—¿Quéee? ¿Qué dice? —preguntó Pam a Helga.
—Dice: ¿Tenéis la bondad de dejarme entrar?
—Sí. Quieren entrar —concordó Olaf.
Los niños, atónitos, permanecieron inmóviles en la puerta. Los dos duendes llevaban calzones verdes, chaquetas rojas y sombreros puntiagudos. El tercer visitante llevaba un disfraz de esqueleto, que resultó todavía más tétrico cuando asomó la luna, por detrás de un grupo de nubes.
Ahora los perplejos niños pudieron ver mejor. Y de repente se oyó gritar a Holly:
—¡Pero si no son gnomos ni nada! ¡A éste le conozco! —afirmó, señalando a uno—. Es el enano del taller de platería.
—Os ruego que nos dejéis entrar —pidió el hombrecillo, esta vez en inglés—. Hemos venido para avisaros de algo sobre los ladrones.
Su voz sonaba apremiante y sincera. Olaf les indicó que entrasen y buscó un interruptor eléctrico. Pero los duendes le suplicaron que no encendiese.
—¿Quiénes son ustedes? —preguntó Pete—. ¿Qué significa todo esto?
El más diminuto dijo que era Kari, el platero. Los otros eran sus amigos Einar y Rasn.
—Tenemos que darnos prisa, si queremos atrapar al ladrón…
Olaf y Helga hablaron con los enanos en la fluida lengua islandesa.
—¿Qué «dicís»? —preguntó Sue, llena de curiosidad.
—¡Chisst! —siseó Helga—. Venid. Uno detrás de otro. Y os ruego que guardéis silencio.
—Agachaos lo más posible —aconsejó Olaf—. No interesa que nadie nos vea.
Helga se arrastró rápidamente en dirección a la casa grande. La oscuridad no tenía importancia para ella, que se conocía el camino centímetro a centímetro. La seguían Olaf y los Hollister. Los enanos iban detrás.
Helga se encaminó a la puerta trasera de la casa grande. Los otros seguían sus pasos, en silencio. Hacía frío, iban descalzos y Holly notó que iba a estornudar. Pero se apresuró a apretarse la nariz con dos dedos, al tiempo que echaba la cabeza hacia atrás. El estornudo desapareció.
Olaf llevó al grupo hasta la sala, mientras Helga subía las escaleras.
El más absoluto silencio parecía haberse adueñado de Islandia. Si algún ladrón rondaba por la casa, era tan silencioso como las mismas nubes que se deslizaban por encima de la casa.
A los pocos momentos bajaba Helga con el señor Sveinsson y el señor Hollister. Pete miró la esfera luminosa de su reloj de pulsera, eran las doce. Medianoche en punto.
De repente, un rumor dio la alerta todo el mundo. Una oscura silueta estaba trepando por la ventana del comedor. La silueta se detuvo a escuchar, antes de bajar un pie a la alfombra.
Y entonces, algo ocurrió.
Las luces de la casa se encendieron. Y al mismo tiempo el señor Hollister y el señor Sveinsson se abalanzaban sobre el ladrón más asustado del mundo. El rostro del hombre palideció y sus manos se tornaron blandas y trémulas como la jalea.
—¡Me… me rindo! —dijo—. ¡Esos chicos del diablo!…
Ya bajaban las madres, cargadas de mantas para echar por los hombros de sus hijos.
—Ahora, a ver si se nos dan algunas explicaciones —dijo, severo, el señor Sveinsson, mirando a los enanos.
—Lamentamos mucho haberos asustado —dijo Kari a los niños— y os pedimos disculpas. Todo empezó cuando mis amigos y yo nos trasladamos en avión a Montreal, para pasar las vacaciones. Durante el trayecto, irnos hombres se sentaron detrás de nosotros.
—Pero no se dieron cuenta de nuestra presencia —añadió Einar.
—Estaban planeando un robo —añadió Kari—. Les oímos decir: «Una vez tengamos el invento, lo venderemos por un millón». También mencionaron una colección de piezas de plata de filigrana y hablaron de asaltarles a ustedes en los bosques.
—De modo que acudimos a la policía, tan pronto llegamos a Montreal. Pero se rieron de nosotros.
—Como no podíamos probar nada… —prosiguió Kari—. Y ni siquiera sabíamos dónde estaba ese lugar de los bosques.
—¡Seguro que hablaban de la casa de tío Sig, en Froston! —dijo Olaf.
Einar sacudió la cabeza, al decir:
—Lo cierto es que la policía nos dijo que nos marchásemos y dejásemos para ellos el trabajo de investigación.
—Por eso decidimos capturar a los ladrones por nuestra cuenta —Kari continuó diciendo que habían seguido a los ladrones en el viaje que hicieron a Froston—. Nos hospedamos en el mismo motel y les estuvimos espiando. ¡Cuando anduvieron merodeando por la casa de los Peterson, les dimos un susto y huyeron!
—Y estuvieron a punto de hacernos huir también a nosotros —dijo Pam—. ¿Por qué lo hicieron?
Fue Kari quien contestó, diciendo:
—Esos malhechores andaban cerca y queríamos que vosotros estuvieseis a salvo, en casa, durante la noche. Por eso os asustamos y rebobinamos la cinta de vuestro magnetófono.
—Y entre tanto, esos hombres registraron la casa —recordó Einar, con voz triste.
Pete movió la cabeza, diciendo:
—Ojalá hubiéramos estado en casa aquella noche.
—De todos modos, de allí sacamos una pista —informó Kari—. Oímos decir que, puesto que el botín no se encontraba allí, debían de tenerlo los parientes de Reykjavik.
Holly preguntó:
—¿Y siguieron ustedes a los malos hasta Islandia?
—Sí. Les vigilamos cuanto nos fue posible en nuestro tiempo libre, y averiguamos que su objetivo era la casa de los Sveinsson. Pero no sabíamos cuándo iban a actuar. Por eso hemos estado viniendo aquí todas las noches, vestidos de duende, y les asustábamos.
—Esta noche hemos visto una jaca atada a poca distancia de aquí —dijo Rasn—. De modo que supusimos que, al menos uno de ellos estaba oculto por aquí, dispuesto a registrar la casa.
No deseaban que se encendieran las luces. Por eso acudieron antes que nada a la casa para invitados, con la esperanza de que los niños fuesen más discretos que los mayores.
Holly soltó una risilla y se retorció una de sus trenzas.
—Y lo hemos sido, ¿verdad?
—Tres de esos hombres ya habían sido detenidos —dijo Pete.
—¿Sí? No lo sabíamos —repuso Kari—. Entonces, ya está descubierta toda la banda.
Entonces se vieron brillar unos faros en la carretera y no tardó en llegar el teniente Gunnarsson con otro oficial.
Inmediatamente le presentaron a los enanos y fue puesto al corriente de todo. Luego se volvió al detenido, que quedó asombrado de que la policía conociera su nombre y antecedentes.
—Tus compañeros han hablado —dijo el teniente— y creo que ahora ya tenemos el caso resuelto.
Según explicó el teniente, la banda se había enterado de que el señor Peterson tenía una invención para planeadores, y decidió robarla. Luego, por casualidad, oyeron hablar a los Sveinsson de la bonita colección de filigranas que tenían las dos hermanas.
—Uno de la banda se trasladó a Shoreham, porque el grupo sospechaba que en el modelo enviado por correo iba el invento —prosiguió Gunnarsson—, pero no tuvo suerte. Los otros dos fueron al Canadá.
»Cuando fracasaron, tanto en Shoreham como en el Canadá, se apoderaron de los embalajes con el planeador, pensando que el nuevo invento ya habría sido aplicado al aparato del señor Hollister.
—¡Por eso abrieron uno de los embalajes! —exclamó el señor Hollister.
—Sí. Al no encontrar tampoco allí, el invento, siguieron a los niños, pensando encontrar alguna pista. En el museo se enteraron del secreto del «varda». —El oficial de policía sonrió, al añadir—: Esta banda era muy ambiciosa. Si no hubieran ido a buscar ese «varda» y no se hubieran ocultado en el refugio de invierno, todavía estarían en libertad.
—Lo dudo. Habría sido difícil, estando los Hollister en Islandia —dijo, sonriendo, el señor Sveinsson.
El teniente Gunnarsson se volvió a Kari para decir:
—De todos modos, habría preferido que acudiesen ustedes a nosotros con la información.
—Es que empezaba a gustarnos jugar a los detectives —confesó el enano.
—Por lo visto, es un trabajo que gusta a todos —dijo el teniente, haciendo un guiño a los niños. Luego se marchó con su detenido.
Al día siguiente, todo era animación y bullicio. En aquella fecha tenía lugar la competición y el tiempo era perfecto para ello.
Grandes cantidades de público se agrupaban en las márgenes de la gran pista verde del aeropuerto, mientras los planeadores, uno tras otro, iban elevándose, silenciosos, hacia el cielo.
Los niños aplaudieron estrepitosamente cuando el planeador del señor Sveinsson ascendió hasta las alturas del cielo azul, y viendo planear al señor Hollister, aplaudieron y gritaron, hasta enroquecer.
La espera se hizo casi interminable pero, al fin, los aparatos regresaron a tierra. Los oficiales se apresuraron a consultar sus cronómetros electrónicos y examinaron el cuadro de instrumentos de todos los planeadores.
Se declaró ganador al señor Sveinsson. Había estado arriba más tiempo que nadie. Pero el señor Hollister también tuvo una mención. Su altímetro demostraba que había volado más alto que los demás.
Los espectadores aplaudieron, mientras se efectuaba el reparto de premios. Hasta los enanos, que habían pedido fiesta en su trabajo, estrecharon la mano a los ganadores.
¡Qué buen humor tenía todo el mundo aquella noche! Los trofeos; unos pequeños aviones montados sobre una esfera de plata, habían sido colocados sobre la repisa de la chimenea y resplandecían a la parpadeante luz de las llamas del hogar.
Sue, tumbada boca abajo en el suelo, con la barbilla apoyada en sus manos regordetas, murmuró:
—En todo el tiempo que he estado en Islandia, no he visto ni siquiera un «monjito».
Sin decir nada, Helga se levantó de su asiento y subió al piso alto. No tardó en volver con un pájaro disecado, montado sobre un trozo de lava.
—Toma, Sue. Tu frailecillo —dijo.