XVII

El encuentro empezó con calma. Helena me permitió besarla en la mejilla. Me lavé las manos y me quité las botas. Había cena preparada, de la que nos dispusimos a dar cuenta en un silencio prácticamente total. Dejé mi plato casi intacto.

Nos conocíamos demasiado para entretenernos en escaramuzas preliminares.

—¿Quieres que hablemos del asunto?

—Sí. —Siempre tan directa.

Después de lo que había presenciado aquella tarde, no era el momento más oportuno para una discusión, pero tuve miedo de que, si intentaba rehuirla, aunque sólo fuera provisionalmente, aquello podía significar la ruptura definitiva.

La contemplé mientras intentaba quitarme semejante idea de la cabeza. Llevaba un vestido azul marino de manga larga, de lana, como correspondía a la temporada invernal, y alhajas de ágatas. Tanto el vestido como las joyas le quedaban magníficamente y ya los tenía antes de que yo la conociera. Recordé que en ocasión de nuestro primer encuentro, en Britania, iba ataviada del mismo modo. Entonces, Helena era una mujer joven, orgullosamente independiente, que acababa de divorciarse. Aunque el fracasado matrimonio había erosionado su confianza en sí misma, lo que más recordaba de mi amada en aquella época era su carácter desafiante y colérico. Al principio, habíamos chocado frontalmente; sin embargo, gracias a una especie de metamorfosis divina, habíamos pasado de discutir a reírnos juntos hasta que después, inevitablemente, surgió el amor.

Era significativo que se hubiera puesto el vestido azul y las ágatas. Tal vez Helena no había reparado en ello, pues despreciaba el dramatismo premeditado, pero yo reconocí en aquella indumentaria una declaración de que podía volver a ser una mujer sola e independiente en el momento que le viniera en gana.

—Es mejor que no riñamos esta noche, Helena. —El aviso era sincero, pero sonó más bien como una insolencia—. Tú eres orgullosa y yo soy testarudo; una mala combinación.

Sin duda debió de pasarse el día recluida en su mundo privado. Helena había renunciado a mucho para vivir conmigo y aquella noche debía de estar más cerca que nunca de echármelo en cara.

—No puedo dormir a tu lado si te odio.

—¿Y me odias?

—Todavía no lo sé.

Alargué la mano para tocar su mejilla, pero ella la apartó. Retiré la mano.

—¡Nunca te he engañado, querida!

—Bien.

—Dame una oportunidad. No querrás que me arrastre, ¿verdad?

—No, pero si la mitad de lo que he oído es cierto, pronto voy a verte en un buen aprieto.

Helena alzó el mentón y sus ojos castaños brillaron intensamente. Es posible que los dos experimentáramos una pizca de excitación con aquellas fintas dialécticas, pero Helena y yo nunca perdíamos el tiempo inventando excusas. Las acusaciones que muy pronto íbamos a cruzarnos tendrían la contundencia de sacos de arena mojada.

Me eché un poco hacia atrás, con una sensación de sofoco.

—¿Y bien, que procedimiento vamos a seguir? ¿Piensas hacerme preguntas concretas, o me pongo a cantar alegremente?

—Pareces estar esperando una crisis, Falco.

Aquel «Falco» era mal presagio.

—Tengo una idea de lo que estás descubriendo acerca de mí.

—¿Y tienes algo que decir al respecto?

—¡Querida mía, he pasado casi toda la tarde pensando explicaciones para convencerte!

—Puedes ahorrártelas. Sé perfectamente que eres capaz de improvisar sobre la marcha y de expresarte como un abogado. Cuéntame la verdad.

—¡Ah, eso!

Yo siempre le contaba la verdad. Por eso sabía que ésta suele parecer más falsa que cualquier invención. Cuando advirtió que yo no hacía el menor esfuerzo por ampliar la respuesta, pareció cambiar de tema.

—¿Qué tal te va con ese asunto de tu madre?

—Ahora es mi asunto. Soy sospechoso de asesinato, no lo olvides.

—¿Qué has hecho hoy? —La pregunta parecía inocente, pero tuve la certeza de que resultaría importante.

—He hablado con Maya, con Mico y con Alia. No he sacado nada en claro de ninguno de ellos. También he interrogado al camarero del local de Flora… y he inspeccionado el cadáver.

Debió de cambiarme la expresión, pues Helena también cambió su tono de voz.

—¿Era preciso que lo hicieras? —preguntó.

Le dirigí una sonrisa burlona.

—Entonces, ¿aún te queda un poco de corazón?

—¡Siempre te he tratado razonablemente! —La réplica iba cargada de feroz ironía—. Creo que estás perdiendo el tiempo, Marco. Es evidente que hay un par de personas a las que deberías ver de inmediato. Has pasado todo el día rehuyendo el asunto y no te has puesto en contacto con ninguna de las dos. La situación es demasiado grave como para que continúes así.

—Queda tiempo.

—¡Petronio sólo te concedió un día!

—¿De modo que te dedicas a escuchar conversaciones privadas?

—Los tabiques son delgados… —contestó, encogiéndose de hombros.

—¿Quiénes son esas personas a las que dices que he estado evitando?

—Lo sabes muy bien. Una de ellas es la antigua novia de tu hermano. Pero antes deberías haber acudido directamente a tu padre. —Crucé los brazos y no dije nada. Helena insistió en silencio—. ¿Por qué odias a tu padre? —preguntó a continuación.

—No se merece ni eso.

—¿Es porque se fue de casa cuando tú todavía eras un niño?

—Escucha, mi infancia no es asunto tuyo.

—¡Lo es —replicó enérgicamente—, si tengo que convivir con sus consecuencias!

Buen comentario. Y yo no podía quejarme de su interés. El principal criterio de Helena Justina para vivir con un hombre era que éste le permitiera leer sus pensamientos. Después de treinta años de guardarlo todo para mí, estuve de acuerdo en ello. El de informante es un oficio solitario, y permitir a Helena libre acceso al rincón más privado de mi mente había representado un alivio.

—Está bien. Veo que tendré que aguantar.

—Marco, tu futuro es más negro que el de un capón en vísperas de la fiesta…

—Todavía no estoy en la cazuela. Ten cuidado de que no te suelte un picotazo.

Hubo un destello en su mirada; aquello era prometedor.

—¡Déjate de bravatas! Cuéntame la verdad.

—No te gustaría.

—Ya lo sé.

Afronté lo inevitable. Debería haberle contado todo aquello hacía mucho tiempo. De todos modos, ella ya debía de intuirlo a medias, mientras que yo casi había perdido el derecho a ofrecerle mi versión.

—Está bien, tú ganas. Es muy sencillo; no sé qué sucedió entre mis padres, pero no tengo nada que decirle a un hombre que abandona a sus hijos. Cuando se largó, yo tenía siete años y estaba a punto de adoptar la toga praetexta. Y quería que mi padre estuviera presente en la primera gran ceremonia de mi vida.

—¡Pero a ti no te gustan las ceremonias!

—¡Ahora, no!

—Muchos niños crecen con la presencia de uno solo de sus padres —dijo Helena frunciendo el entrecejo—. De todos modos, supongo que los más afortunados encuentran, al menos, un padrastro al que despreciar o una madrastra a la que odiar. —Lo decía en tono irónico, pero sobre aquel tema yo no admitía ironías. Ella lo leyó en mi expresión—: Esto ha sido de mal gusto por mi parte… ¿Por qué tus padres no se han divorciado formalmente?

—A mi padre le daba demasiada vergüenza hacerlo y mi madre era, y sigue siéndolo, demasiado testaruda.

De pequeño, muchas veces deseé ser un huérfano. Así, por lo menos, podría haber empezado de nuevo sin la permanente esperanza o amenaza de que, justo cuando todo comenzaba a recobrar la normalidad, reapareciese el paterfamilia para perturbarnos a todos con su vieja sonrisa alegre y despreocupada.

Helena mantuvo su expresión ceñuda.

—¿Os dejó sin dinero?

Inicié una respuesta irritada, pero la cambié por un profundo suspiro.

—No. No puedo decir que lo hiciera.

Tras la fuga con la pelirroja, no volvimos a ver a mi padre en varios años; más tarde me enteré de que había estado en Capua. Desde el primer momento, sin embargo, cierto individuo llamado Cocceyo había empezado a llevarle cantidades de dinero a mi madre con bastante regularidad. Se suponía que aquellas ayudas procedían del gremio de subastadores, y durante años di por buena la explicación, como parecía hacer mi madre. Pero cuando fui lo bastante mayor para atar cabos, comprendí que el gremio sólo hacía de intermediario (una elegante excusa para que mi madre pudiese aceptar el dinero de mi padre sin rebajar un ápice el desprecio que sentía por él). Lo que despertó realmente mis sospechas fue que, con el tiempo, el peso de la bolsa de monedas iba en aumento. Las limosnas caritativas tienden a recortarse.

Helena me miraba a la espera de que ampliase mi respuesta.

—Quedamos al borde de la indigencia —le expliqué—. Apenas teníamos para vestir y comer. Pero en esa misma situación estaban todos cuantos conocíamos. Sé que has recibido una educación privilegiada y que te sonará mal, cariño, pero formábamos parte de la enorme multitud de los pobres de Roma; ninguno de nosotros esperaba nada mejor de la vida.

—Pero a ti te mandaron a la escuela.

—No fue gracias a mi padre.

—Entonces, ¿tu familia tuvo otros benefactores?

—Sí. A Maya y a mí nos pagaron los estudios.

—Ella me lo contó. Fue cosa del inquilino. ¿De dónde salió ese hombre?

—Era un viejo prestamista de Melitene. Mamá lo alojó en casa porque el dinero del alquiler era una ayuda.

Mi madre sólo le permitió tener un catre plegable y un estante para sus ropas en un pasillo, convencida de que se hartaría y acabaría por marcharse, pero el hombre se quedó y vivió con nosotros durante años.

—¿Y a tu padre le pareció mal? ¿Ese inquilino fue causa de discusiones entre ellos?

Esto no era lo previsto. Se suponía que era yo el entrometido que andaba por ahí haciendo preguntas raras y removiendo el fondo de los estanques ornamentales de los demás para hacer salir a la superficie, como burbujas, secretos largo tiempo escondidos.

—El melitano causó un montón de problemas, en efecto, pero no en el sentido que tú crees. —El prestamista, que no tenía familia, había querido adoptarnos a Maya y a mí. La propuesta había originado varias discusiones tumultuosas. A Helena, que procedía de una familia civilizada en la que apenas parecía haber disputas más serias que sobre quién se adelantaba al senador y cogía el mejor bollo en el desayuno, las peleas entre mi tribu le resultaban quizá bárbaras y zafias—. Algún día te hablaré de ello, pero la desaparición de mi padre tuvo relación directa con esa despampanante novia suya, no con el inquilino. Eran tiempos difíciles y no estaba dispuesto a luchar con nosotros. El melitano no tuvo nada que ver.

Helena quiso protestar, pero aceptó la explicación.

—De modo que, un buen día, tu padre se marchó de casa…

—Pareció una decisión improvisada pero, dado que se fue con una tejedora de pañuelos pelirroja, quizá deberíamos haberlo sospechado.

—He observado que odias a las pelirrojas —comentó ella con gesto serio.

—Podría haber sido peor; podría haber sido una macedonia. O una rubia.

—¡Otro color que te repugna! Tengo que acordarme de seguir morena…

—¿Significa eso que no vas a abandonarme? —apunté alegremente.

—¡Aunque lo haga, Marco Didio, respetaré siempre tus prejuicios!

Su mirada, que podía ser extrañamente caritativa, se clavó en la mía con un destello que me resultaba familiar. Me permití creer que Helena continuaría a mi lado.

—¡No te vayas! —murmuré suavemente, con un tono que quería ser de súplica. Sin embargo, a Helena había vuelto a cambiarle el humor. Ahora me devolvía la mirada como si acabase de descubrir moho en una servilleta de la mantelería de gala. Continué probando—: Pero, querida, si todavía no hemos empezado siquiera. Aún nos quedan por delante nuestros «viejos tiempos». Te proporcionaré cosas para recordar que no podrías imaginar ni en sueños…

—¡Eso es lo que me da miedo!

—¡Ah, Helena!

—¡Ah, una mierda, Marco!

Me dije que para hablar con ella debería haber empleado siempre el griego formal y no permitir que adoptase mi vocabulario callejero.

—Déjate de fanfarronadas —exigió el amor de mi vida, que tenía buena vista para las falsedades—. Así pues, tu padre, ése al que conozco como Gémino, inició una nueva vida como subastador en Capua hasta que, tiempo después, reapareció en Roma. Y ahora es un hombre rico.

En efecto, Helena había conocido fugazmente a mi padre. Este se había preocupado de presentarse de improviso como Lars Porsena, de Clusium, para echar un vistazo a la dama de alta alcurnia que se había encaprichado conmigo. Aún me entran ganas de reír cada vez que recuerdo su sorpresa. Helena Justina no era ningún viejo pellejo esmaltado al que estuviera persiguiendo por su dinero. Mi padre se encontró ante una mujer presentable, aparentemente lúcida y realmente prendada de mí. Él nunca se repuso de la sorpresa y yo nunca he dejado de regocijarme por ello.

Mi sibila también podía mostrarse demasiado perspicaz para su propio bien.

—¿Es su riqueza lo que te molesta? —preguntó.

—Por mí, puede ser todo lo rico que quiera.

—¡Ah! ¿Sigue todavía con la pelirroja?

—Creo que sí.

—¿Tienen hijos?

—Me parece que no.

—¿Y aún continúa junto a ella al cabo de veinte años? ¡Vaya aguante tiene tu padre, pues! ¿Crees que habrás heredado eso de él? —añadió, pensativa. Apreté los dientes, tratando de que no advirtiese la menor reacción.

—No. No le debo nada. Te seré fiel por propia iniciativa, princesa.

—¿De veras? —El tonillo ligero de su voz amortiguó la insultante mordacidad de la pregunta—. Pero sabes dónde encontrarlo, ¿no? Lo recomendaste a mi padre. A veces, incluso trabajas con él.

—Es el mejor subastador de Roma y una de mis especialidades profesionales es recuperar obras de arte robadas. Trato con él cuando es preciso… pero hay ciertos límites, encanto.

—En cambio… —empezó a replicar, lentamente. Helena sabía utilizar una expresión como «en cambio» no sólo para matizar sus palabras, sino también para añadir insinuaciones de tipo moral. Sus conjunciones eran tan picantes como la pimienta—. Parece que tu hermano trabajaba con Gémino con mucha más asiduidad… Mantenían relaciones amistosas, ¿verdad? Festo nunca sintió esa rabia que te obsesionó cuando vuestro padre os abandonó…

—No, Festo nunca compartió mi hostilidad —reconocí, desolado.

Helena ensayó una leve sonrisa. Siempre me había considerado un mendigo caviloso. También en eso tenía razón.

—De modo que Festo y él mantuvieron una relación prolongada y regular como un padre y un hijo más…

—Así parece.

Mi hermano había carecido del menor orgullo. O quizás era yo el que tenía demasiado… pero así era cómo quería las cosas.

—¿No lo sabes, Marco?

—Es la deducción obligada. Pero Festo nunca hizo mención de ello. —Para no herir mis sentimientos, supongo. Y los de mamá—. Hubo un corte en sus relaciones mientras mi padre vivió fuera de Roma, pero Festo debió de reanudar el contacto muy poco después de su regreso. —En ocasiones me pregunté si no lo habrían mantenido incluso durante el período en que mi padre permaneció oculto en Capua—. De lo que no cabe duda es que, a la muerte de Festo, compartían un almacén en el barrio de los anticuarios, junto a la Saepta Julia. —Donde mi madre no pudiera verlos—. Y en esa época estaban más apegados que dos termitas.

—Entonces, tu padre estará al corriente del asunto de las estatuas y del barco que naufragó, ¿no crees?

—Debería estarlo, si era uno de sus negocios a medias. —Helena me había arrancado las palabras como lágrimas de ámbar endurecido que rezumaran de un pino viejo. Antes de que pudiera sacar provecho de ello, añadí con voz firme—: Iré a ver a Gémino mañana. Lo he dejado para el final deliberadamente.

—Me parece que tienes miedo de enfrentarte a él.

—No es cierto. Pero te pido que entiendas que mi padre puede ser un cliente muy difícil y he preferido reunir todos los datos posibles antes de intentar hablar con él. —Helena se había acercado a la verdad más de lo que me gustaba reconocer. Yo nunca había tratado cuestiones familiares con mi padre y me desagradaba la idea de empezar a hacerlo—. Deja que me ocupe del asunto a mi modo, Helena.

Empleé un tono rotundo y viril. Un tono que podía traerme problemas. Esta vez, el tenue brillo de los ojos de mi amada resultaba muy amenazador.

—Está bien —dijo Helena. Me disgustan las mujeres razonables—. Pero no pongas esa cara tan seria —añadió—. Cualquiera diría que me he entrometido en algo…

—¡Que me coman vivo los cuervos si tal cosa me ha pasado por la cabeza! ¿Has terminado ya el interrogatorio?

—No.

Me lo temía. Aún quedaba Marina para estropearnos la velada. El maratón de preguntas apenas había empezado.