Maya también vivía en el Aventino, a un par de calles de la casa de mi madre. No lejos de allí residía otro grupo de parientes a los que necesitaba visitar: se trataba de la familia de mi difunta hermana Victorina. No creía que pudieran ayudarme en mis averiguaciones pero, como jefe nominal de nuestra familia, tenía la obligación de presentarles mis respetos. Con una sentencia por asesinato cerniéndose sobre mí, me encaminé hacia allí con la urgencia de quien puede ser detenido en cualquier momento y verse privado de toda posibilidad.
Victorina y su deprimente esposo, Mico, habían hecho su nido a un lado del templo de Diana. Victorina, con su larga carrera de citas indecentes en la parte de atrás del templo de Isis, no parecía haberse dado cuenta nunca de que vivir tan cerca de la casta cazadora podía resultar inapropiado.
Como suele suceder, la casa se alzaba en una zona espléndida, pero ese era prácticamente su único atractivo. La familia ocupaba dos habitaciones en una conejera de sucios apartamentos situada en la parte de atrás de una gran calderería. El constante batir de las mazas sobre el metal había hecho que todos los miembros de la familia padecieran una ligera sordera. El habitáculo que ocupaban tenía el suelo inclinado, las paredes frágiles, el techo podrido y un olor tan intenso como desagradable procedente de la enorme cuba de los orines, que el casero no vaciaba nunca. Aquel dolium infecto filtraba ligeramente, lo cual, por lo menos, impedía que el líquido rebosara. La luz apenas podía penetrar hasta los apartamentos, lo cual era una ventaja, pues contemplar sus hogares con demasiada claridad habría conducido a una larga cola de suicidios en el puente Probo.
Hacía bastante tiempo que no necesitaba hacer una visita a casa de mi hermana y ya no recordaba dónde vivía exactamente. Con pasos cautelosos debido a las filtraciones del dolium, hice un par de intentos fallidos hasta dar con la puerta que buscaba. Evitando rápidamente las maldiciones y las proposiciones lascivas de los vecinos, me colé de cabeza a través de los restos de una cortina de tela áspera y encontré mi objetivo. No podía existir mayor contraste entre el apartamento limpio y ordenado en que Maya criaba con éxito a sus hijos y aquel agujero húmedo, con su olor a col y a túnicas infantiles mojadas, en el que vivía esa otra familia incompetente.
Mico estaba en casa. Se encontraba sin trabajo, inevitablemente. Como yesero, mi cuñado era un inepto, y sólo por lástima se le permitía que siguiese perteneciendo al gremio. Incluso cuando los contratistas andaban desesperados por encontrar alguno, Mico era el último al que recurrían.
Lo encontré tratando de limpiar de miel la barbilla de su segundo hijo más pequeño. La hija mayor, Augustinila, la que habíamos tenido a nuestro cuidado en Germania, me miró con rencor, como si la pérdida de su madre fuera culpa mía, y se escabulló de la estancia. El pequeño de seis años se dedicaba metódicamente a golpear a su hermanito de cuatro con una cabrita de barro. Levanté a éste de la alfombra, visiblemente mugrienta. El niño era una criatura de lo más antisocial que se agarró a su percha como un gatito, sacando las uñas, y eructó con la maliciosa satisfacción de quien escogía para vomitar aquel momento en que un visitante le ofrecía una capa respetable sobre la que hacerlo.
En otro rincón de la estancia, un magro saco de piel y huesos envuelto en harapos poco atractivos me dirigió la palabra en tono amistoso. Era la madre de Mico. La mujer debía de haberse colado en la casa como aceite de pescado al minuto siguiente de que Victorina muriese. Estaba comiendo media rebanada de pan pero no se molestaba en ayudar a Mico. Las mujeres de mi familia despreciaban a aquella dama vieja y plácida, pero yo la saludé sin resentimiento. Mis parientes eran entrometidos de nacimiento, pero también hay personas que tienen el tacto de permanecer sentadas en un rincón y comportarse como meros parásitos. Me gustaba su modo de ser; todos sabíamos qué podíamos esperar de la madre de Mico y, desde luego, no era ser expulsados de la casa a escobazos ni ver sondeadas nuestras conciencias culpables.
—¡Marco! —me recibió Mico con su efusiva gratitud de costumbre. Apreté las mandíbulas.
Mico era menudo y moreno, con el rostro descolorido y varios dientes negros. Siempre estaba dispuesto a hacer un favor a quien fuese, con la única condición de que el beneficiado estuviese dispuesto a aceptar que lo hiciera chapuceramente y que lo volviera loco con su parloteo incesante.
—¡Mico! —exclamé en respuesta al tiempo que le daba unas palmadas en la espalda. Supuse que el hombre necesitaba apoyo y firmeza. Cada vez que Mico veía perturbado su equilibrio por alguna razón, era presa de la depresión. Yo lo había visto hecho un largo río de abatimiento antes incluso de que tuviera para ello la excusa de encontrarse con cinco niños huérfanos y una madre en casa, sin trabajo, sin esperanzas y sin suerte. La verdadera tragedia de Mico era esto último: la mala suerte. Si el hombre, camino de la panadería, tropezara casualmente con una bolsa de monedas de oro, seguro que la bolsa se rasgaría y los áureos se desparramarían… y seguro que hasta el último de ellos se colaría por un sumidero para caer en lo profundo de una cloaca.
El corazón me dio un vuelco cuando Mico me apartó de sí con aire decidido.
—Marco Didio, espero que no te moleste, pero celebramos el funeral sin ti…
¡Por todos los dioses, qué hombre tan pesado! No entiendo cómo podía soportarlo Victorina.
—Bueno, lamento haberme perdido las formalidades, desde luego… —Intenté mostrar un aire animado, pues sabía que los niños son sensibles a la atmósfera en que se encuentran. Por fortuna, la tribu de Mico estaba demasiado atareada tirándose mutuamente de las orejas.
—Me sienta fatal no haberte podido ofrecer la oportunidad de que pronunciaras la elegía…
Aparte del hecho de que estaba encantado de habérmela perdido, aquel idiota era su marido. Desde el día mismo en que se había casado con Victorina, ésta había quedado a su cargo en la vida y en la muerte; por lo tanto, le correspondía a Mico pronunciar en el funeral unas frases de encomio a la difunta. Lo último que yo habría deseado era que el yesero renunciara a hacerlo en mi favor, como una especie de halago inoportuno a mi condición de cabeza de la familia Didia. Además, Victorina —como todos los demás— aún tenía a su padre con vida. Yo sólo era el pobre desgraciado que tuvo que cargar con la responsabilidad cuando nuestro evasivo y egoísta progenitor decidió abandonarnos.
Mico me ofreció un taburete y tomé asiento, aplastando algo blando al hacerlo.
—Me complace de veras tener esta oportunidad de charlar contigo, Marco Didio…
Con su certero juicio habitual, mi cuñado había ido a escoger por confidente a una persona que apenas soportaba escuchar cinco palabras suyas seguidas.
—Encantado de ayudar…
El asunto iba de mal en peor. Mico daba por sentado que había acudido a su casa para escuchar un relato completo del funeral.
—Acudió a despedirla una multitud realmente notable… —Ese día, el programa de carreras en el hipódromo debía de tener pocos alicientes—. Victorina tenía tantas amistades… —Hombres, la mayoría. Nunca he logrado entender por qué los tipos que han estado liados con una chica de vida alegre muestran una curiosidad tan peculiar si la muchacha fallece. Como hermano de Victorina, me habría ofendido su presencia—. ¡Incluso tu amigo Petronio asistió a la ceremonia! —me informó Mico en tono sorprendido. Yo deseé estarlo también—. Qué hombre tan cabal. Y qué gentileza acudir en representación tuya…
—No sigas con eso, Mico. ¡Petronio Longo está a punto de encerrarme en la cárcel! —Mico puso cara de preocupación. Yo experimenté un nuevo acceso de inquietud por el asunto de Censorino y por la incómoda situación en que me hallaba. Cambié de tema bruscamente, mientras mi detestable sobrino pequeño me lanzaba puntapiés al riñón izquierdo—: ¿Necesitas algo? —Mi cuñado era demasiado desorganizado para saberlo—. He traído de Germania unos regalos de año nuevo para los niños. Todavía no he abierto el equipaje, pero los traeré tan pronto como lo haga. Mi piso está destrozado y…
Mico mostró un genuino interés:
—¡Ah, sí, me he enterado de lo sucedido! —Estupendo. Todo el mundo parecía al corriente del asunto, pero nadie había intentado hacer nada al respecto—. ¿Quieres que te eche una mano en las reparaciones?
No; de él no deseaba nada. Quería que mi apartamento volviera a ser un lugar habitable y poder ocuparlo la semana siguiente, no las siguientes Saturnales.
—Te lo agradezco, pero ya tienes bastante en que pensar. Haz que tu madre se ocupe de los pequeños mientras tú sales un poco. Necesitas compañía, Mico. ¡Necesitas encontrar trabajo!
—¡Oh! Ya saldrá algo —me aseguró, lleno de absurdo optimismo.
Eché un vistazo a la sórdida estancia y no aprecié ninguna sensación de ausencia, ningún silencio que evocara la pérdida de Victorina. Un hecho nada sorprendente pues, cuando aún vivía, mi hermana siempre andaba fuera de casa dedicada a lo que ella entendía por pasárselo bien.
—Veo que la echas de menos… —apuntó Mico en voz baja.
Exhalé un suspiro pero, al menos, sus intentos de consolarme parecieron darle nuevos ánimos. Aprovechando que estaba allí, decidí hacerle unas cuantas preguntas:
—Escucha, quizás el momento no sea el más oportuno y lo lamento, pero debo hacer unas investigaciones por cuenta de mi madre y estoy preguntando a todo el mundo. ¿Festo te habló en alguna ocasión de un negocio en el que andaba metido… un asunto de esculturas griegas fletadas desde Cesarea, o algo así?
Mico negó con la cabeza.
—No, Festo nunca me comentó nada parecido. —Lo comprendí perfectamente. Mi hermano habría tenido más suerte tratando de discutir con una cortesana medio ebria la teoría filosófica de que la vida es un montón de átomos en vertiginoso movimiento—. Pero siempre fue un buen amigo —insistió, como si pensara que quizás había producido una impresión errónea. Yo sabía que Mico decía la verdad. De Festo siempre podía esperarse que arrojara migajas de pan a un pajarillo desvalido o que hiciera zalamerías a un perro cojo.
—He creído que debía preguntártelo. Estoy tratando de averiguar en qué andaba metido mi hermano en su último viaje a Roma.
—Me temo que no puedo ayudarte, Marco. Tomamos unas copas juntos y me encontró un par de trabajos, pero no tuve más contactos con él.
—¿Algo de especial respecto a esos trabajos? —Era una remota posibilidad.
—No. Fueron asuntos normales. Enyesar unos muros de ladrillo…
—Perdí interés por el tema. —Luego, Mico apuntó cordialmente—: Es probable que Marina sepa qué negocios tenía Festo entre manos. Deberías preguntarle a ella.
Me armé de paciencia y le agradecí el consejo, como si la idea de hablar de mi hermano con su novia no se me hubiese pasado por la cabeza hasta que él la había sugerido.