Cuando Festo entraba en cualquier taberna de cualquier provincia del imperio, siempre había algún parroquiano con la túnica cubierta de manchas que se levantaba de un banco con los brazos abiertos para recibirlo como a un viejo y apreciado amigo. No me preguntéis cómo lo hacía; era un truco que a mí me habría sido muy útil, pero se necesita talento para rezumar tal calor. Y el hecho de que mi hermano todavía le debiese al individuo cien monedas de su último encuentro no empañaba en absoluto la bienvenida. Más aún, si nuestro chico se colaba luego en la trastienda, donde aguardaban las prostitutas baratas, despertaba allí parecidas exclamaciones de placer entre las chicas que, pese a estar sobre aviso de con quién trataban, se echaban sobre él con adoración. Cuando entré en el local de Flora, al que había acudido a beber todas las semanas durante casi diez años, ni siquiera el gato se percató de mi presencia.
La bayuca de Flora hacía que las destartaladas tabernas habituales parecieran elegantes e higiénicas. Se alzaba en la confluencia de una sucia calleja que descendía del Aventino y un sendero embarrado que ascendía de los muelles. Tenía la disposición habitual, con dos mostradores colocados en ángulo recto donde los parroquianos de ambas calles se apoyaban con aire meditabundo mientras aguardaban a ser envenenados. Los mostradores estaban hechos de un tosco mosaico de piedra blanca y gris que alguien podría tomar por mármol, siempre que fuera prácticamente ciego y tuviera la mente puesta en las elecciones. Cada mostrador tenía tres agujeros circulares en los que colocar los calderos de comida. En el local de Flora, la mayoría de los agujeros estaban vacíos, quizá por respeto a la salud pública. El contenido de los calderos era aún más desagradable que la habitual pasta parda con partículas inidentificables que se sirve a los transeúntes en las cochambrosas tiendas de comida callejeras. Los potajes fríos de Flora estaban desconcertantemente tibios y los platos calientes, peligrosamente fríos. Se rumoreaba que, en una ocasión, un pescador había muerto en la barra después de tomar una ración de guisantes en salsa; mi hermano mantenía que rápidamente, para evitar una larga disputa legal con los herederos del hombre, éste había sido troceado y servido en el local como albóndigas de bacalao picantes. Festo siempre contaba historias parecidas; dado el estado de la cocina en la trastienda de la bayuca, aquélla podía perfectamente ser cierta.
Los mostradores limitaban un apretado espacio cuadrado en el que los clientes habituales, tipos verdaderamente endurecidos y resistentes, tomaban asiento y soportaban los codazos en las orejas por parte del camarero mientras éste efectuaba su trabajo. Había dos mesas combadas, una con bancos y otra con sillas de tijera. En el exterior, bloqueando la entrada, había medio tonel ocupado permanentemente por un mendigo. El tipo estaba allí incluso en un día como aquél, mientras aún caían los últimos chaparrones de la tormenta. Nadie le daba nunca una moneda, pues todo el mundo sabía que el camarero le robaba las limosnas que recibía.
Pasé junto al mendigo evitando su mirada. Había algo en aquel hombre que me sonaba vagamente familiar y, fuera lo que fuese, siempre me deprimía verlo. Quizá porque sabía que, en mi profesión, un paso en falso podía mandarme a compartir el medio tonel con aquel desdichado.
Ya en el local, ocupé una silla y me sujeté al mostrador para vencer su terrible bamboleo. El servicio sería lento. Me sacudí la lluvia del pelo y eché un vistazo al familiar decorado: la hilera de ánforas cubierta con un velo de telarañas, la estantería de jarras y frascos marrones, un cántaro sorprendentemente atractivo de aspecto griego, con un pulpo como motivo decorativo, y el catálogo de vinos pintado en la pared, en vano, ya que a pesar de la impresionante lista de precios en la que se afirmaba ofrecer toda clase de caldos, desde vinos de la casa hasta las mejores cosechas de Falernia, en el local de Flora se servía invariablemente un dudoso líquido cuyos ingredientes no eran más que primos segundos de las uvas.
Nadie sabía si la Flora que daba nombre al lugar había existido realmente. Podía estar muerta o desaparecida, pero no sería aquél un caso que me prestara voluntariamente a resolver. Los rumores decían que había sido una mujer formidable, pero yo pensaba que, o bien era un mito, o bien una cobarde. Jamás la había visto hacer acto de presencia en su hedionda bayuca; quizá porque sabía qué clase de viandas se servían en ella, quizá porque era consciente de que muchos clientes deseaban ajustarle las cuentas.
El camarero se llamaba Epimando. Y, si había conocido alguna vez a su patrona, prefería no mencionarlo.
Era muy probable que Epimando fuese un esclavo huido. De ser así, había logrado evitar su captura durante años, oculto en aquel tugurio, aunque conservaba un permanente aire furtivo. Sobre un cuerpo larguirucho, su rostro alargado quedaba ligeramente encajado entre los hombros como si fuera una máscara teatral. Era más fuerte de lo que parecía, de tanto acarrear pesos en el local. Llevaba la túnica manchada de restos de estofado y de debajo de sus uñas asomaba, amenazante, un hedor imperecedero a ajo picado.
El gato que no había prestado la menor atención a mi presencia se llamaba Correoso. Al igual que el camarero, el animal era ciertamente fuerte, con una gruesa cola moteada y una desagradable mirada de soslayo. Como parecía esperar algún tipo de contacto amistoso, le lancé un puntapié. Correoso lo esquivó con aire desdeñoso y mi pie fue a golpear a Epimando; el camarero se abstuvo del menor atisbo de protesta y se limitó a preguntarme si deseaba lo de costumbre. Lo dijo como si sólo hiciera una semana que no aparecía por el local y no desde hacía tanto tiempo que ya ni siquiera recordaba qué era «lo de costumbre».
Un cuenco de estofado grasiento y una minúscula jarrita de vino, al parecer. No era extraño que mi cerebro lo hubiera borrado de la memoria.
—¿Está bueno? —preguntó Epimando. No se me escapaba que el hombre tenía fama de inútil, aunque conmigo siempre se había mostrado deseoso de complacerme. Quizá Festo tuviera algo que ver con ello. Mi hermano solía frecuentar el local y el camarero aún le recordaba con evidente afecto.
—No parece mejor ni peor de lo habitual —respondí. Partí un pedazo de pan y lo hundí en el cuenco. Una oleada de espuma me amenazó. La capa carnosa tenía un color excesivamente brillante y sobre ella flotaba medio dedo de un caldo transparente coronado de gotas de aceite en las que dos briznas de cebolla y otros pequeños fragmentos de verduras se agitaban como bichos en el agua estancada. Di un bocado al pan y me embadurné de grasa el paladar. Para disimular el desagrado, pregunté a Epimando—: ¿Se aloja aquí desde ayer un soldado llamado Censorino? —El camarero me dirigió una de sus vagas miradas de costumbre—. ¿Querrías decirle que me gustaría hablar un momento con él?
Epimando volvió a sus calderos y se puso a revolver su contenido con un cucharón abollado. El potaje más gris burbujeó como un pantano dispuesto a engullir al hombre de cabeza. Un olor a cangrejo demasiado intenso se extendió por la bayuca. Epimando no hizo el menor gesto de que fuera a transmitir mi mensaje, pero reprimí el impulso de insistirle. El local de Flora era una pocilga en la que todo iba despacio. Sus clientes no tenían prisa; algunos de ellos quizá tuviesen algo que hacer, pero procuraban eludir la tarea. La mayoría no tenía adonde ir y apenas podía recordar por qué había entrado.
Tomé un sorbo de la jarra para disimular el sabor de la comida. Fuera lo que fuese, aquello no sabía a vino pero, al menos, me proporcionó otra cosa en que pensar.
Durante media hora permanecí sentado reflexionando sobre la brevedad de la vida y lo espantoso de mi bebida. En ningún momento vi que Epimando hiciera el menor esfuerzo por ponerse en contacto con Censorino, y pronto estuvo demasiado ocupado con los clientes que llenaban los mostradores a la hora del almuerzo. Entonces, cuando ya me disponía a arriesgarme a una segunda jarra de vino, el legionario apareció bruscamente a mi lado. Debía de salir del rincón de la trastienda del cual arrancaba la escalera que, pasando sobre la mesa de trabajo de la cocina, conducía a las pequeñas habitaciones que en ocasiones se alquilaban a gente que no conocía otro lugar más sensato donde alojarse.
—De modo que buscas problemas, ¿eh? —me dijo con una desagradable sonrisa burlona.
—Bueno, te andaba buscando a ti —repliqué lo mejor que pude con la boca llena. El bocado que me ocupaba en aquel momento era demasiado nervudo como para darse prisa; a decir verdad, creí que podría seguir mascando aquella masa de tendones el resto de mi vida. Finalmente, el bocado quedó reducido a un pedazo de cartílago insulso que extraje de la boca con más alivio que decoro y coloqué en el borde del cuenco. No tardó en caer dentro de él.
—Toma asiento, Censorino. Me tapas la luz. —Una vez que hube convencido al soldado de que se situara al borde de mi mesa, mantuve un tono de voz bastante civilizado—. Corre el desagradable rumor de que has estado calumniando a mi famoso hermano. ¿Quieres que hablemos de tu problema, o prefieres que te rompa los dientes?
—No hay ningún problema —replicó él en tono burlón—. He venido a cobrar una deuda, y pienso hacerlo.
—Eso suena a amenaza… —Me rendí ante el estofado, pero continué con el vino, sin ofrecerle un trago.
—La Decimoquinta no necesita andarse con amenazas —proclamó, ufano.
—Desde luego que no, si la reclamación es legítima —asentí, empleando un tono más agresivo—. Escucha, si hay algo que molesta a la legión y que implica a mi hermano, estoy dispuesto a escucharte.
—¡Tendrás que hacer algo más que escuchar!
—Entonces, cuéntame de una vez de qué se trata… o ya podemos olvidarnos del asunto.
Tanto Epimando como Correoso estaban pendientes de nosotros. El gato tenía la delicadeza de fingir que lamía un panecillo caído bajo la mesa, pero el camarero estaba inclinado sobre sus cuencos y calderos, observándonos abiertamente. La bayuca de Flora no era el lugar adecuado para ultimar los preparativos de la fuga amorosa con una heredera o para comprar un frasco de pócima venenosa a fin de quitar de en medio a un socio comercial. Aquel bodegón infecto tenía el personal más indiscreto de toda Roma.
—Unos cuantos compañeros que conocíamos a Festo —me informó Censorino, vanidoso— nos embarcamos con él en cierta empresa…
Conseguí reprimir el impulso de cerrar los ojos y suspirar; aquello me resultaba terriblemente familiar.
—¿Y?
—Bueno, ¿a ti qué te parece? Queremos cobrar los beneficios… o recuperar la inversión. ¡Inmediatamente!
No hice caso del tono imperioso que empleaba.
—Por el momento, no puedo decir que me sienta muy interesado ni impresionado. En primer lugar, cualquiera que conociese a Festo sabe que no era hombre que fuera dejando ollas rebosantes de monedas bajo cada cama en que dormía. Como mucho, si encontraba allí alguna vasija, ¡la dejaría llena de meados! Yo era su albacea testamentario y no me dejó el menor legado. En segundo lugar, incluso si esa presunta empresa fuese legítima, me gustaría ver la documentación que respalda la reclamación. Festo era frívolo en muchas cosas, pero tengo todas sus anotaciones contables, y son impecables.
Al menos, lo eran las que había encontrado grabadas en tablillas de hueso en casa de mi madre. Pero aún esperaba descubrir otras cuentas menos claras ocultas en alguna parte. Censorino me observó fríamente. Parecía muy tenso.
—¡No me gusta tu tono, Falco!
—Y a mí no me gusta tu actitud.
—Será mejor que te prepares para pagar.
—Entonces, será mejor que te expliques.
Algo andaba mal. El legionario parecía extrañamente reacio a exponer los hechos, aunque ésa era su única esperanza de convencerme a fin de que colaborara. Noté cómo dirigía la vista a un lado y a otro con más agitación de la que parecía necesaria.
—Hablo en serio, Falco. ¡Queremos que sueltes la pasta!
—¡Por el Olimpo! —exclamé, perdiendo la paciencia—. ¡No me has dicho la fecha, el lugar, el plan, las condiciones, el resultado de la empresa ni la cantidad! ¡Lo único que oigo son bravatas y disparates!
Epimando se acercó todavía más, fingiendo que limpiaba las mesas y las despejaba de huesos de aceituna sacudiéndolas con el extremo de un trapo mugriento.
—¡Piérdete, diente de ajo! —le gritó Censorino, como si se percatara por primera vez de la presencia del camarero, y Epimando, presa de uno de sus ataques de nervios, retrocedió de un salto hasta el mostrador. Detrás de él, otros parroquianos habían empezado a observarnos con curiosidad.
Sin perder de vista a Epimando, Censorino se sentó en un taburete más cerca de mí y bajó la voz hasta convertirla en un ronco graznido.
—Festo fletó un barco.
—¿Desde dónde? —Procuré no parecer alarmado. Aquél era un nuevo campo en las actividades comerciales de mi hermano y antes de que aparecieran nuevos acreedores quería saber todo lo posible sobre el asunto.
—Desde Cesarea.
—¿Y os dio participación en el negocio?
—Formamos un sindicato.
El ampuloso término le impresionaba más a él que a mí.
—¿Y qué mercancía transportabais?
—Estatuas.
—Eso encaja. —Las bellas artes eran nuestro negocio familiar por parte paterna—. Y esa carga ¿procedía de Judea?
—No; de Grecia.
Aquello también encajaba. En Roma existía un apetito voraz por la escultura helénica.
—¿Qué sucedió, entonces? ¿Y por qué vienes a reclamar la deuda ahora, tres años después de su muerte?
—En Oriente ha habido una maldita guerra, Falco… ¿no te habías enterado?
—Por supuesto —repliqué con expresión sombría, recordando a Festo. Censorino se controló un poco más.
—Tu hermano parecía saber lo que se hacía. Todos pusimos dinero para comprar la mercancía. Nos prometió sustanciosos beneficios.
—Entonces, o bien el barco se hundió, en cuyo caso lo siento por él y por todos los demás pero no hay nada que pueda hacer, o bien deberíais haber recibido vuestro dinero hace mucho tiempo. Mi hermano era amante de la juerga, pero nunca supe que estafase a nadie.
El legionario clavó la mirada en la mesa.
—Festo dijo que el barco naufragó, en efecto.
—Mala suerte. Entonces, por todos los dioses, ¿por qué vienes a molestarnos?
Era evidente que Censorino no creía que la nave se hubiera hundido, pero aún sentía la suficiente lealtad hacia Festo como para no proclamarlo abiertamente.
—Festo nos dijo que no nos inquietáramos, que él se ocuparía de que no saliéramos perjudicados. Dijo que, de todos modos, nos devolvería el dinero invertido.
—Eso es imposible. Si el cargamento se perdió…
—¡Es lo que él dijo!
—¡Está bien! Seguro que lo dijo en serio, entonces. No me sorprende que se ofreciera a compensaros; erais sus camaradas y no iba a dejaros en la estacada.
—¡Mejor que no! —Censorino era incapaz de morderse la lengua, ni siquiera cuando yo contemporizaba con él.
—Pero fuera cual fuese el plan que tenía mi hermano para recuperarse de la pérdida, tuvo que implicar necesariamente otros negocios. No estoy al corriente de cuáles eran y no puedes exigirme que me ocupe de ellos. Me sorprende que insistas, siquiera.
—Festo tenía un socio —rezongó Censorino.
—No era yo.
—Ya lo sé.
—¿Te lo dijo él?
—No; tu madre.
Yo estaba al corriente de quién era el contacto comercial de mi hermano. No quería tener nada que ver con él, como así tampoco mi madre. Aquel socio era mi padre, que había abandonado a su familia años atrás. Festo había mantenido la relación con él, aunque nuestra madre apenas se atrevía a mencionar su nombre. Entonces, ¿por qué había hablado de él con Censorino, un extraño? Mamá debió de haberse sentido muy preocupada. Lo cual significaba que yo también debía estarlo.
—Tú mismo has respondido a tu pregunta, Censorino. Necesitas negociar con el socio. ¿Lo has visto ya? ¿Qué tiene él que decir a tus reclamaciones?
—Poca cosa. —No me sorprendió. Mi padre siempre ha sido un hueso duro de roer.
—Bien, ahí lo tienes, pues. No puedo añadir nada a la historia. Acéptalo; Festo ya no está. Su muerte nos ha privado a todos de su alegre presencia, y a vosotros, me temo, de vuestro dinero.
—¡Las excusas son inútiles, Falco! —La voz del soldado tenía ahora un tono desesperado. Lo vi ponerse de pie de un salto.
—¡Tranquilízate!
—¡Es preciso que recuperemos nuestro dinero!
—Lo siento, pero es el destino. Incluso en el caso de que Festo hubiese conseguido realmente algún cargamento con el que obtener beneficios, yo soy su heredero y sería el primero en la cola…
Censorino me agarró de la túnica para levantarme de la silla. Yo había presentido su reacción. Le arrojé el cuenco del estofado al rostro, le retorcí el brazo y me desasí. Al tiempo que saltaba del asiento, empujé la mesa contra él despejando un poco de espacio. El camarero emitió un balido de protesta, tan sorprendido que el codo en el que estaba apoyado le resbaló sobre el mostrador y fue a parar a un caldero, hundiéndose en el engrudo hasta la axila. El gato huyó dando maullidos. Censorino lanzó un golpe. Lo esquivé, irritado más que nada porque todo aquello parecía absolutamente inútil. Volvió a arrojarse sobre mí, con rabia, y repelí el ataque. Epimando saltó el mostrador para evitar llevarse algún golpe; los demás clientes asomaron la cabeza desde la puerta, jaleando a voz en grito. Tuvimos un breve y torpe intercambio de puñetazos. Gané yo. Arrojé al soldado al lodo de la calleja; cuando se incorporó, se alejó murmurando.
La paz volvió a la bayuca. Epimando se limpiaba el brazo con el trapo.
—¿A qué venía todo eso? —inquirió.
—¡Sólo Júpiter lo sabe! —Le dejé unas monedas de cobre para pagar la cuenta y me marché a casa.
Mientras salía, vi a Epimando recoger el panecillo que Correoso había lamido un rato antes y dejarlo nuevamente en la cesta del pan de los clientes.