XVI

No me pidáis que describa la escena.

En ocasiones —las más afortunadas—, los indicios de que se ha producido un crimen violento resultan casi inapreciables. Las huellas son hasta tal punto escasas que bastantes crímenes deben de pasar totalmente inadvertidos. Otras veces, la violencia es tan horrorosamente evidente que uno queda aturdido, asombrado de que alguien pueda mostrar tal brutalidad con otro ser humano. El caso del legionario era uno de estos últimos.

El asesinato había sido cometido en una especie de frenesí. Ni siquiera la advertencia de Petronio había podido prepararme para lo que allí encontré. Mi amigo, al parecer, era adepto a la flema griega.

Petronio y yo habíamos hablado de criminales que habían «alcanzado su objetivo», como si la muerte de Censorino pudiera ser un ajuste de cuentas ordenado por algún magnate de los bajos fondos, pero descarté tal posibilidad tan pronto vi el estado de la habitación. El asesino de Censorino Macer, fuera quien fuese, había actuado bajo una tensión abrumadora.

Tenía que haber sido un hombre. A veces, las mujeres despechadas se ceban con sus víctimas por venganza, pero en aquel ataque se había empleado la fuerza bruta: puñalada tras puñalada, desenfrenadamente, mucho después de que el soldado hubiera muerto. El rostro, cuando me obligué a mirarlo, resultaba difícil de reconocer. Petronio tenía razón: había sangre por todas partes. Las salpicaduras llegaban hasta el techo. Para limpiar a fondo la estancia sería preciso mover de sitio los muebles y pasar el estropajo varias veces por todas las superficies manchadas. El Olimpo sabe qué aspecto debía de ofrecer el asesino al abandonar el lugar del crimen.

Incluso en aquellos momentos, con la sangre ya seca, me sentía reacio a moverme por la estancia. Sin embargo, era absurdo haber acudido allí y no aprovechar la oportunidad, de modo que me obligué a realizar la inspección de rigor.

La habitación era pequeña, de unos ocho pies por lado, y tenía un ventanuco elevado que formaba un profundo nicho en la pared. Había una cama individual, con una manta y sin almohada. El resto del mobiliario estaba constituido por un perchero, bajo el cual distinguí un uniforme escarlata desvaído que había caído al suelo, quizá mientras se cometía el asesinato, y un taburete colocado junto a la destartalada cabecera de la cama. Sobre el taburete vi una de las mugrientas bandejas de madera de la taberna de Flora con una jarra de vino llena y una copa volcada a su lado. El intenso brillo líquido del vino tinto de la jarra contrastaba con las manchas de sangre seca y coagulada del resto de la estancia.

Al pie de la cama se hallaba el equipo militar del muerto, perfectamente ordenado. Para alcanzarlo era preciso pasar muy cerca del cadáver, cuyos restos yacían en el lecho en una postura desgarbada. Petronio me había contado que él y sus hombres habían inspeccionado el equipo. Yo, con la acusación de asesinato cerniéndose sobre mí, tenía que acercarme y hacer lo mismo.

Las botas del muerto estaban justo debajo de la cama; tropecé con una de ellas y apenas pude evitar el contacto con el cadáver. Me entraron náuseas, pero conseguí dominarlas y continué.

El legionario se había descalzado, lo cual significaba que debían de haberlo sorprendido mientras se acostaba, en la misma cama o en el momento de levantarse. Quizás había alguien con él bajo la manta por razones sociales pero, en mi opinión, lo sucedido era obra de un intruso. Censorino no iba vestido para recibir a nadie. Invariablemente, los soldados se calzan las botas antes de responder a una llamada a la puerta. Siempre quieren estar en disposición de expulsar al intruso a patadas si no les gusta su cara.

En cualquier caso, en la bandeja sólo había una copa.

El resto del equipo parecía estar completo, tal como indicara Petronio. Yo había visto su contenido en el momento en que ayudaba al legionario a hacer el equipaje para abandonar la casa de mi madre. La espada, el puñal y el cinto; el casco; la cachiporra de sarmiento; la mochila con los pequeños útiles de costumbre, y ropa interior y una túnica roja de repuesto. Como estaba de permiso, no llevaba lanza ni escudo. El único documento era un viejo recibo de un albergue (una mansio de la Campania, situada en la Vía Apia, que yo conocía).

Las armas estaban guardadas en perfecto orden, lo cual confirmaba mi teoría de que el agresor lo había pillado totalmente desprevenido. El ataque debió de producirse por sorpresa, sin darle tiempo a intentar cogerlas y defenderse. Censorino debía de haber muerto tras el primer feroz asalto.

¿Le habían robado algo? En casa de mi madre, el soldado me había ocultado sus planes financieros. Ahora, observé que el cuerpo llevaba encima un monedero, sin abrir; pero allí no podía haber guardado el dinero suficiente para el largo viaje hasta Roma. El colchón aparecía torcido, como si alguien lo hubiera movido en busca de más dinero, pero aquello podía ser obra de Petronio. No había posibilidad de investigar la cama a fondo hasta que el cuerpo fuese retirado. Primero habría que levantar a Censorino. Y yo estaba desesperado… pero no hasta ese punto.

Con la habitación en un estado tan lamentable, tampoco estaba dispuesto a hurgar bajo los tablones del suelo.

Había dificultades prácticas para ello. Tenía poco tiempo, no podía hacer ruido y no disponía de una palanca adecuada. Probablemente, Petronio regresaría para ocuparse del asunto. Mejor que fuera él quien encontrase lo que pudiera haber allí.

Intenté grabarlo todo en mi memoria para después reflexionar sobre ello. Más tarde, algún detalle que ahora no significaba nada podía cobrar sentido.

Pasé lentamente junto al cuerpo, apartando la vista de él, y me escabullí de la estancia.

Me costó esfuerzo recuperar el dominio de mí mismo antes de colocar de nuevo las cuerdas. Cuando lo hube hecho y me volví, una silueta recortada contra la luz mortecina del piso de abajo casi me mata del susto.

—¡Epimando!

Nos miramos el uno al otro. Aún con el tramo de escalera entre ambos, advertí su expresión petrificada.

Descendí los peldaños lentamente hasta llegar a su altura; el espanto de lo que acababa de dejar arriba me persiguió, tentándome el cuello.

El camarero se interponía en mi camino. Transportaba una marmita de barro llena de ostras, que sostenía con un solo brazo sin aparente esfuerzo; los años de cargar grandes recipientes de comida desde el fuego hasta los huecos del mostrador le habían dotado de una buena musculatura.

—Olvídalo. Se me ha pasado el apetito.

—¿Sabes quién lo hizo? —preguntó en un susurro atemorizado.

—¡Sé que no fui yo!

—Por supuesto —asintió. Epimando demostraba una gran fidelidad a sus clientes.

Habría preferido tomarme un rato para recuperarme pero, aprovechando que estábamos en la cocina, lejos de otros ojos y oídos, lo interrogué acerca de la noche en que se había cometido el crimen.

—Ya se lo he contado todo al capitán de la guardia.

—Un comportamiento cívico. Ahora, cuéntamelo a mí.

—¿Lo mismo que le he explicado a Pretorio?

—¡Sólo si es la verdad! Después del pequeño altercado que tuve con Censorino, ¿cuándo volvió a aparecer por aquí?

—Al caer la tarde.

—¿Lo acompañaba alguien?

—No.

—¿Estás seguro?

Epimando lo había estado hasta el momento en que formulé la pregunta; con mi insistencia sólo conseguí atemorizarlo y hacerle dudar. Sus ojos se movieron rápidamente mientras respondía con voz trémula:

—Al menos, estaba solo cuando le serví la cena.

—¿Y después? ¿Se quedó en la taberna?

—Sí.

—¿Bebiendo?

—No. Subió a su habitación.

—¿Hizo algún comentario?

—¿Sobre qué? —inquirió el camarero, receloso.

—Sobre cualquier cosa.

—No.

—¿Acudió alguien a verlo más tarde?

—Nadie que yo viera.

—¿Hubo mucho trabajo esa noche?

—Bueno… más que en el local de Valeriana, desde luego.

Eso significaba que había sido una jornada normal.

—Y esa noche, ¿podría alguien haberse colado escaleras arriba sin que te dieras cuenta?

—Es posible.

Con las reducidas dimensiones del local, era difícil que alguien entrase por la puerta delantera sin ser visto, pero el camarero no tenía modo de vigilar la trastienda de la bayuca, que los habituales del local utilizábamos como vía privada de escape si veíamos que algún cobrador de deudas se acercaba por la calle. Los alguaciles astutos y sus matones siempre entraban por allí.

—¿Saliste del local para hacer algún recado?

—No. Llovía a mares.

—Entonces, ¿trabajaste toda la noche?

—Hasta que cerramos.

—¿Duermes aquí? —Epimando asintió de mala gana—. Enséñame dónde.

Junto a la cocina había una madriguera deprimente. El ocupante dormía encaramado a una repisa con un cojín de paja y una colcha de color fango. Distinguí muy pocas pertenencias personales: solamente un amuleto colgado de un clavo y un gorro de lana. Recordé que el amuleto se lo había dado mi hermano, probablemente en prenda de una cuenta por pagar.

Epimando debería haber oído a cualquiera que entrase en el local después del cierre, tanto si forzaba las puertas correderas de la entrada principal como si utilizaba clandestinamente la trasera. Sin embargo, apoyadas sobre las puntas contra una pared, había cinco ánforas vacías; probablemente, era prerrogativa del camarero apurar los últimos restos de vino que quedaban en ellas. Imaginé que, normalmente, el hombre se acostaba borracho como una cuba (costumbre que tal vez era bien conocida por los maleantes de la zona). La noche del crimen, Epimando probablemente se hallaría tan bebido que ni se enteró de la violenta escena que se desarrollaba encima de él.

—¿Y no oíste ningún ruido extraño esa noche?

—No, Falco. —Esta vez, su tono de voz sonó firme y concluyente. Semejante rotundidad me inquietó.

—¿Me estás diciendo la verdad?

—¡Desde luego!

—Sí, desde luego sí… —Pero, entonces, ¿por qué no terminaba de creerle?

Los clientes de la bayuca estaban reclamando su atención a gritos. Epimando se dirigió a la zona principal del local, impaciente por alejarse de mí.

De pronto, me abalancé sobre él.

—¿Quién descubrió el cadáver? ¿Fuiste tú? —pregunté.

—No. Fue el propietario, cuando subió a cobrarle el alojamiento…

¡De modo que existía un propietario! La revelación me produjo tal sorpresa que dejé escapar a Epimando para que se enfrentara al tumulto organizado ante el mostrador.

Al cabo de un momento, me escabullí por la salida trasera, una puerta de establo hecha a base de tablones que se abría a un callejón abarrotado de vasijas de pescado en escabeche y de tinajas de aceite de oliva, todas ellas vacías. Allí se acumulaban quince años de tarros y envases, en medio del aroma correspondiente.

Cualquiera que, como yo, llevara media vida acudiendo al local de Flora tenía que conocer por fuerza aquella salida tan desprotegida como imposible de proteger. Y cualquier extraño podía intuir también su existencia.

Me detuve un momento. Si hubiera salido al callejón inmediatamente después de ver el cadáver, seguro que habría vomitado hasta la primera papilla, pero el esfuerzo por dominarme mientras interrogaba al camarero me había ayudado a contener las náuseas.

Me volví e inspeccioné detenidamente la puerta por si el asesino había dejado marcas de sangre en su retirada. No descubrí ninguna, pero en la cocina de la taberna había varios cubos de agua; el individuo podía haberse lavado, al menos parcialmente, antes de marcharse.

Con paso lento, recorrí el callejón hasta salir a la calle principal. Cuando pasé ante la bayuca camino de casa, distinguí una figura alta que acechaba entre las sombras en las inmediaciones de la taberna de Valeriana. Enseguida aprecié que no se trataba de un cliente habitual, pero no presté más atención. No hacía falta que adoptara las precauciones habituales, pues el siniestro individuo no era ningún ladrón ni chulo de esquina. Reconocí la robusta silueta y supe qué andaba haciendo por allí. Era mi suspicaz amigo Petronio, que no me perdía de vista.

Le dirigí un burlón «¡Buenas noches!» y seguí mi camino.

No dio resultado. Las recias pisadas de Petro resonaron detrás de mí.

—¡No tan deprisa!

Tuve que detenerme. Sin darme tiempo a iniciar una queja, se me adelantó con una advertencia en un tono severo:

—¡Se te acaba el tiempo, Falco!

—Estoy ocupándome del asunto. ¿Y tú, qué haces? ¿Desgastar las aceras siguiendo mis pasos?

—Estaba echando un vistazo a la bayuca. —Petronio tuvo la delicadeza de no preguntar qué había estado haciendo yo en el local, hacia el que ambos volvimos la mirada. La deprimente clientela de costumbre estaba enfrascada en sus intrascendentes discusiones, apoyada sobre los codos, mientras Epimando aplicaba una velita a las lamparillas que colgaban sobre el mostrador—. Me preguntaba si alguien podría forzar la entrada a la habitación de arriba desde aquí fuera…

Por su tono de voz, deduje que había llegado a la conclusión de que tal cosa era improbable. Observando la fachada del local de Flora, resultaba evidente que el acceso era imposible mientras el lugar permanecía abierto. Más tarde, cuando las puertas se cerraran, el edificio ofrecería una apariencia por demás anodina. Encima de la taberna había dos ventanucos abiertos en la gruesa pared, pero se necesitaría una escalera para llegar hasta ellos y, una vez allí, colarse por un hueco tan pequeño no resultaría fácil. Censorino habría oído a cualquiera que lo intentase mucho antes de que el intruso pudiera echársele encima.

Negué con la cabeza y apunté:

—Creo que el asesino subió por la escalera.

—¿Y quién era? —quiso saber Petronio.

—No me presiones. Estoy trabajando en ello.

—¡Date prisa, entonces! Marponio me ha citado mañana para hablar de este apestoso asunto y puedo asegurarte por adelantado que la conclusión será que tengo que echarte el guante.

—Entonces, me mantendré apartado de tu camino —le prometí.

Con un gruñido, Petro dejó que me marchase. Ya había doblado la esquina cuando caí en la cuenta de que había olvidado hablarle del propietario de la bayuca, el misterioso cobrador de alojamientos que, según Epimando, había descubierto el cadáver.

Llegué a casa de mi madre de un humor sombrío. No parecía haber avanzado nada, aunque ahora tenía algunas corazonadas respecto a lo sucedido la noche en que el legionario había sido asesinado. Lo que continuaba siendo un misterio era la relación de aquella muerte con Festo. Censorino había muerto a manos de alguien que lo odiaba, y la intensidad de ese odio no podía tener nada que ver con mi hermano, pues Festo estaba en buenos términos con todo el mundo.

¿O no era así? ¿Acaso alguien le guardaba rencor por algún asunto que yo desconocía? ¿Y acaso era esto lo que había causado la muerte terrible de aquel hombre, de quien se sabía que había sido socio de mi hermano?

Cuando llegué a la casa la espantosa escena de la habitación de la bayuca aún rondaba en la periferia de mi conciencia.

Por si no me acosaban suficientes problemas, tan pronto hice mi entrada descubrí otro más: en el apartamento me esperaba Helena Justina.

Mi madre había salido; probablemente, estaba de visita en casa de alguna de mis hermanas. Quizá se quedaría allí a pasar la noche. Tuve la impresión de que las cosas habían sido preparadas de ese modo. El conductor que nos había traído desde Germania ya había recibido su paga y se había marchado. En cuanto a la doncella de Helena, ésta se la había prestado a su madre. En el Aventino, nadie tenía doncella.

Así pues, estábamos solos en la casa. Era la primera vez que teníamos un rato de intimidad desde hacía varias semanas. Pero la atmósfera no era propicia para escarceos amorosos.

Helena parecía muy tranquila, lo cual me inquietó. No era mujer que se saliese fácilmente de sus casillas, pero yo lo conseguía con sorprendente frecuencia. Cuando se sentía realmente dolida —tal como lo estaba en aquel momento—, Helena se mostraba distante e indiferente. Intuí lo que se avecinaba. Mi amada se había pasado el día dándole vueltas a lo que le había contado Alia. Ahora, finalmente, estaba preparada para preguntarme por Marina.