Cuando llegué al apartamento, encontré a Helena olisqueando las túnicas que habíamos llevado durante el viaje, recién recogidas de la lavandería de la planta baja del edificio.
—¡Por Juno, no soporto el invierno! Las cosas que mandas a limpiar vuelven peor de lo que estaban. No te pongas estas túnicas; huelen a rancio. Deben de haber estado demasiado tiempo en la cesta antes de tenderlas. Las llevaré a casa de mis padres y volveré a lavarlas.
—¡Oh!, cuelga las mías de una puerta para que se aireen un poco. No me importa. Algunos de los sitios donde he estado hoy no eran muy adecuados para blancos prístinos.
La besé y ella aprovechó la ocasión para olisquearme, provocadora. Lo que vino después nos tuvo ocupados hasta la hora de cenar.
Siguiendo la costumbre de la casa, cociné yo. Teníamos medio pollo, que guisé en aceite y vino usando una ruidosa caldereta de hierro sobre la rejilla del fogón. No teníamos hierbas porque estábamos ausentes en la época en que deberíamos haberlas recogido. Helena poseía una costosa colección de especias, pero era preciso recogerlas de casa de sus padres. En resumen, las cosas andaban aún más desorganizadas de lo normal en el apartamento. Cenamos sentados en taburetes, con los platos sobre las rodillas, puesto que aún me quedaba por conseguir una mesa nueva. Mi alarde ante Junia no había sido vano: en efecto, Helena y yo poseíamos un impresionante servicio de mesa de loza de Samos, de un color rojo lustroso. Pero, por seguridad, lo teníamos guardado en casa de mi madre.
De pronto, me sentí profundamente desalentado. Fue pensar en aquella vajilla lo que desató mi abatimiento. A mi alrededor crecían los problemas y la perspectiva de tener empaquetada y guardada a distancia, quizá para siempre, nuestra única posesión civilizada me resultaba insoportable.
Helena percibió mi estado de ánimo.
—¿Qué sucede, Marco?
—Nada.
—Hay algo que te inquieta… además del asesinato.
—A veces pienso que toda nuestra vida está guardada entre paja en un desván, aguardando un futuro que quizá nunca tengamos.
—¡Oh, querido! Me parece que debería ir a buscar tu tableta de poemas para que escribas una buena elegía morbosa.
Helena se mofaba de las poesías melancólicas que yo trataba de escribir desde hacía años; por alguna razón, prefería que me dedicase a las sátiras.
—Escucha, cariño, si consiguiera reunir los cuatrocientos mil sestercios y el emperador se dignara incluir mi nombre en la categoría de la clase media, ¿estarías dispuesta a casarte conmigo?
—¡Primero, encuentra esos cuatrocientos mil! —fue su respuesta automática.
—Entonces, me doy por respondido —murmuré en tono pesaroso.
—¡Ah…! —Helena dejó el plato vacío en el suelo, se arrodilló junto a mi taburete y me rodeó con sus brazos, extendiendo sobre mis rodillas su estola roja, cálida y reconfortante. Su piel, levemente perfumada al agua de romero que utilizaba para enjuagarse el cabello, olía a limpio y a dulce—. ¿Por qué te sientes tan inseguro? —Ante mi silencio, preguntó—: ¿Quieres oírme decir que te quiero?
—Podría soportarlo.
Me lo dijo. Lo soporté. Ella añadió algunos detalles que me elevaron el ánimo ligeramente. Helena Justina tenía convincentes dotes para la retórica.
—Entonces, Marco, ¿qué es lo que anda mal?
—Quizá, si estuviéramos casados, me sentiría seguro de que me perteneces.
—¡No soy ningún juego de jarras de vino!
—Claro que no. En una jarra podría grabar mi nombre. De ese modo, además —insistí con obstinación—, tú también tendrías la seguridad de que te pertenezco.
—Eso ya lo sé —replicó, sonriente—. Aquí estamos. Vivimos juntos. Tú desprecias mi rango y yo deploro tu historia pasada, pero somos lo bastante estúpidos para haber elegido hacernos mutua compañía. ¿Qué más quieres, cariño?
—Podrías dejarme en cualquier momento.
—¡Tú también podrías hacerlo!
Conseguí dirigirle una sonrisa.
—Tal vez ése sea el problema, Helena. Tal vez temo que, sin un contrato que respetar, pueda largarme en un acceso de mal genio y luego lamentarlo toda la vida.
—¡Los contratos sólo existen para establecer las condiciones en que pueden ser rotos! —Toda sociedad necesita de alguien sensato a fin de mantener las ruedas del carro en los surcos adecuados—. Además —añadió en tono burlón—, cada vez que te largas, yo voy a buscarte… —En eso tenía razón—. ¿Quieres emborracharte?
—No.
—¿Quizá lo que quieres, entonces —apuntó, esta vez con un asomo de aspereza—, es quedarte sentado a solas en este cuchitril destartalado, lamentándote de lo injusto de la vida y contemplando cómo un escarabajo solitario trepa por la pared? ¡Ah!, ya entiendo. Eso es lo que le gusta hacer a un informante: quedarse solo y aburrido mientras piensa en sus deudas, en la falta de clientes y en el montón de mujeres desdeñosas que se han aprovechado de él. De ese modo se siente importante. ¡Llevas una vida demasiado muelle, Marco Didio! Aquí estás, compartiendo una cena frugal pero sabrosa con tu ruda pero afectuosa enamorada… Evidentemente, esto echa a perder tu velada. ¡Quizá debería marcharme, querido, para que puedas entregarte a la desesperación como es debido!
Exhalé un suspiro.
—¡Sólo deseo tener cuatrocientos mil sestercios… y sé que no puedo conseguirlos!
—Pídelos prestados —apuntó Helena.
—¿A quién?
—A alguien que los tenga. —Helena pensaba que era demasiado tacaño para pagar intereses.
—Ya tenemos suficientes problemas. No es preciso que nos aplaste el peso de las deudas. Y no se hable más del tema. —La estreché aún más entre mis brazos y alcé el mentón—. Veamos si eres una mujer de palabra. Ya has sido ruda conmigo, princesa… ¿qué te parece si ahora eres un poco afectuosa?
Helena me sonrió. Y la sonrisa respondió cumplidamente a su amenaza; la sensación de bienestar que me produjo fue incontrolable. Cuando empezó a hacerme cosquillas en el cuello, me redujo a la impotencia.
—Nunca me lances un desafío como ése, Marco, a menos que estés seguro de que puedes afrontar las consecuencias…
—Eres una mujer terrible —gemí, ladeando la cabeza en un débil intento por evitar su mano juguetona—. Haces que me sienta esperanzado. Y la esperanza es demasiado peligrosa.
—El peligro es tu elemento natural —replicó ella.
En el escote de su vestido había un pliegue que se abría ligeramente de sus broches; hice más amplia la abertura y besé la piel cálida y delicada que cubría.
—Tienes razón; el invierno es de lo más molesto. Cuando la ropa vuelve de la lavandería, todo el mundo se pone demasiada. —Pero me entretuve intentando nuevamente quitarle unas cuantas prendas…
Nos acostamos. En Roma, durante el invierno y sin aire caliente en los humeros de las paredes ni esclavos que repusieran carbón en una hilera de braseros, no se puede hacer otra cosa. Todas mis preguntas quedaban por responder, pero eso no era nada nuevo.