrascados de nuevo en una pelea—. ¡Yo no te pedí que intervinieras! Si me encuentro en una situación desesperada, siempre puedo recurrir a mamá para un soborno judicial…

—¡Seguro que eso te escuece!

—Sí, pica —reconocí. Eché la cabeza hacia atrás en un gesto de hastío—. Por todos los dioses, ¿cómo me meto en estos líos?

—¡Por puro talento! —aseguró mi padre. También él respiró hondo y se tranquilizó—. Así pues, ¿cuándo resolverás esa muerte? —Me limité a hacer una mueca. Gémino cambió de tema—: Helena me envió noticia de que debía mandar por ti a Ostia. ¿Has tomado algún bocado en el trayecto, o quieres terminarte mi almuerzo? Después de la paliza me siento incapaz de probarlo, pero no quiero que la de casa empiece a…

Algunas tradiciones se mantenían aunque cambiaran las personas. Mamá siempre lo despedía por la mañana con la comida del mediodía en una cesta. Si mi padre tenía que dormir fuera para custodiar algún tesoro de especial valor, ella se empeñaba en enviar a alguno de nosotros con el pan, el queso y los embutidos. Ahora era la pelirroja quien le suministraba su refrigerio, ya no tanto para apartarlo de las casas de comidas caras, supongo, sino por la sencilla razón de que Gémino estaba habituado a esa rutina.

No me gustaba verme arrastrado a aquellos asuntos domésticos, pero Helena me había puesto en la calle sin darme de comer y estaba hambriento. Di cuenta de su almuerzo.

—Gracias. No puede compararse con la comida de mamá. Se alegrará de oírlo.

—Siempre has sido un chico encantador —suspiró mi padre.

A decir verdad, Gémino llevaba una vida lujosa. Cuando hube terminado los riñones fríos envueltos en jamón, con rebanadas de pastel rancio empapado en una salsa picante, mi padre se sintió lo bastante despejado para decir:

—Puedes dejarme la remolacha.

Aquello me devolvió al pasado. Papá siempre había sido un adicto a la remolacha.

—Aquí la tienes… Tu jamón ha llenado un hueco, pero me apetecería algo para ayudar a bajarlo.

—Arriba —indicó Gémino—. Tendrás que ir tú mismo.

Me dirigí al despacho. No observé signos de devastación, de modo que la intervención de mi padre debía de haber evitado que los intrusos llegaran hasta allí. Era de esperar que hubiesen intentado forzar el arcón del dinero. Y cabía la posibilidad de que regresaran por él, reflexioné con inquietud.

Aún andaba buscando una jarra de vino cuando, a pesar de todo, Gémino asomó por la escalera, tambaleante. Me sorprendió contemplando el objeto especial de esa semana.

Era una de aquellas vasijas que tanto le gustaban, pintada de un cálido tono ámbar con relieves más oscuros en varios tonos terrosos. La tenía instalada sobre una peana no excesivamente fina. Parecía extraordinariamente antigua y de procedencia jónica, aunque yo había visto algunas parecidas en comercios de Etruria. Tenía una forma grácil, con un bello pie a franjas y una base con decoración floral, sobre la cual el amplio cuerpo representaba una escena de Hércules conduciendo al cautivo Cerbero ante el rey Euristeo, con el rey tan atemorizado que se había escondido de un salto en una gran olla negra. Los personajes estaban llenos de vida: Hércules, con la piel de león y el garrote, y Cerbero, la imagen misma de un perro del Hades, con sus tres cabezas diferenciadas mediante distintos tonos de pintura. Salvo por su abigarrado cortejo de serpientes moteadas, Cerbero me recordó al perro de Junia, Ajax. La pieza era hermosa pero, por alguna razón, no acababa de satisfacerme.

Gémino se había acercado y observó mi expresión ceñuda.

—¡Las asas! —dijo.

—¡Ajá! —El truco más viejo en la historia de los fraudes—. Sabía que algo no encajaba. De modo que tu restaurador necesita una lección de historia del arte, ¿no?

—Tiene su utilidad.

El tono evasivo de su voz me avisó que no insistiera en el tema. Estaba entrometiéndome en los secretos del oficio.

Podía imaginar el asunto. De vez en cuando aparece a la venta algún artículo con una historia poco clara o de procedencia poco fiable. A veces, es mejor retocar el objeto antes de presentarlo en público: cambiar una fronda de bronce de unas hojas de acanto, sustituir la cabeza de una estatua, poner patas de sátiro en lugar de zarpas de león en un trípode de plata… Yo sabía que tales cosas se hacían. Incluso conocía a algunos de los mañosos restauradores que se dedicaban a ello. En ocasiones había sido el frustrado espectador de una subasta que sospechaba de los arreglos pero no podía demostrar el fraude.

Estar al corriente de tales conductas formaba parte de mi tarea de informante. La búsqueda de obras de arte robadas, aunque nunca bien pagada, era una de mis actividades complementarias. Los coleccionistas siempre esperaban una rebaja, incluso por los servicios normales. Estaba harto de presentar minutas de gastos para oír como respuesta si aquello era todo lo que podía hacer. Casi todos los que sufrían el robo de sus tesoros eran sumamente desfachatados, pero irremediablemente novatos. Concederles un diez por ciento de descuento como comerciantes «del ramo» era un insulto a los auténticos conocedores que la Saepta tenía.

—No es lo que estás pensando —aseguró mi padre de repente—. La he conseguido gratis. Le faltaba toda la parte superior. Mi operario la ha recreado, pero es un idiota. Con esa boca ancha, debería tener las asas en el cuerpo. —Hizo un gesto para dibujarlas en la parte donde se ensanchaba. El restaurador había desplazado las dos asas hacia arriba situándolas en el cuello de la vasija, como si se tratase de un ánfora—. Ese hombre no sabe distinguir un jarrón de una maldita jarra, esa es la verdad. —Al observar mi mirada de escepticismo, se sintió obligado a añadir—: Es para vender «tal como está». Por supuesto, mencionaré lo que se ha hecho… ¡a menos que el cliente me caiga realmente mal!

Me limité a comentar:

—¡Me temo que el semidiós ha atado a Cerbero con una rienda muy fina!

Tras esto, mi padre sacó la bandeja con la jarra de vino de rigor y nos sentamos de nuevo en torno a aquellas estúpidas copitas.

—¡Y ahora, deja de comportarte como un estúpido! —dije intentando adoptar un enérgico tono filial—. Esta vez vas a contarme qué diablos está sucediendo.

—Cuando te pones furioso, eres peor que tu madre.

—Hay alguien a quien no le caes bien, padre —dije con voz paciente—. ¡Alguien más, aparte de mí!

—Sí, alguien me exige dinero —respondió mi honorable padre con un gesto despectivo—. Un dinero que yo me niego a entregar.

—¿Protección?

Advertí un destello de vacilación en sus ojos.

—No, exactamente. Pagar me protegería de estas provocaciones, desde luego, pero no es ése el fondo de la reclamación.

—Entonces, ¿se trata de una cuenta pendiente?

—Se trataba.

—¿La has resuelto, pues?

—Temporalmente.

—¿Significa eso que a partir de ahora van a dejarte en paz?

—Sólo por el momento.

—¿Cómo lo has conseguido?

—Muy sencillo —respondió Gémino—. Anoche, mientras me sacudían de lo lindo, les dije que la persona con quien en realidad tienen que tratar el asunto eres tú.