El local de Flora se encontraba en un estado de confusión aún mayor del habitual: tenían decoradores.
Epimando rondaba por el exterior, privado de su cocina pero esforzándose por servir bebidas y bocados fríos a los clientes a los que no importaba comer en la calle.
—¿Qué es esto, Epimando?
—¡Falco! —me saludó efusivamente—. ¡Me habían dicho que estabas detenido!
—Pues bien, aquí estoy. ¿Qué sucede? —pregunté con un gruñido.
—Después del problema de la habitación —murmuró con tacto—, están remozando todo el local.
La tabernucha llevaba abierta diez años, al menos, y hasta entonces nunca había visto una brocha de pintor. Evidentemente, un asesinato en el local era bueno para los negocios.
—¿Y quién ha dado orden de hacerlo? Supongo que no habrá sido la legendaria Flora.
Epimando no hizo caso de mi comentario y continuó parloteando:
—Estaba muy preocupado por lo que pudiera sucederte…
—¡Lo mismo que yo!
—¿Saldrás bien librado de ésta?
—No tengo idea. Pero si alguna vez atrapo al cerdo que mató a Censorino, ¡te aseguro que él, no!
—Falco…
—Deja de temblar, Epimando. ¡Un camarero gimoteante desentona con esta atmósfera bulliciosa!
Busqué un asiento. Allí, en la calle, sólo había un puñado. Aquel gato indeseable, Correoso, estaba tumbado sobre un banco dejando a la vista el pelo revuelto del vientre, de modo que me instalé en un taburete junto al tonel en el que siempre se sentaba el mendigo. Por una vez, me pareció necesario dirigirle un saludo con la cabeza.
—Buenas tardes, Marco Didio. —Aún intentaba improvisar alguna forma cortés de preguntarle si lo conocía cuando, con gesto resignado, él mismo se presentó—: Soy Apolonio. —El nombre seguía sin decirme nada—. Fui tu maestro de escuela.
—¡Por Júpiter! —Hacía mucho tiempo, aquel pobre desdichado me había enseñado geometría durante seis años. Ahora, los dioses habían recompensado su paciencia convirtiéndolo en indigente.
Epimando corrió a buscar vino para nosotros, visiblemente satisfecho de que hubiera encontrado un amigo con el que distraerme de los problemas. Era demasiado tarde para marcharse. Tendría que mantener una conversación con mi ex maestro, por cortesía, lo cual significaba que debería invitarlo a compartir el almuerzo. Aceptó la invitación con timidez mientras yo intentaba no fijarme demasiado en sus harapos. Mandé a Epimando al otro lado de la calle para que nos trajera dos platos de comida caliente de la taberna de Valeriana, uno para mí y otro para Apolonio.
El hombre siempre había sido un fracaso. Un fracaso de la peor especie: alguien por quien uno no podía evitar sentir lástima, por mucho que lo irritara. Como maestro, era terrible. Quizá fuera un matemático agudo, pero era incapaz de explicar nada. En aquellos años juveniles, mientras pugnaba por sacar algo en claro de sus largas peroratas, siempre me había sentido como si me plantease un problema que necesitaba tres datos para ser resuelto, pero que sólo se hubiera acordado de enseñarme dos de ellos. Decididamente, era un hombre cuyo cuadrado de la hipotenusa nunca equivalía exactamente a la suma del cuadrado de los catetos.
—¡Qué maravillosa sorpresa verte! —grazné, fingiendo no haberle rehuido cada vez que me había acercado por el local de Flora durante los últimos cinco años.
—Sí, toda una sorpresa —murmuró él, mientras devoraba el caldo que le había hecho traer.
Epimando no tenía nadie más a quien servir, de modo que tomó asiento junto al gato y prestó oído a la conversación.
—¿Qué fue de la escuela, Apolonio?
Exhaló un suspiro. Su nostalgia me producía náuseas. El tono tristón de su voz era el mismo de cuando se lamentaba de la ignorancia de algún chiquillo testarudo.
—Me vi obligado a cerrarla. Demasiada inestabilidad política.
—¿Demasiadas cuotas impagadas, quieres decir?
—Cuando hay una guerra civil, la juventud es la primera en sufrir.
—La juventud sufre. Punto —respondí sombríamente.
El encuentro me producía consternación. Yo era un tipo duro metido en un cochino asunto y lo último que necesitaba era un diálogo con un maestro de escuela que me había conocido cuando era todo pecas y falsa confianza. En el barrio se me tenía por un tipo de cerebro despierto y puños recios; no estaba dispuesto a que me vieran pagarle la sopa boba a aquel insecto larguirucho y magro, de cabello ralo y manos temblorosas llenas de manchas seniles, mientras él revivía los recuerdos de mi olvidado pasado.
—¿Qué tal está tu hermanita? —preguntó Apolonio al cabo de un rato.
—¿Maya? Ya no es tan pequeña. Trabajó para un sastre y después se casó con un desaliñado veterinario de caballos. Una mala decisión. El hombre trabaja para los Verdes, tratando de evitar que sus rocines patizambos caigan muertos por el camino. Siempre tiene una tos muy fea, probablemente a causa de darle tientos al linimento para caballos. —Apolonio puso cara de desconcierto. No estaba en el mismo mundo que yo—. El marido de Maya bebe.
—¡Oh! —el pobre hombre parecía avergonzado—. ¡Muy inteligente, Maya!
—Lo es. —Aunque no cuando decidió elegir marido.
—No dejes que te aburra con mi cháchara —dijo cortésmente el viejo maestro. Lo maldije en silencio; aquello significaba que tendría que llevar la iniciativa el resto de la conversación.
—Le diré a Maya que te he visto. Ya tiene cuatro hijos, ¿sabes? Unas criaturas deliciosas. Y las cría como es debido.
—Muy propio de ella: buena alumna, buena trabajadora y, ahora, también buena madre.
—Sí, tuvo una buena educación —dije forzadamente. Apolonio sonrió como si pensara: «¡Siempre indulgente con el retórico!». Llevado por un impulso, añadí—: ¿Diste clases también a mi hermano y a las otras chicas? Mi hermana mayor, Victorina, murió hace poco.
Apolonio sabía que debía mostrar su condolencia, pero se perdió en la respuesta a la primera pregunta.
—Debí de darles algunas, de vez en cuando…
Lo ayudé a recordar:
—Los mayores tuvieron dificultades para acudir a la escuela. Eran malos tiempos.
—¡Pero tú y Maya siempre acudisteis a los cursos! —exclamó él, casi en tono reprobatorio. Resultaba lógico que se acordara; probablemente, éramos los únicos de todo el Aventino que asistíamos a clase con regularidad.
—Alguien pagaba nuestras cuotas —reconocí.
Apolonio asintió con vehemencia.
—El viejo caballero melitano —insistió en recordarme.
—Exacto. Ese hombre pensaba que iban a permitirle adoptarnos. Pagó todas nuestras clases con la esperanza de estar puliendo a dos herederos brillantes.
—¿Llegó a adoptaros, pues?
—No. Mi padre no quiso ni oír hablar de ello.
Aquello me disparó los recuerdos. Para ser un hombre que había demostrado claramente tan poco interés por los hijos una vez engendrados, mi padre podía ser terriblemente celoso. Si nos portábamos mal, nos amenazaba con vendernos como gladiadores y se quedaba tan tranquilo, pero se mostró muy arrogante a la hora de rechazar las propuestas suplicantes del melitano. Casi podía oírlo todavía, vanagloriándose de que los plebeyos nacidos libres tenían a sus hijos como una prueba para sí mismos, y no los criaban para provecho de otros.
Las discusiones respecto a si enviarnos a la escuela a mí y a Maya se produjeron poco antes de que mi padre perdiera los cabales y nos abandonase. Nos convencimos de que habíamos sido los culpables de ello, y este sentimiento se cernió sobre nosotros, convirtiéndonos en objeto de las iras de los demás.
Después de aquel día aciago en que mi padre se marchó a la subasta como de costumbre pero se olvidó de volver, mamá continuó exprimiendo al melitano… hasta que éste comprendió por fin que no iba a producirse ninguna adopción. Pronto, el disgusto lo hizo caer enfermo y acabó matándolo. Visto con perspectiva, resultaba bastante triste.
—Me da la impresión, Marco Didio, de que algo no iba bien…
—Exacto. El melitano causó algunos problemas.
—¿De veras? Siempre pensé que tú y Maya procedíais de un hogar muy feliz.
Lo cual demuestra que los maestros no saben nada.
Tomé la copa de vino entre las manos, abstraído de nuevo en el recuerdo de las tensiones que el melitano había impuesto en nuestra casa: papá, furioso con él y con todos los prestamistas (la ocupación del melitano), mientras mamá le replicaba entre siseos que necesitaba el dinero de la renta del inquilino. Más adelante, papá empezó a sugerir que la razón de que el viejo tuviese tanto interés en adquirir derechos sobre Maya y sobre mí era que, de todos modos, éramos sus bastardos. Mi padre solía bramar la acusación delante del melitano como una broma malintencionada. (Una sola mirada a cualquiera de los dos bastaba para desmentirlo; Maya y yo teníamos la típica fisonomía de los Didio). El melitano estaba atrapado en una posición ridícula. Tal era su desesperación por tener hijos que, en ocasiones, incluso él se convencía de que éramos suyos.
Imposible, por supuesto. Mamá, pendiente como un trueno, no nos dejaba el menor resquicio de duda.
Yo odiaba al melitano. Me convencí de que, de no ser por la cólera que el hombre le provocaba a mi padre, habría sido adoptado por mi tío abuelo Escaro. Pero Escaro, conocedor de las broncas que ya había ocasionado el tema, era demasiado prudente para plantear tal posibilidad. Deseaba ser adoptado. Siempre, claro está, que mis auténticos padres no se presentaran a reclamarme. Porque, por supuesto, yo sabía —como lo saben los niños— que bajo ningún concepto pertenecía a aquellos pobres desdichados que me criaban provisionalmente en su hogar. Algún día, me esperaba mi palacio. Mi madre era una de las vírgenes vestales y mi padre era un extraño misterioso y principesco que se materializaría en un claro de luna. A mí me había encontrado un viejo y honrado cabrero en la ribera de un río; mi rescate del tráfago y la miseria que me rodeaba había sido predicho en una profecía sibilina…
—Siempre tenías la cabeza en las nubes —comentó mi antiguo maestro—. Pero yo pensaba que podía esperarse algo de ti… —Había olvidado que Apolonio podía ser satírico.
—Las mismas valoraciones académicas, todavía: ¡crueles, pero justas!
—Se te daba bien la geometría. Podrías haber sido maestro de escuela.
—¿Quién desea pasar hambre? —repliqué con irritación—. Ahora soy informante. Eso me hace igual de pobre; de todos modos, aún me dedico a resolver problemas, aunque de otra índole.
—¡Vaya! Me alegro de saberlo y de que te dediques a un trabajo que va con tu modo de ser. —Nada parecía inmutar a Apolonio. No había modo de insultarlo—. ¿Qué ha sido de tu hermano? —musitó.
—Festo resultó muerto en la guerra de Judea. Está considerado un héroe nacional, si eso te impresiona.
—¡Ah! Siempre pensé que ese muchacho no haría nada bueno…
—¡Otra vez aquel humor seco! Empecé a temer otra larga sarta de anécdotas, pero Apolonio perdió interés por mi hermano. —Y he oído que ahora proyectas formar tu propia familia…
—¡Cómo corren los rumores! ¡Si ni siquiera estoy casado todavía!
—Te deseo buena fortuna.
Una vez más, la fuerza de las felicitaciones prematuras de la gente nos empujaba a Helena y a mí a un compromiso del que apenas habíamos hablado entre nosotros. Con un sentimiento de culpabilidad, reconocí que me encontraba comprometido, tanto en público como en privado, con un proyecto del que Helena tenía otra visión muy diferente.
—Quizá no resulte tan sencillo. Para empezar, ella es hija de un senador.
—Espero que sepas convencerla con tu atractivo. —Apolonio sólo entendía la sencillez de las formas en un encerado. Las sutilezas del trato social se le escapaban. Nunca había alcanzado a comprender por qué mi padre, ciudadano romano, consideraba un ultraje la posibilidad de que dos de sus hijos fueran adoptados por un inmigrante. De igual modo, era incapaz de ver las inmensas presiones que ahora impedían mi unión con Helena—. En fin, cuando tengáis hijos, ya sabes dónde enviarlos para que aprendan geometría…
Su tono de voz hizo que tal cosa pareciese fácil. Sus conjeturas resultaban demasiado tentadoras y empezaba a dejarme vencer por la satisfacción de encontrar a alguien que no consideraba mi matrimonio con Helena como una absoluta catástrofe.
—¡Lo recordaré! —le prometí cortésmente, al tiempo que escapaba de su compañía.