En la Vía Aurelia, la noche era oscura y tormentosa. Mal presagio para nuestro regreso a casa, antes incluso de que entráramos en Roma.
A aquellas alturas habíamos cubierto ya mil millas, empleando febrero y marzo para realizar nuestro viaje desde Germania. Las cinco o seis horas de la última etapa, desde Veyes, habían sido las peores. Mucho después de que los demás viajeros se hubieran refugiado en las posadas al borde del camino, nos encontramos a solas en plena calzada. La decisión de continuar la marcha para alcanzar la ciudad aquella misma noche había sido una opción ridícula. Los demás componentes de la partida eran conscientes de ello y todos sabían quién era el responsable: yo, Marco Didio Falco, el hombre al mando. Probablemente estarían expresando su malhumor entre dientes, pero no alcanzaba a oírlos. Ellos viajaban en el carromato, totalmente empapados e incómodos pero en situación de apreciar que había alternativas aún más frías y húmedas. Yo iba montado a caballo, completamente expuesto a la lluvia y al azote del viento.
Sin previo aviso, aparecieron las primeras viviendas, los altos y abigarrados edificios de pisos que flanquearían nuestro camino a través de los barrios pobres e insalubres del distrito del Trastévere. Casas ruinosas sin balcones ni pérgolas se apretaban unas contra otras en una lúgubre formación sólo interrumpida por negras callejas en las que normalmente se apostaban los ladrones a la espera de recién llegados a Roma.
En una noche como aquélla, pensé, tal vez prefirieran apostarse en la comodidad y seguridad de sus camas. O tal vez estuvieran al acecho en la esperanza de que el mal tiempo hiciese bajar la guardia a los viajeros; como quiera que fuese, yo era consciente de que la media hora final de un largo viaje puede ser la más peligrosa. En las calles aparentemente desiertas, las pisadas de los caballos y el traqueteo de las ruedas del carro anunciaban nuestra presencia de forma estentórea. Presintiendo amenazas contra nosotros por todas partes, cerré la mano en torno a la empuñadura de la espada y palpé el cuchillo oculto en la bota. Unos cordones empapados sujetaban la hoja contra los hinchados músculos de la pantorrilla, lo cual dificultaba la maniobra de extraerla.
Me envolví aún más en la capa mojada pero, cuando los pesados pliegues de ésta se adhirieron al resto de mis ropas, lamenté haberlo hecho. Sobre mi cabeza, un canalón de desagüe se rompió y vertió su contenido sobre mí, asustó al caballo y me dejó el sombrero ladeado. Con una maldición, pugné por dominar mi montura. Me di cuenta de que habíamos pasado el desvío que nos habría conducido al puente Probo, el camino más rápido para llegar a casa. Se me cayó el sombrero y lo abandoné donde estaba.
Un solitario punto de luz en una calle secundaria a mi derecha señalaba, como yo bien sabía, el puesto de guardia de una cohorte de los vigiles. No había más signos de vida.
Cruzamos el Tíber por el puente de Aurelio y escuché en la oscuridad del fondo el ruido del río, cuyas agitadas aguas poseían una energía inquietante. Tuve la certeza casi absoluta de que, corriente arriba, se habría desbordado en las tierras bajas al pie del Capitolio convirtiendo una vez más el Campo de Marte —que en el mejor caso no pasaba de ser un terreno poroso— en un lago insalubre. Una vez más un fango turgente, del color y la textura de las aguas fecales, estaría rezumando en los sótanos de las lujosas mansiones cuyos propietarios de clase media se peleaban por obtener las mejores vistas de la ribera.
Mi padre era uno de ellos. Debo confesar que la idea de verle achicar las hediondas aguas que anegaban su vestíbulo me regocijó.
Una poderosa racha de viento detuvo en seco mi caballo cuando intentamos doblar una esquina para salir al foro del Mercado de Ganado. Arriba, tanto la Ciudadela como la cima del Palatino resultaban invisibles. Los palacios de los Césares, iluminados por las lámparas, quedaban también fuera de la vista, pero ahora ya me encontraba en territorio conocido. Apresuré el paso de mi montura para dejar atrás el circo Máximo, los templos de Ceres y de la Luna y los arcos, fuentes, termas y mercados cubiertos que eran la gloria de Roma. Todo aquello podía esperar; por el momento, lo único que deseaba era mi cama. La lluvia se deslizaba como una cascada por la estatua de algún antiguo cónsul, corriendo por los pliegues de bronce de la toga como si se tratase de cañadas. Cortinas de agua barrían los tejados, cuyos canalones eran totalmente incapaces de dar abasto, y auténticas cataratas se precipitaban desde los pórticos. Mi caballo pugnaba por buscar refugio en las aceras, bajo los toldos de las tiendas, mientras yo tiraba de las riendas para que volviese la cabeza y obligarlo a seguir por la calzada.
Nos abrimos paso con esfuerzo por la calle del Armilustrio. En aquella vaguada, algunas de las callejas secundarias sin alcantarillado parecían totalmente intransitables ya que el agua llegaba a la altura de la rodilla, pero cuando tomamos la vía principal iniciamos la ascensión por la empinada cuesta, que, si no inundada, resultaba peligrosamente resbaladiza. Durante todo el día había llovido tanto sobre las calles del Aventino que ni siquiera se alzaba a recibirme la pestilencia habitual; sin duda, el acostumbrado hedor a excrementos humanos y a actividades insalubres regresaría al día siguiente, más intenso que nunca después de que tanta agua hubiera empapado los estercoleros en los que se apilaban las basuras.
Una sensación tan familiar como deprimente me indicó que había encontrado la Plaza de la Fuente.
Aquélla era mi calle. El acre callejón sin salida tenía un aspecto más sombrío que nunca para un extraño que regresaba al lugar. Sin luces y con las contraventanas cerradas y los toldos recogidos, el callejón no ofrecía el menor atractivo. Vacío incluso de su habitual multitud de degenerados, seguía, sin embargo, impregnado de dolores y penas humanas. El viento penetraba ululando en la calle y rebotaba contra nuestros rostros. A un lado se alzaba mi bloque de pisos, como un anónimo baluarte republicano levantado para resistir a los bárbaros merodeadores. Cuando me detuve, una pesada maceta se estrelló contra el suelo junto a mí; no me cayó encima por apenas un par de dedos.
Abrí con esfuerzo la puerta del carruaje para que bajaran las almas agotadas de las que era responsable. Envueltos como momias para protegerse del mal tiempo, los ocupantes descendieron con aire ceremonioso, pero cuando la tormenta se abatió sobre ellos, dejaron las piernas al descubierto y corrieron a refugiarse en la caja de la escalera.
Formaban el grupo mi prometida, Helena Justina, su asistenta, la hija menor de mi hermana y nuestro carretero, un recio celta que, supuestamente, debía ayudarnos como escolta. Seleccionado por mí personalmente, el hombre se había pasado la mayor parte del trayecto temblando de terror pues, lejos de su tierra natal, había resultado ser más tímido que un conejo. Era la primera vez en su vida que el hombre salía de su Bingio natal. Ojalá lo hubiese dejado allí.
Por lo menos, había tenido conmigo a Helena. Mi amada era hija de un senador, con todo lo que ello entraña, naturalmente, y más animosa que la mayoría. Había conseguido engañar a los mesoneros que intentaban negarnos sus habitaciones más decentes y había sabido desembarazarse sumariamente de los villanos que en los puentes reclamaban ilegales derechos de peaje. En aquel momento, sus expresivos ojos negros me informaban de que, una vez concluyeran aquellas últimas horas de viaje, se proponía encargarse de mí. Cuando mi mirada se cruzó con la suya, no malgasté energías en una sonrisa congraciante.
Todavía no estábamos en casa. Mis habitaciones quedaban seis pisos más arriba. Ascendimos por la escalera en silencio y a oscuras. Después de pasar medio año en Germania, donde hasta los edificios de dos plantas eran una rareza, los músculos de mis muslos protestaban por el esfuerzo. Allí sólo sobrevivían los más aptos. Si algún inválido en apuros económicos alquilaba alguna vez una vivienda en un bloque de la zona de la Plaza de la Fuente, o se recuperaba rápidamente con el ejercicio o moría a causa de las escaleras. Ya habíamos perdido unos cuantos de aquel modo. Esmaracto, el casero, mantenía un provechoso negocio con la venta de los efectos personales de los inquilinos que morían.
Al llegar arriba, Helena sacó de debajo de la capa una bolsa para yescas. La desesperación hizo que mi pulso fuese firme, de modo que no tardé en hacer saltar una chispa y hasta conseguí encender una velilla antes de que la chispa se apagara. En el quicio de la puerta, el baldosín, aunque borroso, todavía anunciaba que M. Didio Falco tenía allí su consulta de investigador privado. Tras una breve y acalorada disputa mientras intentaba en vano recordar dónde había guardado el gancho para poder levantar el picaporte desde fuera, tomé prestado un broche de Helena, lo até a un pedazo de cinta arrancada de mi propia túnica, descolgué el broche por el agujero y luego tiré de él.
Por una vez, el truco funcionó (normalmente, uno acaba rompiendo el broche, se gana una bofetada de la chica y acaba por pedir prestada una escalera para entrar). Esta vez había una explicación para mi éxito: el pestillo estaba roto. Temiendo lo que iba a encontrar, empujé la hoja de la puerta, sostuve la vela en alto e inspeccioné mi hogar. Los lugares siempre resultan más pequeños y destartalados de lo que uno los recuerda. Aunque, normalmente, el contraste no es tan marcado.
Dejar la casa había comportado ciertos riesgos, pero los Hados, que gustan de cebarse en un perdedor, me habían hecho objeto de todas sus crueles bromas. Los primeros invasores habían sido, probablemente, insectos y ratones, pero a ellos había seguido un puñado de palomas especialmente repulsivas que a fin de instalar sus nidos debían de haberse abierto paso a picotazos a través del techo. Los excrementos de las aves salpicaban los tablones del suelo, pero eso no era nada en comparación con la suciedad esparcida por los soeces recogedores de excrementos humanos que debían de haber reemplazado a las palomas. Unos residuos inconfundibles, algunos con varios meses de antigüedad, me confirmaron que ninguno de los individuos a los que había estado dando alojamiento había resultado un ciudadano respetable y educado.
—¡Oh, mi pobre Marco querido! —exclamó Helena, anonadada. Por cansada y molesta que estuviese, delante de un hombre sumido en la más completa desesperación se portó como una buena chica caritativa.
Le devolví el broche con un gesto formal. También le entregué la vela para que la sostuviese. A continuación, crucé el umbral y, de un puntapié, mandé el cubo más próximo al otro extremo de la estancia.
El cubo estaba vacío. Quienquiera que hubiese entrado allí había hecho, de vez en cuando, el esfuerzo de arrojar sus desperdicios al contenedor que yo había provisto, pero le había faltado puntería; además, a veces ni siquiera lo había intentado. Lo que había caído fuera se había quedado en el suelo hasta que la descomposición lo había soldado a los tablones.
—Marco, querido…
—Calla, encanto. ¡No digas nada hasta que me haya acostumbrado!
Crucé la habitación exterior, que en otros tiempos había sido mi despacho. Detrás, en lo que quedaba del dormitorio, encontré más rastros de los intrusos. Debieron de haber escapado de allí aquel mismo día, al ver que el viejo agujero del techo se abría de nuevo para dejar entrar un diluvio de agua y tejas, la mayor parte de las cuales aún cubría mi cama empapada. Una postrera afluencia de gotas sucias se unían a la fiesta. Mi pobre cama no tenía remedio.
Helena se acercó por detrás. Hice un torpe intento por mostrarme animado y brillante:
—¡En fin, si lo que quiero son verdaderos problemas, puedo ponerle un pleito al casero…!
Noté los dedos de Helena entrelazados en los míos.
—¿Han robado algo?
Nunca dejo botín a los ladrones.
—Dejé todos mis muebles y enseres en casa de mis parientes, de modo que si falta algo, sé que no ha salido de la familia.
—¡Qué consuelo! —asintió ella.
Me encantaba aquella chica. Inspeccionaba el desastre con un aire de disgusto refinado, pero su seriedad pretendía hacerme estallar en una risa desesperada. Poseía un seco sentido del humor que me resultaba irresistible. La rodeé con mis brazos y me agarré a ella para mantenerme en mis cabales.
Me besó. Su expresión era de tristeza y pesar, pero su beso estuvo lleno de ternura.
—Bienvenido a casa, Marco.
Cuando la besé por primera vez Helena tenía el rostro frío y las pestañas húmedas, y también entonces había sido como despertar de un sueño sumamente agitado para encontrar que alguien me ofrecía pastelillos de miel.
Exhalé un suspiro. De haber estado a solas, quizá me habría limitado a despejar un rincón y tenderme sobre la mugre, agotado, pero era consciente de que debía encontrar un lugar de descanso mejor que aquél. Tendríamos que imponer nuestra presencia a alguno de nuestros parientes. La acogedora casa de los padres de Helena quedaba demasiado lejos, al otro lado del Aventino. Además, el trayecto era demasiado arriesgado; después de la caída del sol Roma es una ciudad despiadada y turbulenta. Eso nos dejaba a merced del auxilio divino del Olimpo… o de mi propia familia. Pero Júpiter y todos sus compañeros debían de estar libando abundante ambrosía en el apartamento de alguno de ellos y no prestaron oídos a mis peticiones de ayuda. Tendríamos que recurrir a mis parientes.
Conseguí llevar a todo el mundo abajo otra vez. La noche era tan terrible que incluso los ladrones habituales habían desaprovechado su oportunidad; el carruaje y el caballo aún seguían donde los habíamos dejado, en la solitaria Plaza de la Fuente.
Pasamos bajo la sombra del Emporio, cuyas puertas cerradas exudaban, a pesar de la inclemencia del tiempo, un leve aroma a maderas exóticas, pieles, carnes curadas y especias. Llegamos a otro edificio de viviendas con menos escaleras y un exterior menos desolado, pero al que aun así podía llamar hogar. Animados con la expectativa de una cena caliente y una cama seca, nos acercamos a la puerta de color rojo ladrillo que tan familiar me resultaba. Nunca estaba cerrada; ningún ladrón del Aventino era lo bastante valiente para introducirse en aquella vivienda.
Mis acompañantes estaban impacientes por ser los primeros en entrar, pero me adelanté abriéndome paso entre ellos. Tenía ciertos derechos territoriales. Era el muchacho que volvía al lugar donde había crecido. Volvía a pisar, con un inevitable sentimiento de culpa, la casa en que vivía mi anciana y menuda madre.
La puerta se abría directamente a la cocina. En ella había una lámpara de aceite encendida, lo cual me sorprendió, pues mi madre tenía costumbres más frugales. Quizás había presentido nuestra llegada. Era muy posible. Me preparé para el encuentro con ella, pero no apareció por ninguna parte.
Penetré en la estancia y, al instante, me detuve desconcertado.
Un perfecto desconocido estaba cómodamente instalado con las botas sobre la mesa, un privilegio que nadie tenía permitido si mi madre estaba en las inmediaciones. El individuo me observó con mirada turbia durante unos momentos; a continuación, emitió un profundo eructo, deliberadamente ofensivo.